—Coja las dos —dijo Émile—. ¡Tenemos que irnos! ¡Vamos!
—Pero, si hay dos, puede haber más —dijo Hart, mirando alrededor de la estancia.
Émile sintió un impulso casi insuperable de agarrar a este hombre por el cuello y estrangularlo allí y en aquel momento. En cambio, lo miró con desprecio y dijo:
—Entonces, ahóguese por todos los que me preocupan.
Con eso, Émile salió corriendo de la estancia y subió la escalera de dos en dos peldaños.
Hart sudaba profusamente, con los ojos pasando de una pintura a otra. No cabía el error. La de la derecha. La profundidad. Los colores apagados. La sensación eléctrica del genio que transmitía. ¡Esa era! Era positivo.
Después miró de nuevo la de la izquierda y rápidamente volvió a la otra. Su confianza desapareció. No podía distinguirlas.
El pánico y la duda llenaron su pecho. ¿Y qué pasaría si no fuese ninguna de las dos? ¿Si estuviese en otro lugar de la estancia?
Hart oyó una explosión amortiguada, como la detonación del disparo de un cañón distante. Fue seguido de una vibración del suelo con un ruido sordo. Era el momento de marcharse. Colocó una tabla encima de la otra, las cogió y salió de la habitación a toda prisa.
En cuanto Émile salió del estudio, oyó una explosión distante que venía en la dirección del río. La lluvia había disminuido hasta quedarse en una llovizna constante y, durante un momento se produjo un ominoso silencio, seguido de un amenazante y sordo rumor, como si de una estampida de cientos de caballos con los cascos amortiguados se tratara. A sus pies llegaban trozos de desechos. Un pequeño ejército de ratas trataba frenéticamente de abrirse camino por el agua mientras la corriente se las llevaba. Miró escaleras abajo. No había señales de Hart. Ya había visto y oído bastante. Tenía que volver a la estación del metro lo antes posible, pero no podía regresar por donde había venido. Alejándose de donde procedía el sonido, corrió todo lo que pudo por el agua mugrienta que le llegaba a los tobillos.
Cuando Hart puso el pie en los escalones, el ruido apagado se había hecho mucho más fuerte. Aferrando las dos tablas de la
Mona Lisa
y pegándolas a su cuerpo, trató de subir, con el corazón latiendo de tal manera que parecía que fuese a escapársele del pecho.
Llegó a la calle, se detuvo y se inclinó, buscando desesperadamente el aire. El ruido de su pesada respiración comenzó a dar paso a un nuevo sonido: el rugido del agua torrencial. Se irguió y giró hacia la
rue
Danton cuando un muro de agua, de más de un metro de alto, surgió a la vuelta de la esquina. Con un
crescendo
, el agua chocaba contra los edificios del lado opuesto y retrocedía hacia la
rue
Serpente, hacia él. A pesar del efecto canalizador de la estrecha calle, parecía al principio que la ola que llegaba había perdido parte de su fuerza y, por un momento, pensó que podría aguantarla. Pero la creciente presión en torno a sus piernas le hizo cambiar de idea y se volvió para huir. Solo pudo dar un paso vacilante antes de que el muro de agua lo golpeara con la fuerza de una ola de marea, tirándolo y arrancándole una de las tablas de las manos.
E
N el preciso momento en que el muro de agua entraba en la
rue
Serpente, Émile llegaba a la
rue
Hautefeuille, una estrecha calle lateral de unos cincuenta metros hacia el este. Miró hacia el río y vio otra ola, comprimida en el reducido espacio, que avanzaba hacia él y amenazaba con cortarle la retirada. Corriendo, alcanzó el lado opuesto segundos antes de que el diluvio pasara tras él. La oleada repentina creó un embolsamiento móvil que atravesaba la
rue
Serpente, desviando el muro principal de agua. Momentáneamente a resguardo de la corriente, Émile continuó tratando de recorrer la
rue
Serpente, levantando los pies para sacarlos fuera del agua a cada paso.
Detrás de él, Joshua Hart todavía se las arreglaba para aferrar desesperadamente una tabla mientras el embolsamiento móvil de agua lo arrastraba, sin que pudiese hacer nada para impedirlo, alejándolo del río por la
rue
Hautefeuille.
Émile llegó a la intersección con Saint-Michel, un ancho bulevar que llevaba directamente al río, donde coincidía con la
rue
Danton en la plaza de Saint Michel. A ambos lados, surgían del agua unas filas de castaños que daban a la escena un aura casi pantanosa. A diferencia de las estrechas calles que había dejado atrás, el amplio bulevar permitía que la corriente de agua se expandiese, reduciendo de alguna manera su ferocidad. Aquí, el agua, aunque todavía se movía velozmente, le llegaba escasamente a las rodillas, facilitándole el movimiento.
