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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

El sastre de Panamá (33 page)

BOOK: El sastre de Panamá
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—Ojalá pudiese compartir esta información contigo, Shep —dijo Osnard con voz de soldado ante el cumplimiento de un deber ineludible al advertir la taciturna expresión con que Shepherd contemplaba los ininteligibles grupos de números.

—Lo mismo digo, Andy, pero cuando no se puede, no se puede, ¿no?

—Supongo —convino Osnard.

«Enviaremos al bueno de Shep», había dicho el jefe de personal. «Él mantendrá a Osnard en el buen camino».

Osnard se montó en su coche pero no fue directamente a su apartamento, Condujo con resolución, pero hacia un objetivo indefinido. Un grueso fajo de billetes le rozaba la tetilla izquierda. ¿Qué encontraremos? Luces como flechas, fotografías en color de negras desnudas en marcos luminosos, letreros plurilingües anunciando sexo en vivo. Muy respetable pero esta noche no estoy de humor. Siguió conduciendo. Chulos, camellos, policía, maricas, todos en pos de un dólar. Soldados de uniforme en grupos de tres. Pasó ante el club Costa Brava, especializado en jóvenes putas chinas. Gracias, queridas, pero las prefiero mayores y más agradecidas. Siguió adelante, dejándose guiar por los sentidos, que era lo que le gustaba que sus sentidos hiciesen. El antiguo impulso de Adán. Probarlo todo, no hay otra manera. ¿Cómo demonios va uno a saber si quiere algo hasta que lo ha comprado? Luxmore acudió de nuevo a su mente. «Uno de los mayores forjadores de opinión del mundo lo cree…». Debía de referirse a Ben Hatry. Luxmore había mencionado su nombre un par de veces en Londres. Había hecho algún juego de palabras con él. «Nuestro fondo
benéfico
, ja, ja… Tenemos la
bendición
de un patriótico magnate de los medios de comunicación… Usted no ha oído nada, joven señor Osnard. El nombre de Harry no ha salido jamás de mis labios». Aspiración dental. ¡Qué gilipollas!

Osnard cambió de sentido en medio de la calle, golpeó el bordillo opuesto y subió a la acera. Soy diplomático, así que os jodéis. casino y club, rezaba el cartel, y en la puerta un rótulo advertía todas las armas deben dejarse a la entrada. Dos gigantes con capas y gorras de visera montaban guardia ante la puerta. Chicas en minifalda y medias de malla se movían sinuosamente al pie de una escalera roja. El sitio ideal para mí.

Capítulo 14

Eran las seis de la mañana.

—¡Maldita sea, Andy Osnard, me tenías preocupada! —admitió Eran sinceramente cuando él se acostó en la cama junto a ella—. ¿Qué te ha pasado?

—La otra me ha dejado exhausto —dijo.

Pero su recuperación resultó evidente de inmediato.

La ira que invadió a Pendel al salir del hotel de citas no remitió cuando se montó en el todoterreno, ni mientras regresaba a casa a través de la bruma rojiza, ni cuando se acostó en su lado de la cama de Bethania con el corazón acelerado, ni cuando despertó a la mañana siguiente. «Necesitaré unos días», había mascullado al despedirse de Osnard. Pero no eran los días lo que él contaba. Eran los años. Eran todos los caminos erróneos que había tomado por complacer. Eran todos los insultos que se había guardado por no indisponerse con la gente, prefiriendo aplastarse a provocar lo que el tío Benny llamaba un
gewalt
. Eran todos los gritos que había ahogado en su garganta antes de que llegasen al aire libre. Era toda una vida de cólera frustrada presentándose sin previa invitación entre la legión de personajes que, a falta de una definición más precisa, operaban bajo el nombre de Harry Pendel.

