Émile levantó los ojos al cielo.
—Entonces, me imagino los tipos de libros que habrás estado leyendo.
—¿Sí? —preguntó ella, también con un ligero tono de desafío en su voz—. Había un libro que era muy bueno. ¿Cuál era? Creo que el autor era Hugo algo u otra cosa. No. Algo Hugo. Víctor Hugo. Eso es. Era un libro muy grande. Tenía amor, guerra, prisioneros escapados, huérfanos, sacrificio. Era realmente muy bueno. ¿Cómo se llamaba? Un nombre gracioso. Algo sobre que todo el mundo era miserable todo el tiempo. ¿Lo has leído?
Émile se volvió hacia ella.
—
Les Misérables
—dijo de un modo que daba a entender que solo los idiotas no conocerían el título—. Y tú no lo has leído.
—Yo sí lo he leído. Solo que no podía recordar el título. Hazme alguna pregunta sobre él. Vamos, Pregunta.
—Olvídalo.
Émile volvió de nuevo la cabeza hacia la ventanilla.
—Tú no lo has leído, ¿verdad? —dijo ella alegremente en un tono triunfal—. No tienes ni idea de lo que estoy hablando.
Enardecida por la victoria, miró a Valfierno, captando una breve y divertida mirada suya mientras echaba una ojeada por encima del periódico. Miró hacia la ventanilla y se dejó hipnotizar por las filas de árboles que retrocedían hacia las colinas, moviéndose a diferentes velocidades según su distancia al tren. Mientras dejaba que el suave balanceo del coche la sumiera en un ligero duermevela, recordó con cariño la época en la que el tío Nathan le había contado toda la historia de
Les Misérables
. Quizá algún día la leyera realmente.
Valfierno, Émile y Julia descendieron a un abarrotado andén iluminado por los rayos del sol que se filtraban a través de las grandes claraboyas abovedadas del artesonado de la estación de Orsay. Julia se quedó paralizada, mirando a un lado y a otro el tiovivo de color y ruido que la rodeaba. Émile, por su parte, se esforzaba por parecer displicente cuando encontró a un mozo que llevó su equipaje en una carretilla.
—Vamos —dijo Valfierno a Julia—. Pero compórtate. Estamos aquí para un juego mucho más serio que los pañuelos de seda y los relojes de bolsillo.
Valfierno dejó que subieran la escalera hacia el nivel principal en el que, tras atravesar la muchedumbre de viajeros, pasaron bajo el enorme reloj dorado de la entrada principal. Salieron a una gran explanada embaldosada, bañada en la fuerte luz solar. Julia se detuvo un momento, mirando a su alrededor. A su izquierda, los edificios barrocos coronados por mansardas que tapizaban la estrecha
rue
de Lille ofrecían una tentadora visión previa de la ciudad que se escondía tras ella; a su derecha, el puente Solférino saltaba por encima del río sobre sus arcos de fundición. Una suave brisa procedente del agua atemperaba la fragancia acre, pero vibrante, de la ciudad en expansión.
Valfierno no perdió tiempo para solicitar los servicios de un taxista motorizado. Estaban a menos de quince minutos de su destino, pero optó por una ruta mucho más larga para dar una vuelta por el centro de la ciudad.
Siguiendo las instrucciones de Valfierno, el taxista los llevó siguiendo el río hasta el
pont au
Double, donde cruzaron a la
Île de la Cité
y continuaron dejando atrás la gran catedral.
—Notre-Dame —dijo Julia, entusiasmada al verla por la ventanilla—. Tengo razón, ¿no?
—El centro espiritual de Francia —dijo Valfierno.
—Parece también el centro de la mendicidad —dijo ella, al ver la fila de pedigüeños andrajosos, cojos, ciegos, contrahechos y jorobados, que esperaban a los turistas que salían de la catedral.
—¿Dónde están las gárgolas? —preguntó ella, mirando hacia arriba y sacando la cabeza por la ventanilla abierta del taxi.
—En el tejado, por supuesto —dijo Émile—. ¿Dónde van a estar?
Continuaron atravesando el puente d’Arcole a la margen derecha, donde giraron al oeste, dejando atrás el Louvre y el parque de las Tullerías. Cuando entraron en la plaza de la Concordia, giraron en torno al obelisco de Luxor que se eleva en el centro de la gran plaza pública.
—Parece una copia del monumento a Washington —comentó Julia.
—Si acaso, querida —dijo Valfierno con suavidad—, sería al revés.
—De todos modos —dijo ella, encogiéndose de hombros— el nuestro es mucho más grande.
Pasando entre los Caballos de Marly, giraron para entrar en los Campos Elíseos, que los conducían directamente al Arco del Triunfo.
—Es anchísima —dijo Julia, admirando las filas de olmos intercalados con kioscos y columnas con páginas de periódicos y anuncios pegados.
