El sastre de Panamá (13 page)

Read El sastre de Panamá Online

Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

BOOK: El sastre de Panamá
6.34Mb size Format: txt, pdf, ePub

Así pues, los gritos no tardaron en llegar a lo alto del cerro, y Pendel, que en su día había oído no pocos gritos e incluso proferido unos cuantos, nunca habría imaginado que un grito humano podía elevarse por encima del escalofriante rugido de los vehículos blindados o el estruendo del armamento más avanzado, pero desde luego así era, en especial cuando se aunaban multitud de gritos y surgían en su mayoría de las gargantas sanas de niños asustados en medio del nauseabundo hedor de la carne humana quemada.

—Harry, entra. Te necesitamos, Harry. Harry, ven aquí. Harry, no entiendo qué haces ahí fuera.

Ésos eran los gritos de Louisa, encajonada en el armario de la limpieza que había bajo la escalera, afianzando la espalda encorvada contra los travesaños para mayor protección de sus hijos: Mark, por entonces de casi dos años, se abrazaba a su vientre, empapándola a través del pañal —Mark, como los soldados norteamericanos, parecía disponer de una reserva ilimitada de munición—; Hannah, arrodillada a sus pies con zapatillas y un camisón del oso Yogi, rezando a alguien que insistía en llamar Jovey, quien como más tarde dedujeron era una amalgama de Jesús, Jehová y Júpiter, una especie de cóctel divino compuesto por los residuos del folklore espiritual que había recopilado en sus tres años de vida.

—Saben lo que hacen —repetía Louisa una y otra vez con un potente bramido militar que recordaba perturbadoramente la voz de su padre—. Esto no es una improvisación. Lo tienen todo calculado. Nunca alcanzan objetivos civiles. Nunca.

Y Pendel, por el amor que le inspiraba, tuvo la delicadeza de dejarla con su fe mientras El Chorrillo gemía, llameaba y se desmoronaba bajo las sucesivas incursiones del armamento que el Pentágono necesitase probar en aquella ocasión.

—Marta vive allí —dijo.

Pero una mujer que teme por la vida de sus hijos no teme por nadie más, así que al amanecer Pendel salió a dar un paseo por las inmediaciones y oyó un silencio que jamás había oído desde su llegada a Ciudad de Panamá. De pronto comprendió que, al pactarse las condiciones del alto el fuego, todas las partes habían acordado que allí no volvería a haber aire acondicionado, construcción de edificios, excavaciones o dragados; que todos los automóviles, vehículos de carga, autobuses escolares, taxis, camiones de basura, coches de policía y ambulancias quedaban desterrados para siempre; y que nunca más se permitiría gritar a los niños o las madres bajo pena de muerte.

Ni siquiera la colosal y majestuosa columna de humo negro que se alzaba de lo que horas antes había sido El Chorrillo emitía el menor sonido mientras se vaciaba en el cielo matutino. Sólo un grupo de descontentos se negaba como de costumbre a acatar la prohibición. Eran los últimos francotiradores atrincherados en el complejo de la comandancia, que disparaban aún contra los emplazamientos norteamericanos de las calles adyacentes. Pero en breve también ellos, persuadidos por los tanques apostados en cerro Ancón, guardaron silencio.

Ni siquiera el teléfono de la gasolinera había quedado exento de la expiatoria ordenanza. Estaba intacto. Se hallaba en perfecto estado de funcionamiento. Pero el número de Marta rehusaba dar señal.