Y lo despertó como un toque de clarín, reanimándolo y abrumándolo con reproches en una violenta ráfaga, agrupando bajo su bandera a todas sus otras emociones. El amor, el miedo, la indignación y la venganza se hallaban entre los primeros voluntarios. Derribó el débil tabique que hasta ese momento había separado la realidad de la ficción en el alma de Pendel. Dijo: «¡Basta ya!». y «¡Ataca!», y no toleró deserciones. Pero atacar ¿qué? ¿Y con qué?

«Queremos comprar a tu amigo —decía Osnard—. Y si no podemos, lo enviaremos de nuevo a la cárcel. Has estado alguna vez en la cárcel, Pendel».

Sí. Y Mickie también. Y lo vi allí dentro. Y apenas tenía fuerzas para saludar.

«Queremos comprar a tu esposa —decía Osnard—. Y si no podernos, la dejaremos en la calle, y a tus hijos con ella. ¿Has estado alguna vez en la calle, Pendel?».

De ahí vengo.

Y estas amenazas eran pistolas, no sueños. Apuntadas contra su cabeza y empuñadas por Osnard. Sí, Pendel le había mentido, si podía llamarse a eso mentir. Había dicho a Osnard lo que quería oír y había hecho lo imposible por conseguírselo, incluso inventarlo. Cierta gente mentía por placer, por sentirse más audaces y astutos que los modestos conformistas que convivían con sus panzas y decían la verdad. Pero ése no era el caso de Pendel. Pendel mentía por conformismo. Por decir lo correcto en todo momento, incluso si lo correcto estaba en un lado y la verdad en otro. Por soportar la presión hasta, poder zafarse y marcharse a casa.

Pero de la presión de Osnard no podía zafarse.

Recriminándose, Pendel recurrió al repertorio de costumbre. Ducho en la tarea de acusarse de sus pecados, se mesó los cabellos e invocó a Dios como testigo de sus remordimientos. ¡Estoy acabado! ¡Es una sentencia! ¡Volveré a la cárcel! ¡La vida entera es una cárcel! ¡Poco importa si estoy dentro o fuera! ¡Y soy yo el culpable de todo! Pero su ira no se disipaba. Eludiendo el cristianismo cooperativo de Louisa, se acogió al temeroso lenguaje vagamente recordado que el tío Benny empleaba en sus esfuerzos de expiación, entonados en el
pub
ante una jarra vacía de cerveza: «Hemos hecho daño, hemos corrompido y arruinado… Somos culpables, hemos traicionado… Hemos robado, hemos asesinado… Nos hemos apartado de la verdad, y la realidad es para nosotros un mero pasatiempo. Nos escondemos tras distracciones y juguetes». La ira se resistía a abandonarlo. Acompañaba a Pendel a donde quiera que fuese, como un gato en una mala pantomima. Incluso cuando acometía el despiadado análisis histórico de su despreciable comportamiento desde el origen de los tiempos hasta el presente, su ira retiraba la espada de su pecho para blandirla contra los corruptores de su humanidad.

Al principio fue el Verbo, se dijo, un verbo muy hostil. Llegó de labios de Andy cuando irrumpió en la sastrería, y no había posibilidad de resistirse porque era presión, no sólo en relación con los vestidos de verano sino también con cierto Arthur Braithwaite, más conocido por Louisa y los niños como Dios. Y de acuerdo, en rigor Braithwaite no existía. ¿Por qué tenía que existir? No es imprescindible que un dios exista para realizar su cometido.

Y en virtud de lo anterior me convertí en puesto de escuchó. Así que escuché. Y oí unas cuantas cosas. Y lo que no oía propiamente hablando, lo oía en mi imaginación, que era lo lógico dado el nivel de presión ejercida. Soy una empresa de servicios, así que servía. ¿Qué tiene eso de malo? Y después, en algún punto, se produjo lo que yo llamaría un florecimiento, que consistió en oír muchas más cosas y mejorar con la experiencia, porque algo que uno aprende enseguida sobre el espionaje es que, como los negocios, como el sexo, debe mejorar o no va a ninguna parte.

