El sastre de Panamá (29 page)

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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

BOOK: El sastre de Panamá
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—No del todo, señor.

—Eso se debe a que aún carece de visión global. Pero ya la adquirirá. Créame, la adquirirá.

—Para obtener una visión global, Andrew, intervienen varios elementos. Reunir información sólida sobre el terreno es sólo uno de ellos. El agente secreto nato es el hombre que sabe qué busca antes de encontrarlo. Recuérdelo, joven señor Osnard.

—Lo recordaré.

—Intuye. Selecciona. Prueba. Dice sí o no, pero no es omnívoro. A la hora de seleccionar, es incluso puntilloso. ¿Ha quedado claro?

—Me temo que no, señor.

—Bien. Porque en el momento oportuno será puesto al corriente de todo, o mejor dicho, no de todo sino de una esquina. —Esperaré con impaciencia.

—Esperará con calma. La paciencia es otra de las virtudes del agente secreto nato. Debe poseer la paciencia de un piel roja. Y también su sexto sentido. Debe aprender a ver más allá del horizonte.

Para ilustrarlo al respecto, Luxmore dirige la mirada río arriba una vez más, hacia las macizas fortalezas de Whitehall, y frunce el entrecejo. Pero al parecer el destinatario de su ceñuda expresión es Estados Unidos.


Peligrosa inseguridad en sí mismos
, así llamo yo a esa actitud, joven señor Osnard. La mayor superpotencia mundial refrenándose por puritanismo. ¡Dios nos asista! ¿Es que no han oído hablar de Suez? Hay allí más de un fantasma que debe de haberse levantado de su tumba. En política, joven señor Osnard, no hay mayor criminal que aquel que se inhibe de usar su honorable poder. Estados Unidos debe empuñar su espada o perecerá, y nos arrastrará a todos en su caída. ¿Acaso debemos quedarnos de brazos cruzados mientras otros entregan en bandeja a los paganos el inestimable patrimonio de Occidente? ¿Mientras la esencia de nuestro comercio, de nuestro poder mercantil, se nos escurre entre los dedos? ¿Mientras la economía japonesa nos anula y los tigres del Sudeste asiático nos arrancan los miembros uno a uno? ¿Es eso propio de nosotros? ¿Es ése el espíritu de la actual generación, joven señor Osnard? Quizá sí. Quizá estarnos perdiendo el tiempo. Sáqueme de dudas, por favor. No lo digo en broma, Andrew.

—No es
mi
espíritu, eso se lo aseguro, señor —respondió Osnard con fervor.

—Buen chico. Tampoco el mío, tampoco el mío. —Luxmore guarda silencio por un instante, calibra a Osnard con la mirada, preguntándose hasta qué punto puede confiar en él—. Andrew.

—Señor.

—Gracias a Dios, no estamos solos.

—Me alegro, señor.

—Dice que se alegra. ¿Qué es lo que sabe?

—Sólo lo que usted acaba de decirme —contestó Osnard—. Y la impresión que yo tengo desde hace tiempo.

—¿No le informaron en el curso de adiestramiento?

Informarme ¿de qué?, se pregunta Osnard.

—No, señor.

—¿En ningún momento le hablaron de cierto organismo conocido como Comisión de Planificación y Realización?

—No, señor.

—¿Presidida por un tal Geoff Cavendish, un hombre de amplias miras, experto en el arte de la influencia y la persuasión pacífica?

—No, señor.

—¿Un hombre que conoce a los americanos como ningún otro?

—No, señor.

—¿Ninguna mención al nuevo realismo que circula por los pasillos de los servicios de inteligencia? ¿A la ampliación de las bases en que se asienta la política encubierta? ¿Al reclutamiento de hombres y mujeres honrados de todas clases y condiciones para servir a la bandera secreta?

—No.

—¿Al esfuerzo por asegurarnos de que quienes han hecho grande a esta nación contribuyan ahora a salvarla, ya sean ministros de la Corona, empresarios, magnates de la prensa, banqueros u hombres de mundo?