La estación de metro de Saint-Michel estaba a su izquierda, directamente hacia las furiosas aguas grisáceas que surgían por la ahora indistinguible orilla del río. Para llegar a la estación, tendría que luchar contracorriente. El instinto de supervivencia le gritaba que se alejara todo lo posible del río. Si la estación ya se hubiese inundado, sería demasiado tarde para salvarlos y no tendría sentido exponer su propia vida. Tomó una decisión.
Observando el patrón creado por los desechos en la corriente arremolinada, Émile juzgó que la corriente era más fuerte en medio del bulevar y más débil a los lados. Pegado a las fachadas de los edificios, comenzó a andar hacia el río. El camino era difícil. El agua estaba fría y había perdido gran parte de la sensibilidad de los pies; le llegaba a las rodillas y los muslos le dolían por el esfuerzo hecho para avanzar.
A unos dos tercios del camino hacia la estación del metro, Émile perdió pie y se cayó en el agua hacia delante. Inmediatamente, la corriente lo agarró y, jadeando en busca de aire, todo él se sacudió tratando de encontrar algo a lo que agarrarse. Aunque el agua tenía noventa centímetros escasos de profundidad, un pánico frío de indefensión prendió en su pecho. Trató de volver hacia atrás, pero la corriente era demasiado fuerte. Cuando tragó un buche de agua sucia, su mano izquierda barrió violentamente una hilera de barras metálicas. A pesar del dolor lacerante, consiguió agarrarse a una de las barras para detener su impulso. Con todas sus fuerzas, se acercó más a la verja, consiguió asirse con la otra mano y se levantó.
Aferrándose a las barras, trató de recuperar el aliento mientras calculaba la distancia restante hasta la estación del metro. El agua que llegaba y la fuerza creciente de la corriente que le arrastraba las piernas hicieron que le pareciera imposible alejarse de allí.
Tratando todavía de conseguir aire, una pesada capa de agotamiento absoluto se abatió sobre él. Sentía las piernas como bloques de piedra, y estaba indeciso entre el impulso de seguir adelante y rendirse a las aguas torrenciales. Pensó en Valfierno. ¿Qué diría? «Has hecho todo lo que has podido», quizá, o: «sería una estupidez que arriesgases más tu vida». Sabía lo que Julia estaría pensando: Ella no esperaba que la rescatara. Después de todo, ni siquiera había podido duplicar correctamente una llave. Pensar en esto lo enfadó. Ella creía que lo sabía todo, pero, en realidad, no sabía nada de él. No tenía ni idea de lo que él era capaz. Sintió cómo la rabia ascendía lentamente en su pecho, superando la torpe fatiga.
Levantó el pie y dio un paso adelante.
E
L inspector Carnot miraba, nervioso, el flujo creciente de agua que entraba por la escalera desde la calle.
—Esto está empeorando —dijo, con la voz tensa por la aprensión.
—No tiene buena pinta —remachó Peruggia.
Las miradas de Valfierno y Taggart no se despegaban una de otra mientras el agua se arremolinaba alrededor de sus pies buscando el nivel inferior de las vías inundadas.
—Está bien —dijo Valfierno, tratando de parecer razonable—. Tenemos que salir todos de aquí ahora mismo.
Taggart levantó ligeramente el cañón de su arma.
—Nos quedaremos.
—Entonces, tenemos, al menos, que sacarlas de aquí. —Valfierno indicó el coche del metro.
Taggart movió lentamente la cabeza.
—No haremos nada hasta que vuelva
mister
Hart.
—¿Y si no vuelve? —preguntó Carnot, con un agudo tono de pánico en su voz.
Los ojos de Taggart no se apartaban de Valfierno.
—Nos quedaremos aquí.
El sonido de un disparo amortiguado se filtró desde la calle.
—¿Qué es eso? —preguntó Peruggia.
—Fuego de fusilería —dijo Carnot—. Es una señal de advertencia de algún tipo.
—
Mister
Taggart —dijo Valfierno, con un tono de urgencia en su voz—, es evidente que este no es un lugar en el que se deba estar si la inundación empeora.
—Esto ha ido demasiado lejos —dijo Carnot, avanzando hacia Taggart—. En mi condición de oficial de la prefectura de policía, insisto en que…
En un rápido movimiento, Taggart dirigió su arma hacia Carnot y disparó. En aquel espacio cerrado, la explosión fue atronadora. Cuando el inspector cayó hacia atrás sobre el empapado andén, estaba muerto. A pesar del efecto amortiguador del agua, la detonación resonó en las paredes de la estación.
—
Madonna
! —murmuró Peruggia, bajando la vista hacia el cuerpo sin vida de Carnot.
—Nos quedaremos aquí —dijo Taggart, apuntando con el arma a Valfierno. Su tono seguía siendo tranquilo y uniforme.
Otro disparo amortiguado de fusil penetró desde fuera. Valfierno tomó una decisión.
—Voy a sacarlas de aquí ahora mismo. —Se volvió hacia el coche.
—Yo no lo haría —advirtió Taggart.
—¿Va a dispararnos a todos? —preguntó Valfierno sin mirar atrás.
Taggart levantó el arma hacia la espalda de Valfierno, con el dedo apretando el gatillo.