—Napoleón quería que sus calles fuesen suficientemente anchas para que sus ejércitos pudiesen desfilar por ellas y demasiado anchas para que la gente pudiera levantar barricadas atravesadas —explicó Valfierno.
—Podía hacer lo que quisiera —añadió Émile—. Después de todo, ya había conquistado la mayor parte de Europa.
—Me refiero, por supuesto, a Napoleón III —le corrigió Valfierno con la mayor delicadeza posible—, el sobrino de Napoleón Bonaparte.
Julia le dirigió a Émile una sonrisa burlona.
—Supongo que es fácil confundirse con tantos —dijo ella.
Émile se quedó callado mientras el taxi se unía al círculo de automóviles y carruajes de caballos que rodeaban el Arco del Triunfo. Tras dar dos vueltas, Valfierno indicó al taxista que girara hacia el sur, al puente de Iena.
Pasando el palacio del Trocadero, con sus torres a modo de arquitectónicas orejas de burro, entraron en el puente. Ante ellos, la gran estructura de hierro que lleva el nombre de su arquitecto y constructor, Gustave Eiffel, surgía imponente, haciendo pequeños todos los demás edificios hasta donde alcanzaba la vista.
—Nunca había visto algo tan alto —dijo Julia, mirando detalladamente la intrincada estructura de hierro—. Ni tan hermoso.
—Dicen —comenzó a decir Valfierno— que el escritor Guy de Maupassant la detestaba tanto que solía comer todos los días en su restaurante para no tener que verla.
—Émile —dijo Julia en un tono burlón—, quizá deberías llevarme a comer allí en alguna ocasión.
Émile no respondió.
—En realidad —añadió Valfierno—, hay muchos que todavía consideran que no es más que un engendro, un montón de chatarra.
Émile trataba de actuar como si hubiese visto todo antes, pero no pudo evitar estirar el cuello para observar mejor el intrincado encaje que se elevaba como sarmientos de hierro hacia el cielo.
—El lugar de eterno reposo de Napoleón —dijo Valfierno, señalándolo con la mano mientras pasaban frente a la cúpula dorada de los Inválidos.
—¿El sobrino o el tío? —preguntó Julia con entusiasmo.
—El tío —dijo un divertido Valfierno.
Cuando su gira tocaba a su fin, Valfierno le indicó al taxista que entrara en el bulevar de Saint-Germain.
—
Voilà le Quartier Latin
! —anunció Valfierno con un amplio movimiento de la mano.
Inmediatamente, se vieron sumergidos en un bullicioso hervidero de actividad en el que aparecían expuestos todos los estratos posibles de la sociedad parisiense: señoras vestidas al
style moderne
, el último grito, cargadas de sombrereras; caballeros atrapados en uniformes trajes oscuros manifestando su individualidad con una infinita variedad de mostachos y barbas cuidadosamente esculpidas; mujeres jóvenes con
coiffes bretonnes
[36]
, con los brazos llenos de vestidos, cestas de comida o ramos de flores, yendo a toda prisa a entregar los encargos a sus amas de casa; ancianos sentados debajo de toldos sin adornos en los cafés, resolviendo los problemas del día en una nube de humo de pipa; ancianas con sosos y anchos vestidos grises, pelando patatas y vendiendo verduras a la sombra de anchas sombrillas.
—Casi hemos llegado —dijo Valfierno un momento antes de que el taxista tocara la bocina para protestar contra un autobús que se le coló delante en la congestionada calle.
Valfierno hizo una indicación y el taxista giró a la izquierda, a la
rue
de l’Éperon, continuando inmediatamente su giro a la
rue
du Jardinet. Al final de esta tranquila y estrecha calle, estacionaron en la
cour
de Rohan. Cuando el taxi se detuvo sobre los desiguales adoquines, Valfierno susurró algo al oído del taxista y el hombre dio un salto para retirar una maleta del techo del vehículo. Una mujer gruesa de mediana edad, con el pelo recogido en un moño, salió de un pequeño patio con cancela a saludarlos.
—¿Pero quién es esta? —preguntó Valfierno con aire teatral cuando bajó del taxi—. Esperaba que saliera a saludarnos
madame
Charneau, y no una bella joven doncella.
—Hará falta algo más que halagos para que le perdone por haber estado tanto tiempo fuera —dijo
madame
Charneau, sonriendo mientras recogía un manojo de pelo y lo sujetaba—. Pero después, no mucho más.
—¿Recuerda a Émile? —dijo Valfierno cuando el joven bajó del taxi.
Madame
Charneau juntó las manos en una palmada como una madre orgullosa.
—El chico se ha hecho un hombre. Me alegro mucho de verte de nuevo, Émile.
Émile, un tanto avergonzado, aguantó en silencio su abrazo. Tras él, Julia bajó del taxi y echó un vistazo a las altas y estrechas casas que sobresalían del patio como paredes perfectamente esculpidas de un cañón.
—Y esta es
mademoiselle
Julia Conway.