—No.

—¿A que juntos
planificaremos
y, después de haber planificado,
realizaremos
nuestros planes? ¿A que en lo sucesivo, mediante la cuidadosa importación de mentes experimentadas, dejaremos de lado todo escrúpulo siempre que la acción pueda detener la podredumbre? ¿Nada?

—Nada.

—En ese caso, joven señor Osnard, debo callar. Y esa misma obligación tiene usted. De ahora en adelante este servicio de inteligencia no se limitará a conocer el grosor de la soga con que van a ahorcarnos. Con la ayuda de Dios, también nosotros empuñaremos la espada con que cortar esa soga. Olvide todo lo que acabo de decir.

—Así lo haré, señor.

Dicho esto, Luxmore vuelve con renovada rectitud al tema que había abandonado momentáneamente.

—¿Acaso preocupa en lo más mínimo a nuestro noble Foreign Office o a los altruistas liberales del Capitolio que los panameños no sean capaces de organizar una cafetería, y ya no hablemos de la principal vía del comercio mundial? ¿Que sean un pueblo corrupto y entregado a los placeres, venal hasta la inmovilidad? —Se da media vuelta como para refutar una objeción procedente del fondo de la sala—. ¿A quién se venderán, Andrew? ¿Quién los comprará? ¿Para qué? ¿Y cuál será la repercusión sobre nuestros intereses vitales? Catastrófica, Andrew, y ésa es una palabra que no uso a la ligera.

—¿Y por qué no calificarla de criminal? —sugiere Osnard servicialmente.

Luxmore niega con la cabeza. Aún no ha nacido el hombre que pueda corregir los adjetivos a Scottie Luxmore con impunidad. El mentor y guía autodesignado de Osnard tiene aún una última baza que jugar, y Osnard debe observarlo, pues casi nada de lo que Luxmore hace es real a menos que alguien lo observe. Levantando el auricular de un teléfono verde que lo comunica con otros inmortales del Olimpo de Whitehall, adopta una expresión que es pícara y seria a la vez.

—¡Tug! —exclama complacido, y por un momento Osnard confunde con una instrucción lo que resulta ser un apodo—. Dime, Tug, ¿es cierto que los planificadores y realizadores se reunirán el próximo jueves en casa de cierta persona? Lo es. Vaya, vaya. Mis espías no son siempre tan precisos, ejem, ejem. Tug, ¿me concederías el honor de almorzar conmigo ese día? ¿Qué mejor manera de prepararte para la difícil prueba? Y si el amigo Geoff pudiese venir, no tendrías inconveniente, ¿no? Invito yo, Tug, insisto. ¿Y adónde podríamos ir? Algún sitio un poco anónimo, he pensado. Es mejor que evitemos los locales más frecuentados. Yo iba a sugerir un pequeño restaurante italiano a un paso del Embankment. ¿Tienes un lápiz a mano, Tug?

Y entretanto gira sobre un talón, se pone de puntillas, y alza las rodillas lentamente para no tropezar con el cable del teléfono.

—¿A Panamá? —repitió jovialmente el jefe de personal—. ¿Cómo primer destino? ¿Usted? ¿Allí solo a tan tierna edad? ¿Con todas esas tentadoras panameñas? ¿Droga, pecado, espías, maleantes? ¡Scottie debe de haber perdido el juicio!

Y después de divertirse a su costa el jefe de personal hizo lo que Osnard ya sabía que iba a hacer. Lo destinó a Panamá. Su inexperiencia no era un obstáculo. Todos sus preparadores habían atestiguado su precocidad en la magia negra. Era bilingüe, y desde el punto de vista operacional estaba inmaculado.

—Tendrás que buscarte tú mismo un escucha —se lamentó el jefe de personal como si acabase de caer en la cuenta—. Según parece, no disponemos de nadie allí. Por lo visto, les dejamos el terreno libre a los americanos. Tontos de nosotros. Informarás directamente a Luxmore, ¿queda claro? Deja al margen a los analistas hasta que se te diga lo contrario.

