Julia se encogió de hombros mientras Émile se alejaba. Ella se volvió a mirar la pintura.
—No entiendo por qué tanto escándalo —dijo ella sin dirigirse a nadie en particular—. Ni siquiera es bonita.
Un poco más tarde, Julia y Émile salieron del museo y caminaron a lo largo del muelle del Louvre.
—Hace un día precioso —dijo Julia, entusiasmada—. Bajemos la escalera y caminemos a la orilla del río.
Una escalera de piedra descendía al lado del puente de las Artes hacia un amplio embarcadero adoquinado casi al nivel del agua.
Émile vaciló.
—Deberíamos irnos —dijo—. No tenemos tiempo que perder.
—¿Quién está perdiendo el tiempo? Podríamos tener que bajar allí para escapar. Deberíamos reconocerlo.
—¿Para qué íbamos a bajar allí si podemos cruzar el puente?
—No lo sé —dijo ella, impaciente—. Vamos, el ejercicio nos vendrá bien. Además, ¿qué voy a hacer toda la tarde en casa de
madame
Charneau?
Émile no dijo nada, por lo que Julia lo cogió del brazo haciendo que bajara la escalera.
En una dirección, el embarcadero estaba casi bloqueado por un grupo de barberos que afeitaban a hombres sentados a la sombra del puente, por lo que se volvieron en dirección a Notre-Dame. Una brisa ligera, fresca, venía del río, rizando suavemente la superficie del agua.
—Un sitio divertido para una barbería —dijo Julia—, ¿no te parece?
Pero Émile no parecía oír una palabra de lo que decía ella. En cambio, se apartó de su brazo y se alejó de la orilla del agua, acercándose a las rocas del elevado muro de contención.
—¿Por qué te vas ahí? —preguntó Julia.
—Hace menos viento —replicó Émile, aparentemente más interesado por el muro que por el río.
—Haz lo que quieras —dijo ella, encogiéndose de hombros—. ¡Oh, mira!
Un largo barco fluvial, medio lleno de turistas que iban en los asientos de la cubierta al aire libre, se detuvo en un pequeño muelle, frente a ellos, en el embarcadero.
—¿Qué clase de barco es ese? —preguntó Julia, impaciente.
—Es un
bateau-mouche
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—dijo Émile, tras una breve mirada.
—Vamos a dar un paseo. Será divertido.
—Ni hablar.
—¡Oh, por favor! —rogó Julia, con un gemido exageradamente infantil.
—Vete tú si quieres —dijo él, irritado—. Yo ya he tenido bastante de eso.
Él se alejó rápidamente por el embarcadero antes de subir otro grupo de escalones hasta llegar al nivel de la calle.
—¿Te da miedo marearte? —gritó ella. Después abandonó la idea y lo siguió, musitando para sí—: ¡Aguafiestas!
V
ALFIERNO estaba sentado a una mesa de la terraza del Café de Cluny, en una esquina del cruce de los bulevares de Saint-Michel y Saint-Germain. Su silla miraba a la calle, como todas las demás de la pequeña terraza. Después de todo, uno no pasaba el tiempo en un café para escapar del mundo, sino para observarlo. Hacía diez minutos que había llegado y se había estado entreteniendo mirando el ir y venir del flujo colorista de personas que pasaban por el bulevar como si se tratara de un afluente humano del Sena. Un par de mujeres jóvenes, que se atrevían a ir descubiertas para mostrar sus melenas al aire, se pavoneaban cogidas del brazo por el estrecho pavimento que estaba frente a él. Al pasar, volvieron la cabeza para dirigirle una mirada evaluadora. Su saludo no suscitó las sonrisas de las mujeres, que rápidamente tornaron a sus risitas tontas mientras desaparecían a la vuelta de la esquina. De repente, se dio cuenta de lo mucho que había echado de menos París.
—¡Eduardo!
Valfierno se volvió en la dirección de la jovial voz. El hombre achaparrado que tenía ante sí tendía sus brazos en un gesto amplio que decía: «Bueno, aquí estoy. ¿No es maravilloso?».
—¡Guillaume! —exclamó Valfierno, poniéndose en pie y extendiendo la mano.
—Ni hablar —dijo el hombre, acercándose, cerrando los brazos en torno a Valfierno en un fuerte abrazo—.
Mon Dieu
! Veo que todavía utilizas la misma colonia. Nunca olvido una cara ni un olor.
Aparte de haber ganado unos cuantos kilos, Guillaume Apollinaire no había cambiado mucho desde que Valfierno lo viera por última vez. Aún abrazaba la vida con tal fervor que irradiaba energía y vigor. Valfierno siempre podría recargarse estando cerca del hombre; por otra parte, era mejor hacerlo en pequeñas dosis.
—Me alegro de verte —dijo Valfierno después de librarse del abrazo de oso y hacerle un gesto, ofreciéndole asiento.
Guillaume Apollinaire se quitó un sombrero de ala corta y enjugó unas pequeñas perlas de sudor de la frente.
—Nunca llegaste a despedirte… —dijo Apollinaire, moviendo el dedo con un gesto de amonestación.