De modo que entré en lo que podría llamarse la etapa de
audición positiva
, en la que ciertas palabras se ponen en boca de ciertas personas que las habrían pronunciado si en su momento se les hubiesen ocurrido. Que en todo caso es lo que cualquiera hace. Además fotografié algún que otro papel del maletín de Louisa, lo cual no me gustaba pero Andy insistió y, bendito sea, le encantan las fotografías. Pero eso no era robar. Era mirar. Y todo el mundo tiene derecho a mirar, digo yo. Con o sin un encendedor en el bolsillo.

Y de lo que ocurrió a continuación Andy tuvo toda la culpa. Yo nunca lo alenté, ni siquiera se me había pasado por la cabeza hasta que él lo sugirió. Andy me exigió
subinformadores
, y un subinforrnador es algo muy distinto del habitual informador inconsciente, y requiere lo que yo llamo un salto cualitativo, además de una sustancial retribución acorde a la actitud mental del proveedor. Pero hay algo sobre los subinformadores que conviene mencionar. Los subinformadores, cuando uno empieza a conocerlos, son gente agradable, mucho más que otros que ocupan un espacio algo mayor en la realidad, pues los subinformadores son una familia secreta que no contesta de mala manera ni tiene problemas a menos que uno así se lo indique. Los subinformadores se obtienen convirtiendo a los amigos en lo que ya casi son, o les gustaría ser pero en sentido estricto nunca llegarán a ser. O incluso en lo que no les gustaría ser en absoluto, pero racionalmente podrían haber sido, considerando lo que son.

Tomemos, por ejemplo, a Sabina, que Marta basaba poco más o menos en sí misma pero no por completo. O tomemos al típico estudiante exaltado que fabrica bombas caseras y espera el momento de cometer atrocidades. O tomemos a Alfa y Beta, y a otros que por razones de seguridad deben permanecer en el anonimato. O tomemos a Mickie con su Oposición Silenciosa y esa escurridiza conspiración a la que nadie es capaz de dar forma concreta, y que, a mi juicio, fue una idea genial, excepto por el ligero inconveniente de que tarde o temprano, y de hecho más bien temprano que tarde, yo sí voy a tener que darle forma concreta de modo tal que satisfaga a todas las partes, debido a la implacable presión de Andy. O tomemos a la gente del otro lado del puente y auténtico corazón de Panamá, que nadie es capaz de localizar salvo Mickie y un puñado de estudiantes con un estetoscopio. O tomemos a Marco, que no accedería hasta que indujese a su esposa a hablar con él seriamente sobre el nuevo frigorífico con congelador que quería comprar y el segundo coche y la posibilidad de matricular al niño en el instituto Einstein, cosa que yo podría solucionar si Marco se aviniese a intervenir en otros frentes, ¿y no debería su esposa quizá sostener otra conversación con él a ese respecto?

Todo afluencia. Hilos sueltos, sacados de la nada, tejidos y cortados a medida.

De manera que uno crea sus subinformadores y se dedica a escuchar por ellos, a cargar con sus preocupaciones, a investigar y leer por ellos, y a oír a Marta hablar de ellos, y los coloca en los lugares y momentos adecuados y por lo general saca el máximo partido posible a sus ideales, sus problemas y sus rarezas, tal como hago en la sastrería. Y les paga, que es lo correcto. Parte va directamente a sus bolsillos, y el resto se guarda con miras al futuro a fin de que no hagan ostentación, se pongan en evidencia y corran el riesgo de ser castigados con todo el rigor de la ley. El único problema es que mis subinformadores no pueden meterse el dinero en el bolsillo, unos porque no saben que lo han ganado y otros porque ni siquiera tienen bolsillos propiamente dichos, así que va a parar a mis bolsillos. Pero eso es lo más justo si nos detenemos a pensar, pues al fin y al cabo no se lo han ganado ellos, ¿no? Es fruto de mis desvelos, así que me lo embolso yo. O Andy lo ingresa por mí en el fondo de viudas y huérfanos. Y los subinformadores no se enteran de nada, que es lo que Benny habría llamado un timo incruento. ¿Y qué es la vida sino una pura invención? Empezando por la necesidad de inventarse uno a sí mismo.

