El sastre de Panamá (31 page)

Read El sastre de Panamá Online

Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

BOOK: El sastre de Panamá
8.95Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Que la compre ella —resolvió Osnard sin pensárselo dos veces mientras anotaba «prensa de mano» y «diez mil dólares»—. Cuanto menos contacto, mejor. ¿Todavía cree que está vendiéndole información a los yanquis?

—Sí, Andy, hasta que Sebastián le diga lo contrario.

Sebastián, otro constructo de Marta, era el amante de Sabina, un iracundo abogado del pueblo y ex militante de los grupos anti-Noriega que, gracias a su humilde clientela, proporcionaba información de fondo sobre curiosidades tales como las actividades clandestinas de la comunidad árabe.

—¿Y qué se sabe de Alfa Beta? —preguntó Osnard.

El subinformador Beta era obra del propio Pendel: miembro de la comisión consultiva sobre asuntos del Canal de la Asamblea Legislativa y representante a tiempo parcial de inversionistas interesados en encontrar un destino respetable para su dinero. Alfa, la tía de Beta, era secretaria de la Cámara de Comercio panameña. En Panamá todo el mundo tenía una tía situada en algún puesto útil.

—Beta está de viaje en su distrito electoral para dejarse ver por los votantes, Andy; por eso no tenemos noticias suyas. Pero el próximo jueves asistirá a una reunión con la Cámara de Comercio e Industria de Panamá y el viernes cenará con el vicepresidente, así que ya se ve luz al final del túnel. Y a Londres le gustó su última contribución, ¿no? A veces tiene la impresión de que no se lo valora.

—No estaba mal. Para empezar.

—Y de hecho se preguntaba si no merecería una prima.

Por lo visto, Osnard se lo preguntó también, pues tomó nota, añadió una cantidad y trazó un círculo alrededor.

—Te lo confirmaré el próximo día —dijo—. ¿Y qué hay de Marco?

—Marco está, como yo digo, a punto de caramelo. Anoche nos vimos. He conocido a su esposa, hemos sacado a pasear al perro juntos y hemos ido al cine.

—¿Cuándo vas a planteárselo?

—La semana que viene, Andy, si reúno valor.

—Pues reúne valor. Salario inicial, quinientos semanales, sujeto a revisión al cabo de tres meses, pagado por adelantado. Una prima de cinco mil dólares cuando firme en la línea de puntos.

—¿Para Marco?

—Para ti, estúpido —respondió Osnard, entregándole un vaso de whisky en todos los espejos a la vez.

Osnard daba la clase de señales que da la gente en una posición de autoridad cuando tiene algo desagradable que decir. Con un mohín de disgusto en sus carnosas facciones, echó un vistazo a los acróbatas que retozaban en la pantalla de televisión.

—Se te ve muy contento hoy —dijo de pronto con tono acusador.

—Gracias, Andy, y os lo debo a ti y a Londres.

—Es una suerte que estés pagando el crédito, ¿no? Y digo que lo estés pagando, porque te recuerdo que aún no lo has pagado todo.

—Andy, doy gracias al Creador todos los días por ello, y la idea de que estoy saldando la deuda con mi esfuerzo me llena de alegría. ¿Hay acaso algún problema?

Osnard había adoptado el tono de los jefes de curso en el colegio, sólo que por aquel entonces él era siempre el que tenía que escucharlo, y por lo general antes de una paliza.

—Pues sí. Lo hay. Un serio problema.

—¡Vaya por Dios!

—Lamentablemente Londres no está tan satisfecho contigo como pareces estarlo tú.

—¿Y por qué, Andy?

—Por nada. Una nimiedad. Simplemente han llegado a la conclusión de que H. Pendel, el superespía, es un estafador desleal, tramposo y embustero.

La sonrisa de Pendel experimentó un lento pero total eclipse. Sus hombros se encorvaron, y sus manos, hasta ese momento apoyadas en la cama, se posaron en actitud sumisa frente a su cuerpo, para demostrar al policía que eran inocuas.

