Peruggia se puso en pie de un salto.
—Acordamos que nadie más intervendría.
—Solo nos llevará un minuto —dijo Bozzetti mientras se acercaba del escritorio a la puerta.
Peruggia se sintió atrapado y de repente la estancia se puso al rojo vivo.
Bozzetti abrió la puerta. Dos hombres, que llevaban sendos trajes oscuros que parecían demasiado pequeños, entraron sin decir palabra. Sus expresiones duras no revelaban nada.
—
Signore
Peruggia, permítame presentarle al
signore
Pavela y al
signore
Lucci de los Carabinieri.
¡Las fuerzas de seguridad italianas! El estómago de Peruggia dio una sacudida.
Pavela se acercó y agarró firmemente el brazo de Peruggia.
—
Signore
Peruggia —dijo con voz plana, de oficio—, queda detenido por el robo de
La Gioconda
.
PARÍS
S
epultado en su dimunuto nuevo despacho del sótano de la prefectura de policía en la Île de la Cité, el inspector Alphonse Carnot frunció el ceño ante el expediente que tenía delante en su mesa. Detallaba el caso de un tal Claude Maria Ziegert, un ciudadano alemán que había vivido en París durante varios años.
Herr
Ziegert había atraído la atención de la policía al asesinar a su casera,
madame
Villon, de cuarenta y siete años en el momento de su fallecimiento. Ziegert tenía treinta o treinta y un años —el dato no estaba claro— y probablemente los dos tuvieran una aventura amorosa. Carnot consideró que quizá gozara de un descuento de su renta por acostarse con la mujer; o quizá estuvieran enamorados y hubiesen tenido una pelea de amantes. A juzgar por la fotografía del generoso cuerpo de
madame
Villon —con la garganta seccionada por un corte no demasiado limpio—, probablemente fuese lo primero.
El caso estaba abierto desde hacía más de tres meses y nadie tenía la más ligera idea del paradero de
Herr
Ziegert. Todo el asunto estaba tan frío como el pescado que venden en los mercados de Les Halles y, en lo que concernía a Carnot, apestaba igual que aquel.
Por eso se lo había encomendado el comisario, evidentemente. Carnot no solo había cometido el fatal error de hacer perder el tiempo al comisario, sino también el de decepcionarlo, y ahora estaba pagando por ello.
Disgustado, cerró el expediente y lo dejó en un montón creciente de abultadas carpetas. Unos segundos después, se abrió la puerta y entró el agente que le habían asignado a Carnot cuando gozaba del favor del comisario. Aunque el joven estaba presente en el fiasco de las huellas dactilares, Carnot no podía recordar su nombre.
—Inspector —comenzó a decir alegremente el joven—, los Carabinieri italianos han detenido en Florencia a un hombre por tratar de vender
La Joconde
.
Los ojos de Carnot se centraron en el expediente siguiente.
—¿Y qué importa eso —preguntó, displicente—, la décima o undécima vez que alguien trata de colar alguna copia de aficionado?
—No, inspector —insistió el joven—. Este es un antiguo empleado del Louvre.
Carnot levantó la vista.
—Entre. Dígame.
El agente entró, encantado por que sus noticias hubiesen dado en el clavo.
—Yo estaba allí cuando llegó el telegrama. Lo pusieron en un montón con todos los demás papeles, pero recuerdo el nombre. El año pasado, hubo una pelea en uno de los cafés del barrio de Saint-Martin. El hombre que empezó la pelea era un italiano apellidado Peruggia, y recuerdo que estaba empleado como trabajador de mantenimiento en el Louvre.
—Muy perspicaz —dijo Carnot—. Buen trabajo… ¿Cómo se llama usted… una vez más?
—Brousard, inspector —dijo el joven, un poco desalentado.
—Claro, Brousard —dijo rápidamente Carnot.
—Estaba pensando —continuó Brousard— que quizá debiera enviar a alguien a interrogar al hombre, quiero decir antes de que la información llegue al comisario.
—Quizá tenga razón —dijo Carnot y, levantándose, añadió—: De hecho, creo que iré yo mismo.
—Pero, inspector, creía que el comisario lo había confinado al trabajo de despacho.
—¿Sí? —dijo Carnot mientras cogía su sombrero y su abrigo de un perchero—. Brousard, ha hecho un buen trabajo. Si este telegrama lleva a algún sitio, será muy bueno para mí. Y, naturalmente, me aseguraré de que también sea muy bueno para usted.
—Muchas gracias, inspector —dijo Brousard, cuadrándose.
—¡Oh! —añadió Carnot antes de salir—, si el comisario pregunta por mi paradero, dígale que he salido a tomar un cruasán.
