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Authors: Carson Morton

Tags: #Intriga, #Histórico, #Policíaco

El robo de la Mona Lisa (38 page)

BOOK: El robo de la Mona Lisa
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—¿A qué se refiere? —resopló Hargreaves—. ¿Al cuadro? ¿Al dinero? ¿A
mistress
Hart? ¿A qué tesoro?

La expresión de Valfierno era tensa por el miedo; sus ojos estaban clavados en algún terror sin nombre que se acercaba desde lejos. El corresponsal trató de echarse para atrás, pero Valfierno no lo soltó. Hargreaves sentía una terrorífica fascinación mientras los ojos del hombre perdían su enfoque, como si se retrocedieran a unos negros pozos sin fondo. Las pupilas dilatadas iban a la deriva bajo sus párpados hundidos, antes de que se cerraran agitados, sellando para siempre aquellos pozos cerrados.

Un último aliento vibrante se escapó de la garganta de Valfierno mientras se escapaba la fuerza de los músculos de sus brazos y él mismo se hundía en la cama, con la boca abierta bloqueada en un ahogado grito silencioso.

Un helado y espantoso silencio se hizo en la habitación antes de que Hargreaves se percatara de que la mano de Valfierno seguía firmemente aferrada a su solapa. Asqueado, tuvo que hacer considerable fuerza para liberarse de la fría garra de la muerte antes de levantarse y apartarse de la cama.


Madame
—consiguió articular—.
Madame
! ¡Venga deprisa!

Madame
Charneau entró volando en la habitación y se acercó rápidamente a la cama; allí cogió la mano de Valfierno, buscando el pulso. Después, bajó la cabeza y puso la oreja al lado de su boca abierta.

—Ha muerto,
monsieur
—dijo ella solemnemente—. ¡Que Dios se apiade de su alma!

Sacó una caja de cerillas del bolsillo del delantal y encendió una lámpara en la mesa lateral. La noche se había colado en la habitación sin que Hargreaves se diera cuenta siquiera. Cuando
madame
Charneau se acercó a la ventana y utilizó la lámpara para indicar a los hombres que esperaban en el patio, un objeto que estaba sobre la mesa llamó la atención de Hargreaves. Lo cogió.

Era un guante, un único, largo y sedoso guante blanco de señora.

Roger Hargreaves y
madame
Charneau estaban de pie, en el patio, observando a los frailes que depositaban el pesado féretro en la parte trasera de la carroza funeraria. El empleado de pompas fúnebres y los tres hombres encapuchados no habían dicho una palabra cuando subieron el ataúd a la habitación de Valfierno, lo colocaron dentro y lo bajaron de nuevo.

Los frailes subieron a la parte trasera de la carroza y el empleado de pompas fúnebres cerró la puerta tras ellos. El hombre alto volvió a subir al pescante y se quitó solemnemente el sombrero de copa ante
madame
Charneau. Tomando las riendas, arreó los caballos con un latigazo. Los animales se pusieron en marcha y la carroza funeraria salió traqueteando del patio.

—Bueno,
monsieur
—dijo
madame
Charneau con aire conclusivo—, espero que haya conseguido lo que buscaba.
Bonne nuit
.

Madame
Charneau desapareció en el interior de la casa. Echando un vistazo al patio vacío, Hargreaves cayó en la cuenta de que había estado tan embelesado con el relato de Valfierno que se había olvidado de tomar notas. Y había perdido todo interés por el entretenimiento vespertino en el Moulin Rouge. Se sentía agotado y exhausto y solo quería regresar al hotel para dormir unas horas antes de coger el tren para Calais para allí tomar el
ferry
de vuelta a Inglaterra.

Mientras salía caminando de la
cour
de Rohan hacia Saint-Germain, reflexionó sobre todo lo que Valfierno le había contado. Parecía tener la calidad de un sueño, con algunas partes indeleblemente grabadas en su mente y algunas otras que empezaban a desvanecerse.

Los detalles no eran importantes, pensó. Lo esencial era que ahora conocía casi toda la historia del delito más intrigante del nuevo siglo. Ahora podía darse la agridulce conclusión al misterio y todo el crédito sería suyo.

El marqués de Valfierno, naturalmente, seguía siendo la clave, pero probablemente fuese para mejor. Aunque al público le gustara ver atados todos los cabos, también disfrutaba con que los datos estuviesen sazonados con una dosis de misterio. Probablemente tuviera que inventarse una historia sobre los orígenes del hombre, convertirlo quizá en un noble cuya familia hubiese venido a menos en tiempos difíciles —ciertamente, había bastantes de ellas en París— y se viera obligado por las circunstancias a llevar una vida de engaño y delitos. Sí, eso sonaba bien.

Pero podría pensar en todo eso mañana. Ahora se sentía agotado y cansado. Dormiría en el tren y después en el
ferry
. Sí, cuando llegara a Dover descansaría y después recordaría todo con más claridad.