—Acepta mis disculpas, por favor —dijo Valfierno con una ligera inclinación de cabeza un tanto hipócrita—. Todo ocurrió muy rápido entonces.
—Siempre sospeché que tenía algo que ver con la mujer de aquel marchante, Laroche. ¿Cómo se llamaba?
—Chloé.
—¡Ah, sí!, la bella Chloé, bella como una rosa con espinas que encajar.
—En realidad —explicó Valfierno—, no me marché de París hasta algo después de aquel incidente.
—Incidente, en efecto —dijo Apollinaire—. Aquellos despreciables
apaches
callejeros —añadió, inclinándose hacia delante y entornando los ojos—. ¿Sabes?, siempre sospeché que, cuando aquella pequeña descarada no consiguió llevarte a la cama, le diría a su marido que habías tratado de seducirla. Ella sabía cuál sería su reacción.
—Nunca pensé que fuese capaz de hacer tal cosa —dijo Valfierno.
—Nunca sabes de lo que es capaz una mujer hasta que la contrarías, ¡recuerda lo que te digo!
—¿Y tú? —comenzó Valfierno, tratando de cambiar de tema—. Entiendo que no has estado mano sobre mano, que habrás publicado algún libro.
—Un poema épico, nada menos —dijo Apollinaire, comunicativo—.
L’enchanteur pourrissant
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, un discurso poético sobre los azares del amor —añadió, inclinándose hacia delante de un modo un tanto teatral—. Merlín el Encantador queda cautivado por no otra que Viviana, la mismísima Señora del Lago. Él le revela todos sus secretos lo que, naturalmente, lo lleva a la perdición. Incluso ha previsto todo eso, pero es inútil resistir a sus encantos. ¿Ves? A fin de cuentas, todos los hombres se encaminan de buen grado a su perdición simplemente por la vaga promesa del placer de una mujer.
—Parece… fascinante —dijo Valfierno, distraído—, aunque, sin duda, no todos los hombres carecen hasta ese punto de fuerza de voluntad.
Apollinaire se encogió de hombros.
—Quizá no, pero la vida solo merece la pena vivirse cuando caes en la tentación, al menos de vez en cuando.
Un camarero que llevaba un largo delantal negro hizo su aparición.
—¡Ah! —dijo Apollinaire con entusiasmo—, ¡ahí está nuestro hombre!
Valfierno pidió otro
petit noir
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; Apollinaire,
brandy
. El hombre más corpulento dominaba la conversación, recordando a Valfierno todas las maravillas y placeres de París que había abandonado. Valfierno solo mencionó que le había ido muy bien con su negocio de importación y exportación en Buenos Aires, pero había decidido que ya era hora de regresar a París.
—Importación y exportación —comentó Apollinaire, sopesando las palabras—. No creo que incluyera ciertas obras de arte de dudosa procedencia.
—Digamos que los deseos del cliente deben satisfacerse siempre.
—Por cierto —dijo Apollinaire—, ¿cómo está mi antiguo amigo,
monsieur
Chaudron?
Valfierno suspiró.
—Siento decirte que ya no está con nosotros. Su salud nunca fue buena, aunque quiero pensar que el agradable clima de Sudamérica le alargó la vida.
—¡Qué lástima! Un hombre con unos talentos tan prodigiosos. Me temo que se malgastaron en aquellas pequeñas copias en las que ponía su corazón y su alma.
—Un hombre tiene que ganarse la vida —dijo Valfierno.
—En eso te equivocas —respondió Apollinaire, fulminando a Valfierno con la mirada—. Un hombre tiene que crear vida. Hay una gran diferencia.
Se produjo una larga pausa cuando el camarero llevó las bebidas frescas.
—Guillaume —comenzó a decir, por fin, Valfierno—, hay una razón por la que te pedí que te reunieras hoy conmigo.
—Naturalmente —dijo Apollinaire—. Por mi entretenida y estimulante compañía.
Valfierno sonrió.
—Desde luego, pero también por otra cosa. Es la razón primordial por la que he vuelto. Sé que siempre te preocupaste por los nuevos artistas que trataban de establecerse en París. Supongo que sigues haciéndolo.
—Pues claro. Es lo más fascinante de esta ciudad. No creerías lo que está ocurriendo. En cuanto se permitió que los impresionistas se equipararan con los clásicos, llegó el siguiente grupo de renegados. Ni siquiera tienen nombre aún, aunque he propuesto uno que espero que se acepte. Al principio, pensé en la posibilidad del nombre
anarquistas del arte
, pero lo descarté. Ahora estoy dándole vueltas a otro:
surrealistas
. ¿Qué te parece? ¿Demasiado oscuro?
—Pero, sin duda, esa es la cuestión, ¿no? —añadió Valfierno—. Y estos…
—Surrealistas.
—¿Ganan dinero?
—Claro que no. Eso echaría todo a perder.
—Entonces, me pregunto si conoces quizá a alguno que esté bien formado, bien versado en el estilo clásico de pintura, a quien pudiera interesarle ganar algún dinero y cuyos escrúpulos sean… digamos flexibles.