Valfierno llegó hasta la puerta del coche y agarró la manivela.
La pistola disparó.
Valfierno se encogió, pero no sintió ningún impacto. Se volvió y vio a Peruggia y a Taggart peleándose en el andén, luchando salvajemente por la posesión del arma.
Valfierno oyó otra explosión distante. Se volvió hacia el coche, abrió la puerta y entró.
Los ojos de Ellen lo miraron ilusionados y él le quitó la mordaza.
—Sabía que vendrías —jadeó entrecortadamente.
—Nunca te decepcionaría —dijo Valfierno antes de desatarle las manos.
Con las manos libres, Ellen comenzó a soltarse los pies. Valfierno se volvió hacia Julia y le quitó su mordaza.
—¡Ya era hora!
—Lo siento,
mademoiselle
—dijo Valfierno, luchando con las ataduras alrededor de sus muñecas—, pero me retrasó el mal tiempo.
Valfierno miró hacia el andén. Taggart y Peruggia estaban ambos de pie en un cuadro inmóvil. Taggart había recuperado su arma y la sostenía a menos de medio metro del rostro de Peruggia.
Valfierno se aproximó a la puerta del coche. Mientras lo hacía, el vagón empezó a vibrar. Un temblor y un ruido sordo, como un pequeño terremoto, atravesó la estación.
Taggart sonrió.
—¡No dispare! —gritó Valfierno.
La mirada de Taggart se dirigió a Valfierno. Estaba sonriendo con aire de suficiencia. Había recuperado el control.
Las vibraciones aumentaron de intensidad como si algo abominable se acercara desde las profundidades del negro túnel.
—Se lo advertí —dijo Taggart, con voz fría y monótona.
Ajeno a todo lo demás, Taggart se volvió a Peruggia y apretó el gatillo. Solo el sonido de un brusco clic penetró el rumor sordo. Una mirada de sorpresa reemplazó la dura sonrisa en el rostro de Taggart. Tiró de la corredera. Peruggia saltó sobre Taggart, en pugna por la pistola un segundo antes de que el rumor se convirtiera en un fuerte rugido. Un torrente de agua entró por la escalera al mismo tiempo que una violenta oleada llegaba del túnel hasta la parte trasera del vagón. Las ocupantes del coche se abrazaron mientras el diluvio las lanzaba de lado a lado. La agitada pared de agua tiró a Peruggia y a Taggart como si fuesen un par de bolos, barriéndolos, junto con el cuerpo de Carnot, hasta las vías y llevándolos a la oscura boca del túnel, frente al vagón.
Después, tan rápido como había aparecido, la corriente de agua empezó a decrecer.
—¿Qué les ha pasado? —preguntó Ellen.
—Peruggia, Taggart y el policía han desaparecido —dijo Valfierno—. El río debe de haber roto a través de la pared de sacos terreros. Ahora irá aflojando. En unos minutos, podremos salir a la calle.
Julia miró, estupefacta, el andén inundado.
—¿Y Émile? —preguntó, frenética—. ¿Está bien?
Valfierno la miró.
—No lo sé.
Émile se movió pegado a las fachadas de los edificios hasta que estuvo en paralelo con la entrada al metro, al otro lado del ancho bulevar de Saint-Michel. La pequeña brecha en la pared de sacos terreros había provocado el torrente inicial de agua, pero parecía que la mayor parte de la barrera estaba en su sitio, manteniendo a raya el río. Al menos por ahora. El agua se filtraba entre los sacos restantes y Émile se dio cuenta de que solo era cuestión de tiempo antes de que toda la barrera se desplomara
.
Bajo el cartel de «MÉTROPOLITAIN», sostenido aún por su soporte de hierro en forma de arco, la entrada a la estación era un agujero enorme; la choza provisional de madera había desaparecido. Una corriente constante de agua se colaba por la enorme boca como si fuera un sumidero gigante. El pensamiento de bajar aquella escalera le llenaba a Émile de un terror helado y se quedó paralizado. Morir aquí, al aire libre, era una cosa, pero no soportaba el pensamiento de quedar atrapado en los sofocantes e inundados túneles
.
De repente, le llamó la atención un fardo de ropa andrajosa que pasaba a través del hueco de los sacos terreros. Atravesó la calle a toda velocidad y se quedó atascado en un revoltijo de sillas y mesas que se habían amontonado contra la fachada de un café que hacía esquina. Una tira de paño que estaba atrapada en una de las sillas empezó a desenrollarse sin cesar como la rotura del fardo. Después se liberó y se dirigió arremolinada hacia él
.
Vio que, después de todo, no era un fardo de ropa. Era un cuerpo, el cuerpecito de un niño. Émile vio con horror cómo se acercaba a él en un rumbo directo de colisión
.
Y entonces, cuando estaba solo a unos metros, una de las piernas se enganchó en algo bajo la superficie. El cuerpo giró alrededor, volviéndose ligeramente hacia su lado y revelando una cara
.