Los reclusos, como es sabido, poseen su propia moralidad. Y ése era el caso de Pendel.

Y tras flagelarse y exonerarse debidamente, recobró la paz, salvo que el gato negro seguía mirándolo ceñudo y la paz que sentía era una paz armada, una indignación constructiva más intensa y lúcida que cualquier otra que hubiese sentido en una vida pródiga en injusticias. La notaba en las manos, crispadas y con un continuo hormigueo. En la espalda, sobre todo en los hombros. En la cadera y los talones mientras deambulaba por la casa o la sastrería. Y en este estado de exaltación era capaz de cerrar los puños y golpear el cerco de madera del banquillo de los acusados que mentalmente siempre lo rodeaba, y proclamar su inocencia, o algo tan cercano a la inocencia que prácticamente podía considerarse como tal: Porque, ya puesto, su señoría, le diré otra cosa, si borra de su cara esa sonrisa de ilustrísimo cordero:
hacen falta dos para bailar un tango
. Y el señor Andrew Osnard, miembro del celestial como se llame de su majestad la reina,
baila el tango
. Lo percibo. Si él lo percibe también es otra cuestión, pero yo
diría
que sí. A veces la gente no es consciente de lo que hace. Pero Andy está azuzándome. Está convirtiéndome en mucho más de lo que soy, contándolo todo dos veces y fingiendo que sólo ha sido una, y además huele a corrupción, olor que conozco bien, y Londres es peor que él.

En este punto de sus reflexiones Pendel dejó de dirigirse a su Creador, a su señoría o a sí mismo, y fijó la mirada en la pared de su taller, donde casualmente cortaba una vez más un traje destinado a mejorar la vida para Mickie Abraxas, el que le permitiría recuperar a su esposa. A esas alturas, después de tantos trajes, Pendel podría haberlo cortado con los ojos cerrados. Pero los tenía bien abiertos, al igual que la boca. Parecía falto de oxígeno, pese a que su taller, gracias a las grandes ventanas, contenía más que suficiente suministro. En el estéreo sonaba Mozart pero no era Mozart lo que su ánimo necesitaba. Lo apagó con una mano sin mirar siquiera. Con la otra dejó la tijera, pero su mirada no se alteró. Siguió fija en el mismo punto de la pared, que a diferencia de otras paredes que había conocido no era gris granito ni verde cieno sino de un relajante color gardenia fruto del esfuerzo conjunto de Pendel y su decorador.

De pronto habló. En voz alta. Y pronunció una sola palabra.

No como podría haberla pronunciado Arquímedes. No sustentada en una emoción reconocible. Sino con el tono de las básculas parlantes que habían alegrado las estaciones de su infancia. Mecánicamente pero con rotundidad.


Jonás
—dijo.

Harry Pendel había alcanzado por fin la visión global, Flotaba ante sus ojos en aquel mismo instante, intacta, soberbia, fluorescente, completa. La había poseído desde el principio, comprendió entonces, como un fajo de billetes en el bolsillo trasero del pantalón mientras pasaba hambre, pensaba que no tenía nada, forcejeaba, se esforzaba por obtener un conocimiento inasible. ¡Y sin embargo ya lo poseía! ¡Estaba allí, a su disposición, en su reserva secreta! ¡Y se había olvidado de su existencia hasta ese momento! Y de pronto se alzaba ante él en todo su esplendor polícromo. Mi visión global, que fingía ser una pared. Mi conspiración que por fin ha encontrado una causa. La versión original e íntegra. Presentada en sus pantallas a petición del público. Y radiantemente iluminada por la ira.

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