—¿Por alguna razón en particular, Andy? ¿O es más bien una impresión general?

—Por otra parte, no están en absoluto satisfechos con el condenado señor Mickie Abraxas.

Pendel alzó al instante la cabeza.

—¿Por qué? ¿Qué ha hecho Mickie? —preguntó con inesperado brío; es decir, inesperado para él. Con tono agresivo, añadió—: Mickie no está metido en esto.

—¿En
qué
?

—Mickie no ha hecho nada.

—No. En efecto. He ahí el problema. Y desde hace demasiado tiempo. Salvo tener la deferencia de aceptar diez mil pavos contantes y sonantes como acto de buena voluntad. ¿Y

qué has hecho? Lo mismo que él: nada. Contemplar a Mickie mientras él se contempla el ombligo. —Su voz había adquirido el afilado tono sarcástico de un adolescente—. ¿Y qué he hecho
yo
? Concederte una generosa prima por
productividad
, vaya chiste, o para decirlo claramente, por reclutar a un subinformador en extremo
improductivo
, a saber, un tal señor Abraxas, azote de tiranos y paladín del hombre corriente. En Londres están desternillándose de risa. Preguntándose si el
supervisor de campo
, yo, no es demasiado
bisoño
y demasiado
crédulo
para mezclarse con gente de vuestra calaña, con vagos y codiciosos como el señor Abraxas y como tú.

La diatriba de Osnard había caído en oídos sordos. En lugar de aplanarse, Pendel pareció relajarse, revelando que sus temores habían pasado, y que aquello no era nada en comparación con sus pesadillas. Volvió a apoyar las manos a los costados, cruzó las piernas y se recostó contra la cabecera de la cama.

—¿Y qué propone Londres respecto a Mickie, Andy, si puede saberse? —preguntó, mostrándose receptivo.

Osnard había abandonado el tono autoritario, dando paso a la simple indignación.

—Ya está bien de tanta gazmoñería con sus deudas de honor. ¿Y su deuda de honor con nosotros? Ya está bien de dejarnos con la miel en los labios: «No puedo decírtelo ahora; te lo diré el mes que viene». Ya está bien de tenemos en vilo con una conspiración que no existe, un puñado de estudiantes con los que sólo él puede hablar, un puñado de pescadores que sólo aceptarán como interlocutores a los estudiantes, y bla, bla. ¿Quién demonios se ha pensado que es? ¿Por quiénes nos toma? ¿Una pandilla de idiotas?

—El problema son sus lealtades, Andy. Tiene fuentes de información muy discretas, como las tuyas. Necesita el visto bueno de mucha gente.

—¡A la mierda sus lealtades! Llevamos ya tres semanas esperando por culpa de sus dichosas lealtades. Si tan leal es, no debería haberte hablado de su movimiento. Pero te lo contó todo. Así que ahora lo tienes entre la espada y la pared. Y en nuestro oficio, cuando uno tiene a alguien entre la espada y la pared, no se queda de brazos cruzados. No se tiene a todo el mundo esperando la respuesta al sentido del universo porque un borracho altruista necesita tres semanas para pedir permiso a sus amigos.

—¿Y qué hacemos, Andy? —preguntó Pendel en un susurro.

Y si Osnard hubiese poseído la sensibilidad o el oído necesarios, habría advertido en la voz de Pendel el mismo trasfondo que había aflorado en ella unas semanas atrás cuando, durante un almuerzo, se planteó por primera vez el posible reclutamiento de la Oposición Silenciosa de Mickie.

—Te diré con toda claridad qué debes hacer —espetó Osnard, entrando de nuevo en el papel de jefe de curso—. Vas a ese condenado señor Abraxas y le dices: «Mickie, lo siento pero tengo malas noticias. Mi amigo el millonario loco se ha impacientado. Así que a menos que desees volver al trullo panameño de donde has salido, bajo el cargo de conspiración con personas desconocidas para llevar a cabo lo que sea que estáis maquinando, canta ya de una vez. Porque si lo haces, te espera una buena bolsa de dinero, y si no lo haces, te espera un camastro muy duro en un espacio muy reducido». ¿Es agua lo que hay en esa botella?