«Localícenos un banquero, joven señor Osnard —aspiración dental tras la barba—, uno que conozca el mundo. Estos banqueros modernos se prodigan mucho por ahí, y no como los de antes. Recuerdo que teníamos un par en Buenos Aires durante el altercado de las islas Falkland».

Con la ayuda de un ordenador central cuya existencia han negado rotundamente tanto Westminster como Whitehall, Osnard consulta los expedientes de todos los banqueros ingleses de Panamá, pero encuentra sólo unos cuantos y en apariencia ninguno que pueda decirse que conozca el mundo.

«Localícenos, pues, uno de esos magnates modernos, joven señor Osnard —los sagaces ojos escoceses medio ocultos tras los párpados entornados—, alguien con tentáculos en todas partes».

Osnard consulta los antecedentes de los hombres de negocios ingleses residentes en Panamá, y si bien algunos son jóvenes, ninguno tiene tentáculos en todas partes, por más que en su mayoría lo deseen.

«Entonces localice a un reportero, joven señor Osnard. Los reporteros pueden hacer preguntas sin suscitar sospechas, se meten en todas partes, corren riesgos. Debe de haber uno aceptable en algún sitio. Búsquelo. Tráigamelo inmediatamente, si es tan amable».

Osnard consulta los antecedentes de todos los periodistas que visitan de vez en cuando Panamá y hablan español. Un individuo orondo con bigote y pajarita parece accesible. Se llama Hector Pride y escribe para una desconocida revista mensual en lengua inglesa llamada
The Latino
, publicada en Costa Rica. Su padre es un vinatero de Toledo.

«¡Justo el hombre que necesitamos, joven señor Osnard! —Se pasea con vehemencia por la moqueta—. Fíchelo. Cómprelo. El dinero no es obstáculo. Si los tacaños de Hacienda cierran sus arcas, las contadurías de Threadneedle Street abrirán las suyas. Me lo han garantizado altas instancias. Extraño país este, que obliga a los industriales a pagar por su servicio de inteligencia, pero así son las cosas en este mundo regido por los costes…».

Utilizando un alias, Osnard se presenta como investigador del Foreign Office e invita a Hector Pride a almorzar en Simpson’s, gastándose el doble de lo que Luxmore había autorizado para la ocasión. Pride, como tantos otros en su profesión, habla y come y bebe sin mesura, pero no se digna escuchar. Osnard aguarda hasta el pudin para sacar a colación el tema, y luego hasta el gorgonzola, en cuyo punto se agota obviamente la paciencia de Pride, pues para consternación de Osnard abandona su monólogo sobre la cultura inca y el pensamiento peruano contemporáneo y prorrumpe en procaces carcajadas.

—¿Por qué no quieres ligar conmigo? —pregunta con voz estentórea para alarma de los comensales de las mesas cercanas—. ¿Qué tenía la chica del taxi que no tenga yo? ¡Pues vete a meterle mano a ella!

Pride, se sabe después, trabaja para una odiada agencia rival del servicio de inteligencia británico, que posee además la revista donde él escribe.

—Tenemos también a ese hombre del que le hablé —recuerda Osnard a Luxmore—. El que está casado con una empleada de la Comisión del Canal. No puedo evitar pensar que es el candidato ideal.

Ha estado pensando en ello, y en nada más, durante días y noches. «La suerte favorece sólo a las mentes preparadas». Ha conseguido los antecedentes penales de Pendel, ha observado con detenimiento las fotografías de Pendel, de frente y de perfil, ha analizado sus declaraciones a la policía aunque en su mayor parte obviamente fueron inventadas por su circunstancial público, ha leído los informes de los psiquiatras y los asistentes sociales, los informes de comportamiento en prisión, ha averiguado todo lo que ha podido sobre Louisa y el pequeño mundo interior de la Zona. Como un adivino oculto, se ha adentrado en sus vibraciones e intimidades psíquicas, lo ha estudiado con la misma atención con que un vidente estudiaría el mapa de la impenetrable selva donde ha desaparecido el avión: voy a reunirme contigo, sé qué eres, espérame, «la suerte favorece sólo a las mentes preparadas».