E
L atraque del Prinz
Joachim
en El Havre se había retrasado por la niebla, por lo que, cuando el tren salió hacia París, ya era pleno día. Valfierno y Ellen Hart pasaron la mayor parte del viaje en silencio. Él se sumió en un montón de periódicos; ella miraba por la ventanilla observando el campo que, sin solución de continuidad, pasaba ante ella, salpicado por pequeñas granjas y poblaciones, cada una marcada por su propio característico campanario. El contraste de los árboles que pasaban ante la ventanilla a toda velocidad con el paso más tranquilo de las colinas y campos distantes tenía un efecto casi hipnótico, permitiéndole dejar su mente en blanco durante un buen rato.
Reflexionó sobre la última noche en el barco. Pudo racionalizar con facilidad el beso como un gesto de gratitud, una forma de agradecerle su ayuda. Pero, si era sincera consigo misma, sabía que había habido algo más, aunque no estaba muy segura de lo que era. ¿Había querido que él la tomara en sus brazos y le declarara un amor inmortal? ¿Había sido una prueba de algún tipo? En ese caso, ¿había fracasado? Él no había hecho nada en respuesta, o muy poco, en todo caso. Ahora, era difícil recordarlo. Él no se había marchado, pero tampoco había dado ningún indicio de que el beso hubiese sido especialmente bien recibido.
Trató de apartar el pensamiento. Era inútil especular. Ella le había agradecido su ayuda y eso era todo. Otro pensamiento hizo que apareciera una íntima sonrisa irónica en su rostro. Quizá solo hubiese conseguido hacer un completo ridículo.
—Pronto llegaremos a las afueras de la ciudad —dijo Valfierno en tono puramente objetivo.
Ella lo miró brevemente; después, volvió su rostro hacia la ventanilla.
Al descender del tren en la estación de Orsay, Ellen sintió una ráfaga de emoción cuando la frenética energía de la ciudad comenzó a penetrar en ella. Ya antes había estado dos veces en París: una, cuando tenía doce años, con su madre, antes de que hubiera entrado en coma. En aquella ocasión, habían visitado la
Exposition Universelle
de 1889, pero aun viendo la recién construida Torre Eiffel y los pabellones gigantes en los que se exhibían las maravillas sin fin de la era industrial, no le hizo sentir tan llena de júbilo como ahora. La sensación de aventura y la posibilidad hacían que su corazón latiera rápidamente ante la expectativa, una impresión que no había experimentado de niña. Era pura felicidad, aun teñida, como estaba, por el espectro de un futuro incierto.
Al salir de la estación, Valfierno encontró rápidamente un taxi a motor. Cargó en el vehículo el reducido equipaje que llevaba y le dio al taxista la dirección de la casa de
madame
Charneau para que fuera directamente allí. Valfierno viajaba con dos maletas, una de tela y la otra de cuero. Siempre prestaba especial atención a la de piel y Ellen imaginó que contenía los frutos de sus trabajos más recientes.
Para el gusto de Ellen, el viaje por Saint-Germain-des-Prés resultó demasiado corto. Miraba fascinada el continuo desfile de trolebuses, coches de caballos, automóviles que competían con los acicalados caballos que transportaban a elegantes caballeros de barba gris en sus calesas de cuatro ruedas, hombres anuncio que promocionaban las maravillas del
grand magasin
[57]
más moderno y comerciantes que cargaban con cestas de mimbre de bordes altos. Naturalmente, los estilos habían cambiado desde su última visita. Era un nuevo siglo. Las mujeres ya no acentuaban el busto, la cintura de avispa y unas caderas que dieran al cuerpo una exagerada figura de guitarra; ahora, las líneas eran más largas y más delgadas, con abrigos ribeteados de piel que encerraban el cuerpo en elegantes líneas rectas. Los sombreros eran más pequeños y ya no iban rematados como auténticos jardines móviles de flores. Una cosa no había cambiado: las mujeres conducidas por perritos al final de tensas correas, guardando el equilibrio con sombrillas de seda con borlas, y con sus mascotas ataviadas con unos diminutos conjuntos a juego con los atuendos de sus amas.
«¡Ojalá el viaje perdurara por siempre!», pensaba cuando el taxi entró en la
cour
de Rohan.
Madame
Charneau dijo con una sonrisa de bienvenida:
—Naturalmente, cualquier amiga del marqués es bienvenida aquí como huésped durante el tiempo que desee.
Ellen se sentó frente a
madame
Charneau en la sala de estar de su casa de huéspedes. Valfierno se quedó de pie detrás de Ellen, mientras Émile y Julia observaban desde lados opuestos de la estancia.
—Es usted muy amable,
madame
—dijo Ellen—. Por supuesto, le pagaré.
—Solo lleva aquí unos minutos —bromeó
madame
Charneau de cara a los demás— y ya me está insultando.
—Su amabilidad me confunde —dijo Ellen, con un ligero rubor en el rostro.
—Bueno —comenzó
madame
Charneau—, ha hecho un largo viaje. Debe de estar cansada. Le mostraré su habitación.
Ellen se levantó y miró a Émile y luego a Julia, sonriendo con gratitud.
Volviéndose a Valfierno, dijo:
—Quizá, Edward, lo vea más tarde.
La única respuesta de Valfierno fue una ligera inclinación de cabeza en señal de reconocimiento.
