Algunos de los hombres del público se inclinaron hacia delante, con los ojos abiertos de par en par por sus expectativas.
—… esa odiosa columna de metal atornillado…
Un zumbido de cuchicheos, como el ruido de abejas privadas de néctar, se elevó de entre los reunidos.
—… esa monstruosa construcción…
La colaboradora joven todavía sentada dejó escapar una sonrisita infantil que cortó en seco el codazo del joven que estaba a su lado.
—… ese esqueleto gigante y malhadado… ese horroroso espárrago de hierro…
Cuando su discurso
in crescendo
llegaba a su máximo, Valfierno se volvió a Ellen y le hizo una leve inclinación de cabeza. Con un tirón, abrió los dos pesados cortinajes, bañando en luz el salón y revelando una perfecta visión a través del Sena. La voz de Valfierno se elevó en un clímax:
—
La Tour Eiffel
!
Un grito ahogado se elevó del público. Émile, Julia y Peruggia se pusieron en pie y empezaron a aplaudir. En ese mismo momento, los hombres rompieron en una ovación, saltando como marionetas movidas por cuerdas ocultas en el techo.
Ellen y Valfierno intercambiaron sonrisas triunfantes con los hombres que, con todas las cautelas hechas añicos por la representación de Valfierno, gritaban sus frenéticas ofertas.
GIVERNY, 1937
S
i un hombre es capaz de morir de soledad, esa es la fatalidad que le sucedió al agricultor llamado Girard. Su esposa, Claire, había fallecido repentinamente un año antes; en un minuto estaba ocupándose de su jardín, detrás de la casa, y al siguiente se había ido para siempre. Con ella, se llevó el corazón y el alma de Girard, dejando tras de sí a un hombre tan hundido y frágil como un tronco putrefacto.
Las cosas que ella dejó en la casa de labranza proporcionaban ciertas comodidades al principio, pero pronto se convirtieron en dolorosos recordatorios y él fue retirándolas metódicamente para no verlas. Guardó las figuritas que tanto le habían gustado en cajas colocadas al fondo de oscuros armarios; reunió y empaquetó toda su ropa y la llevó a la iglesia para que la distribuyeran a los pobres; incluso la decorativa fuente en la que conservaba los tomates y las peras frescos fue relegada a un oscuro rincón de la despensa.
Y después estaba la pintura, la que le había regalado por su cumpleaños, hacía ya muchos años. Ella la había considerado como un tesoro, por encima de todo lo demás que poseía. Durante cuarenta y cuatro años había adornado la repisa de la chimenea. Todas las noches, cuando se sentaba a hacer punto delante del fuego, levantaba de vez en cuando la mirada y sonreía. Girard había visto incluso cierto parecido entre su esposa y la mujer de la pared. Naturalmente, la mujer no envejecía, nunca sufrió los estragos del tiempo, mientras que el rostro de su esposa mostraba con demasiada claridad la dureza de la vida conyugal con un simple campesino. Solo los ojos de Claire nunca parecieron envejecer. Como los de la mujer de la pintura, siguieron siendo claros, bien enfocados y bondadosos hasta el final.
Por eso, cuando llegó el día en que ya no pudo soportar aquellos ojos, retiró la pintura, la llevó a uno de los graneros y la dejó en un estante del mismo.
Después de eso, cada noche, antes de dejar reposar su cabeza en la almohada, musitaba solo una oración, rogando que nunca volviera a despertarse sino que, en cambio, pudiera unirse con su amada Claire en el Reino del Padre. Y una noche, hacía unos pocos días, sus oraciones habían sido por fin escuchadas.
Monsieur
Pilon, el juez municipal, cerró la puerta de la casa de labranza, puso un candado en la cerradura recién instalada y lo cerró con llave. Girard, el agricultor que fuera propietario de la casa, no tenía hijos y, de acuerdo con la información que
monsieur
Pilon pudo reunir, carecía de parientes vivos. La casa de labranza permanecería cerrada hasta que pudiese resolverse la sucesión. Para empeorar las cosas, aquel era un mal momento para estas cuestiones. Hacía unos meses que corrían rumores de una próxima guerra y nadie se atrevía a vaticinar lo que traería el futuro. Lo único que sabía Pilon era que él ya había hecho lo suyo en la guerra anterior. Que los jóvenes se las arreglaran ahora.
Pilon regresó a su coche, tirándose del cuello de la camisa porque el calor del día perduraba aun ahora que el sol descendía al oeste. Cuando llegó hasta el picaporte, el graznido chillón de un cuervo le hizo volverse hacia el granero. Silueteados contra el sol de la caída de la tarde, una línea de grandes aves negras adornaba el caballete del tejado como si esperaran pacientemente a tomar posesión de la casa. Enjugándose el sudor de la frente con la manga de la chaqueta, Pilon subió al coche, apretó el botón de arranque y se marchó.
En cuanto desapareció el gemido del motor del coche, los cuervos levantaron el vuelo desde el caballete del tejado del granero y se dirigieron a los campos a aprovechar la cosecha olvidada. Pero un ave solitaria rompió el orden, posándose en el umbral del granero abierto. Pequeñas nubes de polvo mezcladas con partículas de heno seco se elevaron del suelo del granero mientras el cuervo saltaba en busca de algún insecto o ratón muerto. El sonido de algo que raspaba en la oscuridad detuvo en seco al ave, que se quedó quieta como una estatua. La cabeza de la criatura se movió de un lado a otro, en alerta ante el peligro. Un movimiento sobre la pared llamó su atención. Un delgado rayo de luz solar había atravesado una hendidura lateral e iba serpenteando lentamente por las planchas de madera.