—Un falsificador, quieres decir —aclaró Apollinaire.
Valfierno lo admitió con un amplio movimiento de la mano.
—Pues —dijo Apollinaire— quizá tenga justo el hombre adecuado para ti. Ha tenido algunos éxitos en su círculo, pero poca cosa fuera de ellos. Está hartándose cada vez más del trabajo que ha venido haciendo y de la gente que conoce, e incluso hasta el punto de marcharse de Montmartre, si puedes creerlo. Buscando inspiración o algo así. Quiero decir que puedo entender la necesidad de ideas nuevas, pero largarse de Montmartre…
Dejó el pensamiento en suspenso, como si fuera la idea más absurda del mundo.
—¿Cómo se llama?
Apollinaire vaciló un momento antes de responder.
—Se llama… Diego. De hecho, tiene un pequeño estudio no muy lejos de aquí.
—¿Dónde exactamente?
—¡Oh!, a la vuelta de la esquina, en la
rue
Serpente, pero no lo encontrarás allí. Ha estado haciendo algunos pinitos en copias del museo de alta calidad para venderlas a los turistas. ¿Hasta qué punto es eso bueno para la inspiración? Resulta que lo he visto hace menos de una hora, en la otra orilla del río, en el muelle de la Mégisserie. Lo conocerás en cuanto lo veas. Tiene los precios más altos y la peor técnica de ventas.
—Gracias —dijo Valfierno, dejando unos francos sobre la mesa.
—Pero te lo advierto —dijo Apollinaire con una sonrisa maliciosa—, a veces, puede ser un poco difícil.
Eduardo de Valfierno paseaba tranquilamente por la fila de tenderetes de color verde oscuro que se extendía por los parapetos de los muros del río a lo largo del muelle de la Mégisserie. Disfrutando del sol de primera hora de la tarde, rechazaba educadamente las numerosas invitaciones a comprar colecciones de sellos supuestamente raros o a inspeccionar antigüedades garantizadas como auténticas. Dejó atrás puestos llenos de libros viejos y de postales a todo color con los andares tranquilos y confiados de un hombre sin preocupaciones. A veces, se detenía para coger un falso antiguo jarrón chino o para examinar la trama de una alfombra persa, pero siempre declinaba el ofrecimiento cuando le presentaban unos precios iniciales astronómicamente elevados antes de caer a una velocidad asombrosa.
Le interesaban de modo especial los tenderetes que exhibían copias de grandes obras maestras. Algunas no eran malas, aunque la mayoría eran desesperadamente chapuceras. Aun así, Valfierno no insultaba nunca a los artistas, limitándose a excusarse respetuosamente, comentando que no era eso lo que buscaba. Ninguno de aquellos artistas podía ser el hombre que había descrito Apollinaire.
Finalmente, se detuvo en un puesto que exhibía de forma destacada copias de diversos tamaños de
La Joconde
, pintadas sobre tablas de madera. Eran, con gran diferencia, las obras de mayor calidad que Valfierno había visto hasta entonces. El artista, un joven de complexión fuerte, con una mata de pelo negro que amenazaba constantemente con caer sobre los ojos, estaba sentado ante su caballete trabajando en otra copia. Sostenía en la boca una pipa de brezo apagada, sin prestar atención a su posible cliente. O eso parecía.
—No se cobra por mirar —murmuró el artista sin apartar la vista de su trabajo.
—Estos no son malos —dijo Valfierno—, de ninguna manera.
El artista bajó el pincel y volvió a encender la pipa.
—Quizá quiera comprar uno —dijo en un tono que sugería que ya estaba aburrido con su conversación.
Valfierno se preguntó por el acento del hombre. ¿Italiano? ¿Español, quizá? Y el artista aún no había establecido contacto visual alguno con él.
Valfierno miró una etiqueta de precio.
—Los precios parecen un poco excesivos.
El artista reanudó su pintura.
—Tiene que ver al toscano del puesto siguiente, bajando por ahí —dijo—. Los produce como salchichas en una hora.
—No —dijo Valfierno—. Me llevaré este.
El artista levantó la vista hacia Valfierno por primera vez, con una mirada evaluadora, casi como si sospechase de un cliente que estuviera dispuesto a pagar su precio. Después, volvió a su trabajo como si una venta careciese de importancia para él.
—¿Puede enviármelo?
El hombre se volvió hacia Valfierno.
—¿Le parezco un cartero? —respondió. Su tono era neutro, pero tenía un punto de desafío.
Valfierno sonrió mientras sacaba un fajo de francos del bolsillo. Este tenía que ser el artista de Apollinaire.
—Me pregunto, amigo mío —dijo, contando los billetes—, si le interesaría hacer un pequeño trabajo para mí.
—¿Y por qué iba a querer hacerlo? —preguntó el hombre, reanudando su pintura.
—¿Qué diría si le dijera que podría ganar mil veces más por una copia?
—Diría que usted está loco de atar… o que es un brillante juez del talento.