—¿Y dónde encontró a esta mujer? —preguntó
madame
Charneau con evidente aprobación.
—Sería más exacto decir que nos encontró ella —comentó Valfierno.
—El marqués ha sido muy amable permitiendo que los acompañase —dijo Julia con una pícara mirada a Valfierno.
—
Bienvenue
. Sea bienvenida a mi humilde casa.
—
Madame
Charneau regenta la mejor casa de huéspedes de todo París —dijo Valfierno.
—La más limpia, en todo caso —lo corrigió
madame
Charneau.
—La mejor y la más limpia —continuó Valfierno—. Ella la cuidará muy bien.
—¿No se van a quedar ustedes aquí también? —preguntó Julia, con un punto de preocupación en su voz.
—Émile y yo compartiremos una modesta casa en la margen derecha —replicó Valfierno.
—Bueno, ¿y en qué margen estamos? —preguntó Julia.
Valfierno se encogió de hombros con su mejor estilo francés.
—Por eliminación, la izquierda.
—Como le mencioné en mi último cable —dijo
madame
Charneau, entregándole a Valfierno un sobre con la dirección del que sobresalía un manojo de llaves—, en cuanto recibí su primer telegrama, alquilé esta casa para usted. Creo que se adapta bien a lo que necesita. Está en la
rue
de Picardie, una calle muy tranquila. No está mal para tan poco tiempo y el alquiler es muy moderado. He dispuesto un coche, tal como me pidió. Le espera en un garaje en la
rue
de Bretagne, justo al final de su calle.
—Muchas gracias,
madame
—dijo Valfierno—. Sus servicios, como siempre, no tienen precio.
—No es más que mi manera de darle la bienvenida a su regreso a donde le corresponde.
—Pero, espere un minuto —le dijo Julia a Valfierno—. ¿Por qué no puedo ir con ustedes?
—Imposible —respondió Valfierno—. Nuestra casa será mucho más pequeña que la de Buenos Aires.
Madame
Charneau hará que te sientas extremadamente cómoda.
—Ven conmigo, muchacha —dijo
madame
Charneau, agarrando la maleta de Julia—. Debes de estar cansada del viaje.
Julia dio un paso hacia Émile y le puso las manos en el pecho en un gesto de súplica.
—Pero tú vendrás a por mí —dijo ella, más como pregunta que como afirmación.
Émile se apartó y subió al taxi, pero Valfierno se acercó a Julia y le puso una mano tranquilizadora en el hombro.
—Mañana —dijo, antes de darse la vuelta y sentarse junto a Émile en el asiento trasero—. Empezamos a trabajar mañana.
El taxi dio la vuelta en el pequeño patio y desapareció, dejando una negra nube de humo que se extendió sobre los adoquines. Julia se preguntó si intentaban abandonarla allí. Para tranquilizarse, abrió la mano y miró el reloj de bolsillo de Émile.
Sonrió. Ahora, tendrían que volver.
NEWPORT
M
ás de cinco hectáreas de jardines de flores y de caro césped esmeradamente cuidados adornaban lo que otrora fuera un achaparrado promontorio de tierra que se adentraba suavemente en el Rhode Island Sound. El mantenimiento de los terrenos —salpicados de montones de estatuas que habían sido copiadas del palacio francés de Versalles— era un trabajo que consumía los servicios de cinco jardineros que trabajaban en exclusiva y de otros doce que lo hacían a tiempo parcial.
Windcrest
, la gran casona, con sus torres raquíticas, sus ventanas con parteluz, sus columnas y pilastras de mármol, era un impresionante aunque incómodo emparejamiento de los estilos renacentista francés e isabelino inglés. Para su funcionamiento, requería los servicios de no menos de quince personas que viviesen en la casa.
Joshua Hart no había reparado en gastos para crear el edificio más impresionante de todo Newport. Había encargado el diseño y la construcción de la mansión
Beaux Arts
al gran arquitecto de Boston, Robert Peabody, diez años antes, en 1900; le había costado dos millones de dólares, dos veces más que los demás «chalés» que adornaban la costa.
En el interior de la casa, Carter, el mayordomo de Hart, de mediana edad, y Tamo, un joven criado filipino, bajaban un marco envuelto por unos estrechos escalones que conducían a una amplia bodega. Hart había pagado una pequeña fortuna a un experto artesano para montar
La ninfa sorprendida
en un marco antiguo, apropiadamente tallado y dorado. La mayor parte de la cantidad abonada al hombre garantizaba su absoluta discreción al respecto.
—¡Cuidado ahí! —bramó Hart al pie de la escalera.
Ellen Hart estaba a su lado. Normalmente, no la invitaban a los dominios de su esposo, pero él insistía siempre en que lo ayudase cuando añadía una nueva pintura a su galería secreta. Esas eran las únicas ocasiones en las que se le permitía compartir los placeres de su colección.
Cuando los dos hombres llegaron a la bodega, Hart cogió el marco de las manos de Tamo.