Reflejándose como puntitos blancos en los ojos negros del cuervo, la luz se movió a través de un parche de piel, revelando otros dos ojos que miraban directamente al ave como un depredador que esperara en la oscuridad. Otro sonido de raspadura procedente del rincón movió al ave a la acción. Graznando a lo loco, el ave movió sus alas y, en una nube de polvo, escapó por la puerta del granero al encuentro de la noche.
En la pared, el rayo de luz se movió lentamente entre los ojos, pasando por una larga nariz aguileña a los labios fruncidos en una paciente y eternamente divertida sonrisa.
En menos de un minuto, la luz había pasado, velando una vez más el rostro con la oscuridad.
E
L retrato de
Mona Lisa
de Leonardo da Vinci —conocido en Francia como
La Joconde
y en Italia como
La Gioconda
— fue robado del museo del Louvre en 1911 de manera similar a la relatada en esta novela. Dos años más tarde, un italiano de nombre Vincenzo Peruggia trató de devolverla a Italia. Fue detenido por su acción. En 1925, apareció un artículo en el
Saturday Evening Post
que decía ser una entrevista con un tal Eduardo de Valfierno, autoproclamado estafador que afirmaba haber sido el cerebro del robo en el contexto de un elaborado plan de falsificación. El artista de fama mundial con el que me he tomado inexcusables libertades fue, en realidad, interrogado por la policía en relación con el robo. Jean Lépine era el prefecto de policía en la época de este relato. Todos los demás personajes son en su totalidad producto de mi imaginación.
En la primera mitad del siglo XX, el río Sena desbordó sus famosas orillas, inundando calles, estaciones de metro y dejando sin hogar a millares de parisienses.
L’inondation de Paris
tuvo lugar, realmente, en 1910, un año antes del robo de la
Mona Lisa
. Confío en que el lector me perdone por atrasar ese hecho histórico a efectos dramáticos.
U
NA novela, como un hijo, necesita gente a su alrededor. En orden cronológico por sus aportaciones a este libro, tengo que manifestar mi agradecimiento a Paul Samuel Dolman, por leer la encarnación primigenia como guion cinematográfico, y de cuyo estímulo siempre pude depender; Julie Barr McClure, por escuchar mi historia antes de que se hubiese escrito una sola palabra; Cody Morton, Toni Henderson, Beverly Morton, Jim Herbert y Peter Dergee, por ser unos primeros lectores intrépidos y facilitarme retroinformación y sugerencias de incalculable valor; Jill Spence, por prestar sus oídos a la lectura final; Marie Bozzetti-Engstrom, por estar dispuesta a ser mi primera editora y por todos los desayunos en Bongo Java; Gretchen Stelter, por sus incisivas sugerencias editoriales; mi agente en la Victoria Sanders Agency, Bernadette Baker-Baughman, por su confianza en mí y su tenacidad; todo el equipo de St. Martin’s Press por sus habilidades profesionales, y mi editora en Minotaur Books, Nichole Argyres, por su brillante dirección editorial y su infatigable apoyo.
Toda persona interesada en leer más acerca de los lugares y acontecimientos presentados en este libro deben pensar en los siguientes libros, que me fueron extremadamente útiles en mi investigación:
Paris Then and Now
, de Peter y Oriel Caine;
Becoming Mona Lisa: The Making of a Global Icon
, de Donald Sarason;
Paris: Memoires of Times Past with 75 Paintings by Mortimer Menpes
, de Solange Hando, Colin Inman, Florence Besson y Roberta Jaulhaber-Razafy, y
Paris Under Water: How the City of Light Survived the Great Flood of 1910
, de Jeffrey H. Jackson.
[1]
Una pasión violenta y súbita. (
N. del T.
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[2]
En español en el original. (
N. del T
.)
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[3]
En español en el original. (
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[4]
En español en el original. (
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[5]
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[6]
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En español en el original. (
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En español en el original. (
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[34]
En español en el original. (
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En español en el original. (
N. del T
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[36]
Cofia formada por un gorro de cierta profundidad, con una especie de barboquejo y unas como aletas que caen sobre la nuca. Típica de Bretaña. (
N. del T.
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[37]
En francés en el original. La palabra no tiene una traducción precisa al castellano. Literalmente sería “semimundana”, que puede interpretarse, en la práctica, como una “querida”. El término francés se deriva del título de una obra de Alejandro Dumas, hijo:
Le Demi-monde
, publicada en 1885, refiriéndose al «mundo de las mujeres venidas a menos [socialmente]», a diferencia de las
cortesanas
. Sin embargo, el
Centre national de ressources textuelles et lexicales
francés indica que en el uso de la palabra no se hace nunca esa distinción. (
N. del T.
).
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[38]
Barcos turísticos que recorren varios tramos del Sena dentro de París.
Bateaux Mouches
es la marca registrada de la
Compagnie des Bateaux-Mouches
, le empresa más conocida dedicada a estos viajes. Por extensión, la denominación se aplica a todos. (
N. del T.
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[39]
El encantador en putrefacción. (N. del T.
).
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