—Sí, Andy, eso parece. Y estoy seguro de que quieres un poco.

Pendel le entregó la botella, proporcionada por la dirección del hotel para la reanimación de clientes exhaustos. Osnard bebió, se enjugó los labios con el dorso de la mano y limpió la boca de la botella con su grueso índice. A continuación devolvió la botella a Pendel, pero éste decidió que no tenía sed. Tenía ganas de vomitar, pero no era la clase de náuseas que se cura con agua. Se debía más bien a su estrecha amistad con Abraxas, su compañero de celda, y a la idea de corromperla que acababa de sugerirle Osnard. Y lo que menos deseaba en ese momento era beber de una botella humedecida con la saliva de Osnard.

—Todo son fragmentos, fragmentos y más fragmentos —se quejaba Osnard, todavía sermoneando—. ¿Y a qué se reducen? A pura paja. A mañana será otro día. A espera y verás. Nos falta la visión global, Harry. Esa información básica que está siempre a la vuelta de la esquina. Londres la quiere ya. No pueden esperar más. Nosotros tampoco. ¿Me has entendido?

—Claramente, Andy. Claramente.

—Muy bien —dijo Osnard con un gruñido semiconciliador destinado a restablecer sus buenas relaciones.

Y de Abraxas, Osnard pasó a un asunto aún más próximo al corazón de Pendel: su esposa Louisa.

—Por cierto, Delgado sigue con su imparable ascenso, ¿te has enterado? —prorrumpió Osnard jovialmente—. El presi lo ha nombrado máximo no sé qué de la Comisión Rectora del Canal, por lo que se ve. Ya no puede subir mucho más alto sin quemarse el peluquín.

—Ya lo he leído —dijo Pendel.

—¿Dónde?

—En los periódicos. ¿Dónde, si no?

—¿En los periódicos?

Ahora tocaba a Osnard sonreír, y a Pendel contenerse.

—¿No te había informado Louisa, pues?

—No hasta que se hizo público. Nunca me contaría una cosa así antes de ser oficial.

Manténte a distancia de mi amigo, decía la mirada de Pendel. Manténte a distancia de mi esposa.

—¿Por qué no?

—Por discreción. Es su sentido del deber. Ya te lo he dicho.

—¿Sabe que estás conmigo esta noche?

—Claro que no —repuso Pendel—. ¿Crees que soy tonto?

—Sin embargo sí sabe que pasa algo, ¿no? ¿Habrá notado tu cambio de vida y todo eso? No está ciega.

—Estoy diversificando mis actividades. Con saber eso, le basta.

—Pero hay muchas maneras de diversificarse, ¿no? Y no todas buenas. Al menos para una esposa.

—A ella no le molesta —aseguró Pendel.

—No es ésa la impresión que a mí me dio, Harry, allí en la isla de Todo Tiempo. Me pareció un poco preocupada. No dramatizaba, no es su estilo. Pero sí quería que le aclarase si era normal a tu edad.

—Normal ¿qué?

—Buscar la compañía de todo el mundo. Veinticuatro horas al día. Excepto la suya. Andar de un lado a otro de la ciudad.

—¿Qué le contestaste? —preguntó Pendel.

—Que ya se lo haría saber cuando cumpliese cuarenta años. Es una gran mujer, Harry.

—Sí. Lo es. Así que no te acerques a ella.

—Simplemente pensaba que Louisa estaría más a gusto si pudieses tranquilizarla.

—Ya está tranquila.

—Sólo desearía que estuviese un poco más cerca del pozo, así de sencillo —insistió Osnard.

—¿Qué pozo?

—El pozo. La fuente. El origen de todo conocimiento. Delgado. Louisa le tiene cariño a Mickie. Lo admira. Me lo dijo. Adora a Delgado. Le horroriza la idea de que el Canal pueda venderse bajo mano. A mí me parece una apuesta segura. Desde mi perspectiva.