Los tres frailes, sentados en un banco de madera al lado del féretro, se balanceaban ligeramente al ritmo del movimiento de la carroza. Bajo sus pies, una rueda se metió en un agujero entre los adoquines y el carruaje dio una sacudida, obligándolos a apoyarse involuntariamente cada uno en los demás para no caerse. También provocó que la tapa no trabada ni asegurada se deslizara parcialmente. Los frailes no hicieron nada para volver a ponerla en su sitio, sino que observaron en silencio cómo de su interior emergía silenciosamente una mano y sus dedos agarraban el borde de la tapa. Con un enérgico empujón, la mano levantó la tapa y Valfierno se elevó lentamente hasta quedarse sentado.

—¿Es que nunca van a arreglar esta calle? —dijo con una sonrisa diabólica.

Uno de los frailes elevó los brazos, se quitó la capucha y la cabeza de Émile apareció tras la tosca vestimenta.

—Casi no puedo respirar con esto —dijo.

—No fue idea mía llevar estas cosas —dijo Julia mientras se echaba para atrás la capucha de su ropaje.

Ellen echó atrás su capucha y dijo:

—Ya está bien para nuestros votos de silencio.

Todos se volvieron al sonido de la llamada. Vincenzo Peruggia, sentado en el asiento del cochero, los miró, sonriendo, mientras tocaba con los nudillos el cristal que dividía el carruaje.

—Bien —dijo Ellen, tendiendo una mano a Valfierno para ayudarlo—, ¿contaste nuestra pequeña historia a
mister
Hargreaves?

—Por supuesto —replicó Valfierno, cogiendo su mano para apoyarse mientras salía del ataúd—, aunque puede que me dejara uno o dos detalles sin importancia…

Capítulo 52

PARÍS, 1913

V
alfierno soltó el maletín del dinero. Inmediatamente, la corriente se apoderó de él, llevándoselo a la oscuridad. Soltó el brazo de la barra de la escalera, se dejó llevar un instante y agarró el barrote con la mano izquierda. Ahora, que llegaba más lejos, extendió el otro brazo y agarró la muñeca de Ellen.

—¡Coge mi muñeca! —gritó.

Ella hizo lo que le decía, reforzando su conexión.

—¡Suelta la tubería!

Él respondió a la mirada temerosa de los ojos de Ellen, animándola con un gesto de la cabeza.

—No te suelto.

Ella hizo una profunda inspiración y soltó la tubería. El río subterráneo se esforzó por llevársela, sin querer renunciar a su presa. Valfierno tiró de ella con toda la fuerza que pudo reunir, acercándola poco a poco a la escalera. Cada vez más débil, Ellen hizo un esfuerzo final y agarró la barra con la mano que tenía libre. En unos segundos, ambos estaban bien colocados sobre los peldaños de la escalera.

Recuperando poco a poco sus fuerzas, Ellen escudriñó un momento el túnel antes de volverse a Valfierno.

—El dinero…

Él sonrió y se encogió de hombros.

—Solo era papel.

—¿Y la pintura?

—Solo pintura y madera. Ni siquiera pude empezar a decirte dónde está ahora mismo.

Ella le dirigió una sonrisa cansada y, haciendo frente a la corriente, inclinó su rostro hacia él. Él se encontró con ella a medio camino y se besaron tan apasionadamente como pudieron, dadas las circunstancias.

Lentamente, ella se volvió y dijo:

—Te amo, Edward.

Él sonrió, con una cálida y sincera sonrisa.

Pasado un momento, ella dijo:

—¿Y bien?

Él vaciló un momento más antes de hablar.

—Y yo…

Un fuerte ruido chirriante atrajo su atención. Levantaron la vista, entrecerrando los ojos a causa de la ligera lluvia que les cayó en la cara: una luz plateada, como una luna en cuarto creciente que aumentara hasta hacerse llena mientras una tapa de alcantarilla se deslizaba haciendo un fuerte ruido. La cara de Julia, iluminada desde atrás por la fuerte luz de una bombilla incandescente, apareció sobre el borde.

—¡Están ahí abajo! —gritó.

La cara de Émile apareció al lado de la de ella.

—¿Estáis bien? —preguntó él.

—Émile —dijo Valfierno, aliviado—, no cabe duda de que tu sentido de la oportunidad ha mejorado mucho.

El derrumbe de los sacos terreros que provocó la inundación de las calles redujo la presión de la subida del río, permitiendo que el agua empezara a descender. Mucho más abajo, cerca de la estación de Orsay, un grupo de soldados exhaustos descansaba sobre un montón de sacos terreros.

—Mirad —gritó un sargento, señalando un cuerpo que se dirigía a toda velocidad hacia la orilla—. Acaba de salir por esa tubería. —Señaló una ancha cañería de desagüe de hierro que salía del muro del río. Los soldados bajaron gateando por los escalones de piedra a tiempo para enganchar la ropa del hombre y sacarlo del agua.

—¿Está muerto? —preguntó un joven soldado.

Como si respondiera, el cuerpo del hombre convulsionó y empezó a expulsar agua tosiendo. El sargento abofeteó la cara del hombre y los ojos de Vincenzo Peruggia se abrieron.