Luxmore reflexiona. Hace sólo una semana descartó a ese mismo Pendel para la elevada misión que tiene planeada: «¿Cómo mi escucha, Andrew? ¿Y el suyo? ¿En un destino de vital importancia? ¿Un sastre? ¡Seríamos el hazmerreír de nuestros superiores!».

Y cuando Osnard insiste de nuevo, esta vez después de un almuerzo, cuando Luxmore tiende a mostrarse más generoso: «Soy un hombre sin prejuicios, joven señor Osnard, y respeto su opinión. Pero esos tipos del East End siempre acaban apuñalándolo a uno por la espalda. Lo llevan en la sangre. ¡Santo Dios, aún no hemos llegado al punto de tener que reclutar presos!».

Pero de eso hace una semana, y el tictac del reloj panameño resuena con mayor fuerza a cada segundo que pasa.

—¿Sabe? Creo que tenemos aquí un éxito seguro —declara Luxmore mientras se succiona los dientes y hojea por segunda vez el compendioso expediente de Harry Pendel—. Lo más prudente era estudiar primero a fondo todas las posibilidades, desde luego. Nuestros superiores sabrán valorar sin duda ese esfuerzo. —Se detiene en la inverosímil confesión del joven Pendel ante la policía, asumiendo toda la culpa, no delatando a nadie—. Cuando uno mira bajo la superficie, este hombre se revela como material de primera categoría, justo la clase de escucha que necesitamos en una pequeña nación llena de criminales. —Aspiración—. Durante el conflicto de las islas Falkland tuvimos a un tipo de características semejantes infiltrado en los muelles de Buenos Aires. —Sus ojos se posan por un instante en Osnard, pero no se advierte en su mirada indicio alguno de que considera a su subordinado igualmente apto para una sociedad con marcadas tendencias criminales—. Tendrá que domarlo, Andrew. Estos sastres del East End son salvajes por naturaleza, ¿se ve capaz?

—Creo que sí, señor. Si me da usted algún que otro consejo…

—Un villano es totalmente válido en este juego, siempre y cuando sea
nuestro
villano. —Los documentos de inmigración del padre que Pendel no llegó a conocer—. Y la esposa es sin duda una baza interesante —aspiración—, con un pie ya en la Comisión del Canal. Y además hija de un ingeniero norteamericano, Andrew; veo aquí un factor estabilizador. Y buena cristiana. Nuestro hombre del East End se ha rehabilitado, parece. La religión no ha supuesto una barrera. Y el propio interés ha desempeñado un papel decisivo, como de costumbre. —Aspiración—. Andrew, empiezo a ver que el asunto cobra forma en nuestro horizonte. Tendrá que repasar sus cuentas tres veces, es una simple advertencia. Trabajará con ahínco, y posee olfato, astucia, pero ¿será usted capaz de controlarlo? ¿Quién va a manejar a quién? Ese es el problema. —Un vistazo a la partida de nacimiento de Pendel, con el nombre de la madre que lo abandonó—. Estos individuos saben cómo ganarse a la gente, eso es indudable, desde luego. Y cómo sacar tajada. Finalmente pienso que daremos el visto bueno. ¿Podrá hacerlo?

—Creo que sí, la verdad.

—Sí, Andrew. Yo también lo creo. Un tipo ciertamente espinoso, pero a
nuestro
servicio, eso es lo que cuenta. Tiene capacidad de asimilación, se ha formado en la cárcel, conoce el lado oscuro de la calle —aspiración— y las mezquindades del alma humana. Entraña riesgos, lo cual me agrada. Y también agradará a nuestros superiores. —Luxmore cierra ruidosamente la carpeta y reanuda sus paseos por la moqueta, esta vez en un radio mayor—. Si no podemos apelar a su patriotismo, podemos amenazarlo y apelar a su codicia. Permítame que lo instruya sobre la importancia de un escucha, Andrew.

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