En los ojos de Pendel había aparecido de nuevo la mirada de recluso, hosca y hermética. Sin embargo Osnard no advirtió la retirada de Pendel a su mundo interior, prefiriendo expresar en voz alta sus reflexiones acerca de Louisa.

—Una candidata perfecta, si he de serte sincero.

—¿Quién?

—«Objetivo: el Canal» —dijo Osnard—. «Todo gira en torno al Canal». En Londres no piensan en otra cosa. ¿Quién va a apropiárselo? ¿Qué harán con él? Todo Whitehall se muere por averiguar con quién habla Delgado en la trastienda. —Cerró los ojos en actitud pensativa—. Una chica estupenda. La mejor. Firme como una roca, leal hasta la tumba. Un material de primera.

—¿Para qué?

Osnard tomó un trago de whisky.

—Con un poco de ayuda por tu parte, vendiéndoselo de la manera adecuada, usando el lenguaje oportuno, no habrá problema —prosiguió, manifestando sus cavilaciones—. No requeriría acción directa. No se trata de pedirle que ponga una bomba en el palacio de las Garzas, que salga a la calle con los estudiantes, que vaya al mar con los pescadores. Sólo tendría que escuchar y observar.

—Observar ¿qué?

—No es necesario que menciones a tu amigo Andy, como tampoco se lo mencionaste a Abraxas y los otros. Haz hincapié en las obligaciones conyugales, es lo mejor. Aquello de honrarás y obedecerás. Louisa te pasa a ti el material, tú me lo pasas a mí, y yo lo envío a Londres. Pan comido.

—Ella siente veneración por el Canal, Andy. No lo traicionará. No sería propio de ella.

—¡Estúpido, nadie habla de traicionarlo! ¡Se trata de salvarlo, por amor de Dios! Louisa piensa que el sol brilla en el culo de Delgado, ¿no es así?

—Es norteamericana, Andy —adujo Pendel—. Respeta a Delgado pero también ama a su país.

—¡Tampoco tiene que traicionar a su país! Es sólo cuestión de obligar al Tío Sam a permanecer al pie del cañón. Mantener las tropas
in situ
. Mantener las bases. ¿Qué más puede pedir? Ayudará a Delgado impidiendo que el Canal caiga en manos de sectores corruptos; ayudará a Estados Unidos informándonos de las maquinaciones de los panameños y sacando a la luz razones de peso para que las tropas norteamericanas sigan aquí. ¿Has dicho algo? No te he oído.

Pendel en efecto había hablado, pero la voz apenas le había salido de la garganta. Así que, como Osnard, se irguió y lo intentó de nuevo.

—Creo que debo de haberte preguntado cuál sería, a tu juicio, el valor de mercado de Louisa.

Osnard agradeció esta pregunta práctica. De hecho tenía intención de sacar el tema a relucir más adelante.

—El mismo que el tuyo, Harry. Tanto monta, monta tanto —respondió efusivamente—. El mismo sueldo base, las mismas primas. Para mí eso es una cuestión de principios. Las chicas valen tanto como nosotros. O más. Ayer precisamente se lo decía a Londres. Igual paga o no hay trato. Puedes doblar tus ingresos, Harry. Un pie en la Oposición Silenciosa, otro en el Canal. Enhorabuena.

En la pantalla de televisión habían cambiado de película. Ahora dos vaqueras desnudaban a un vaquero en medio de un desfiladero, y los caballos amarrados miraban en otra dirección.

Pendel hablaba en sueños, lenta y mecánicamente, más para sí mismo que para Osnard.

Other books

Flying Free by Nigel Farage
Just You by Rebecca Phillips
Discovering Normal by Cynthia Henry
Ten White Geese by Gerbrand Bakker
The Seafront Tea Rooms by Vanessa Greene
Rugby Flyer by Gerard Siggins
Ancient Hiss Story by Leighann Dobbs