—Por aquí,
chérie
—dijo
madame
Charneau, conduciéndola desde la sala.
En cuanto
madame
Charneau y Ellen desaparecieron escaleras arriba, Julia comenzó a asaetear a Valfierno con preguntas ansiosas:
—¿Qué demonios está pasando? ¿Cómo diablos ha acabado ella aquí? ¿Qué ha ocurrido? ¡Cuéntemelo todo!
—Ahora no, Julia, por favor —dijo Valfierno.
—Pero…
—¿Está todo ahí? —interrumpió Émile, centrando su atención en la maleta de cuero que estaba a los pies de Valfierno.
Para Valfierno fue un alivio el cambio de tema.
—Menos algunos gastos necesarios y un incentivo razonable para que los funcionarios de aduanas miraran para otra parte, y ahí se quedará por ahora. No podemos permitirnos llamar la atención tratando de cambiar tal cantidad de dinero; desde luego, no antes de que la pintura haya vuelto sana y salva al museo.
—Entonces, devolvámosla ahora —dijo Émile—. La dejamos a la puerta o algo así.
—Todo en su momento —dijo Valfierno—. Se hará pronto, pero hay que hacerlo bien. Tenemos que asegurarnos de que no haya absolutamente ninguna conexión, ninguna pista que pueda llevar hasta nosotros. —Tras una pausa, preguntó—: ¿Dónde está Peruggia? —La pregunta era informal, casi una ocurrencia casual.
Valfierno captó la mirada furtiva que se dirigieron ambos.
—¿Y bien?
—Se fue —dijo Émile, un poco tímidamente.
—Volvió a Italia —añadió Julia.
La mirada de Valfierno pasó de uno a otra antes de asentir con la cabeza, resignado.
—Era inevitable. Estaba decidido. Esperaba que hubiese aguantado al menos hasta pagarle.
—No hubo forma de detenerlo —dijo Émile.
—Y no porque no lo intentásemos —intervino Julia a modo de coro.
Había algo en el tono de sus voces que indicaba una confianza compartida.
—Y no tuvisteis dificultades para cambiar las pinturas. —Era tanto una afirmación como una pregunta.
—Claro que no —dijo Julia.
—¿Y el original está en un lugar seguro?
—Absolutamente seguro —comenzó a decir Émile—. Está en…
—No —lo detuvo Valfierno—. No tengo que saber dónde está. Confío en ti, Émile. Y, si no sé dónde está, no sentiré la tentación de verla y, si no la veo, no estaré tentado de guardármela. Nadie es inmune al atractivo de una gran belleza.
Julia se dio cuenta de que, después de decir esto, Valfierno dirigió la mirada a la escalera del vestíbulo.
—Bueno, no importa —continuó, volviéndose hacia ellos—. Esperaremos unas semanas, quizá, a ver si Peruggia dice algo. Mientras tanto, pensaremos en la mejor manera de devolverla. —Relajó el tono—. Me impresionaron mucho las noticias que leí sobre vuestra actuación. Fue una auténtica hazaña.
—En realidad, no estuvo mal —dijo Émile, con una mirada a Julia.
—Fue asombroso —dijo Julia, excitada como una niña—, y tuve que apuntarme en el último minuto para entrar en el museo. Ese idiota de Brique…
—Sí —interrumpió Valfierno—, ¿dónde está?
—Desapareció antes del robo y no volvimos a saber de él —dijo Émile—. Por suerte para nosotros, nunca supo nada de lo que planeábamos.
—Tuve que entrar y ocupar su lugar —insistió Julia—. No te creerías lo que tuve que…
Valfierno la detuvo con un suave movimiento de la mano.
—Pronto podréis contármelo todo, pero ahora estoy muy cansado del viaje. Dormí poco la noche pasada.
—Claro —dijo Julia, incapaz de ocultar la decepción en su voz.
—Émile —dijo Valfierno—, ¿serías tan amable de llevar mi maleta al coche?
Émile se agachó y agarró el asa de la maleta de cuero.
—No, la otra maleta, por favor. Yo llevaré esta.
Con una sonrisa incómoda, Émile volvió a dejar en el suelo la maleta de cuero y salió al vestíbulo a recoger la bolsa de viaje de Valfierno.
Valfierno agarró la maleta y él y Julia siguieron a Émile al vestíbulo.
—¿Y vosotros dos os estáis llevando bien? —preguntó Valfierno a Julia después de que Émile saliera al patio con la maleta.
—¿Nosotros dos? —dijo Julia alegremente—. Como dos gotas de agua. En realidad, entre usted y yo, creo que está locamente enamorado de mí.
Valfierno se detuvo en la puerta principal.
—Bueno —dijo con una sonrisa—, me alegro de que al menos os llevéis bien.
—Hablando de… —Julia hizo un gesto con la mano señalando escaleras arriba.
—¿La señora
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Hart? —respondió Valfierno, casi despreciativamente—. Te aseguro que no fue idea mía traerla aquí. No me dejó otra salida.