La caída de la noche cubrió la ciudad de París con una oscuridad turbia como no se había conocido en casi un siglo. Las cuadrillas de obras públicas no podían emplear las luces de gas para iluminarse; las plantas generadoras de electricidad de la ciudad, río arriba, en Bercy, habían dejado de funcionar. Los generadores de emergencia mantenían encendidas algunas luces en edificios públicos y las lámparas de petróleo que llevaban los soldados y los agentes de policía perforaban la noche como mariposas en una noche de verano
.

Las calles del Barrio Latino aún estaban inundadas. Una luna llena menguante, que acechaba tras un fino velo de nubes, lavaba la escena con una luz de otro mundo. Las
passerelles
, pasarelas y puentes de madera para peatones construidas apresuradamente, ya habían empezado a aparecer entre los edificios. Plataformas improvisadas de toneles y planchas compartían los lagos urbanos con los botes Berthon, tripulado cada uno por dos marineros que impulsaban los botes con velas plegables que manejaban con largos mástiles. Desde la proa de uno de estos botes, un agente divisó algo al borde del círculo de luz que proyectaba su linterna. El cuerpo inerte de un hombre estaba tendido sobre una verja de hierro forjado, con la chaqueta atrapada en las puntas de los balaustres. Llevaba algo en los brazos. Tenía los ojos cerrados, pero su cabeza se movía ligeramente y parecía que trataba de hablar
.

—Aún está vivo —dijo el agente cuando el bote se acercó.

El agente y uno de los marineros izaron a la víctima por la borda. El hombre era de mediana edad, corpulento y bien vestido. Llevaba una pequeña tabla de madera.

—No tema,
monsieur
—dijo el agente—, ahora está a salvo.

Tras ordenar a los dos marineros que se dirigieran a un hospital de campaña instalado en una iglesia cercana, el agente dejó la linterna y trató de liberar la tabla rectangular de los brazos del hombre, que la aferraban. A pesar de estar solo semiinconsciente, la víctima rehusó dejarla, agarrándola con todas sus fuerzas.

Joshua Hart protestó con incomprensibles gruñidos cuando, por fin, lograron liberar la tabla. El agente le dio la vuelta, levantó su linterna y se encontró con la sonrisa vagamente burlona de
La Joconde
.

Río abajo, a unos kilómetros de la ciudad, donde el Sena recorre uno de sus muchos meandros en su camino hacia el norte, el cuerpo de un hombre calvo y grande iba a la deriva, boca abajo. Iba acompañado en su viaje por una flotilla de billetes de cien dólares. Flotaban a su alrededor, como lirios verdes, muchos de ellos con el perfil de Benjamin Franklin mirando maravillado el cielo nocturno que clareaba poco a poco
.

Cerca, a la orilla del río, un agricultor de nombre Girard buscaba en las aguas poco profundas a la tenue luz de la luna velada un ternero que pensaba que podría haberse ahogado en la riada. Algo le llamó la atención y se acercó caminando por el agua somera hasta una tabla rectangular de madera atascada en unas ramas sobresalientes. La recogió. Era una pintura de una mujer con las manos cruzadas en su regazo y una leve sonrisa en la cara. No estaba mal. Y en sus ojos había algo vagamente familiar
.

Tenía suerte, porque el cumpleaños de su esposa era pronto. La tabla estaba mojada, pero parecía que no estaba dañada. Quizá le gustara a Claire como regalo
.

Capítulo 53

M
ONSIEUR
Duval, fotógrafo oficial del Louvre, estaba en medio de la muchedumbre reunida en el salón Carré para la reposición oficial de
La Joconde
. Políticos, dignatarios, oficiales del ejército y sus esposas llenaban el salón, dejando un reducido espacio para una arpista y un cuarteto de cuerda confinado en un rincón. Habían pasado escasamente dos semanas desde que un agente de policía recuperara la pintura de las calles inundadas del Barrio Latino. Era digno de mención el hecho de que ni la pintura ni la tabla hubiesen sufrido prácticamente daño alguno. Las muchas capas de barniz que se le habían aplicado durante cientos de años tanto por delante como por detrás de la tabla la habían protegido durante el tiempo aparentemente corto que había estado a merced de los elementos. Bajo la supervisión de
monsieur
Montand, el director del museo, varios conservadores habían autenticado la pintura y se había preparado apresuradamente esta ceremonia.

A Duval mismo solo se le había permitido un examen somero de la pintura. Su trabajo había consistido en compararla con fotografías recientes, cosa que no había servido de mucho. Siempre había sido difícil captar la imagen con una iluminación constante y esto hacía problemática una comparación precisa. De todos modos, su inclusión en el proceso había sido únicamente formal. A los pocos minutos, le recogieron la tabla y le agradecieron sus servicios. Evidentemente, Montand tenía prisa en devolver la pintura a su sitio y dejar atrás el desafortunado incidente. Tras el robo, pensó Duval, Montand tendría que haber echado mano de todos los favores que le debieran para mantenerse en el puesto.

BOOK: El robo de la Mona Lisa
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