Aferrándose con actitud desafiante a su recién asumida responsabilidad de hombre maduro y solitario ante una decisión vital, Pendel saltó sobre su balancín familiar de devoción y pesimismo crónico con una desenfrenada irresolución que amenazó con descabalgarlo. De las acusadoras voces de Bethania corría al santuario de la sastrería, y de las acusadoras voces de la sastrería corría al santuario del hogar, y todo por sopesar tranquilamente sus opciones. Ni por un segundo consideró la idea —ni siquiera en los momentos en que más le remordía la conciencia— de que estaba oscilando entre dos mujeres. Te han desenmascarado, se decía con el triunfalismo de quien ve cumplidas sus peores expectativas. Vas a pagar las consecuencias de tus delirios de grandeza. Tu mundo imaginario se desmorona alrededor y la culpa es tuya por erigir un templo sin cimientos. Pero tan pronto como esgrimía estos apocalípticos augurios acudía en su rescate el optimista consejero que llevaba dentro: ¿Así que unas cuantas verdades molestas se convierten ya en una Némesis? —Usando la voz de Benny—. ¿Aparece un diplomático joven y distinguido pidiéndote que des la cara por Inglaterra como un hombre, y te ves ya en el depósito de cadáveres? ¿Acaso una Némesis se ofrecería a ser tu millonario loco, te metería en el bolsillo un grueso fajo de billetes de cincuenta y te diría que hay más esperándote? Te ha llamado «regalo del cielo», Harry, cosa que no te ha dicho mucha gente. ¿Una ocasión única? ¿Una Némesis?

Y de pronto Hannah necesitaba que el Gran Tomador de Decisiones decidiese qué libro le convenía leer para el concurso de lectura del colegio, y Mark necesitaba que le oyese interpretar
Lazy Sheep
con su violín nuevo a fin de decidir si daba la talla para presentarse a su examen, y Louisa necesitaba su parecer sobre el último escándalo en la sede de la Comisión a fin de decidir qué pensar en cuanto al futuro del Canal, pese a que las opiniones de Louisa a ese respecto estaban ya de sobra decididas desde hacía tiempo: el incomparable Ernesto Delgado, modelo de virtud con el respaldo del gobierno de Estados Unidos y guardián de los valores de un pasado dorado, no era susceptible de culpabilidad alguna.

—Harry, no lo entiendo. Basta con que Ernesto abandone el país durante diez días para acompañar a su presidente, y su equipo autoriza de inmediato el nombramiento nada menos que de cinco atractivas panameñas para puestos de relaciones públicas a escala continental cuando no poseen más méritos que ser jóvenes y blancas, conducir BMWs, vestir ropa de diseño, tener pechos grandes y padres ricos, y negarse a hablar con los empleados permanentes.

—Vergonzoso —decidió Pendel.

Y de vuelta en la sastrería Marta necesitaba repasar con él las facturas vencidas y los pedidos todavía sin recoger a fin de decidir a quién hostigar y a quién conceder otro mes.

—¿Cómo van esos dolores de cabeza? —preguntó Pendel con ternura al advertir que Marta estaba aún más pálida que de costumbre.

—No es nada —contestó ella desde detrás de su cabello.

—¿Se ha averiado otra vez el ascensor?

—El ascensor está averiado por tiempo indefinido. —Esbozó una sonrisa torcida—. El ascensor se ha declarado oficialmente averiado.

—Lo siento.

—Pues no lo sienta. El ascensor no es responsabilidad suya. ¿Quién es ese Osnard?

Pendel se sobresaltó. ¿Osnard?
¿Osnard?
Un cliente, mujer. ¡No vuelvas a hablarme de él!

—¿Por qué lo preguntas? —dijo, ya totalmente sereno.

—Es mala persona.

—¿Y no lo son todos mis clientes? —repuso Pendel, aludiendo en broma a la preferencia de Marta por la gente del otro lado del puente.

—Sí, pero esos otros no son conscientes —matizó Marta, ahora sin sonreír.

—¿Y Osnard sí es consciente?

—Sí. Osnard es mala persona. No acceda a lo que le ha pedido.

—Pero ¿qué me ha pedido?

—No lo sé. Si lo supiera, se lo impediría. Por favor.

Habría añadido «Harry». Pendel vio formarse su nombre en los labios maltrechos de Marta. Pero ella tenía a mucha honra no aprovecharse nunca de su indulgencia en la sastrería, no demostrar mediante palabras o gestos que estaban unidos en su otra vida, que cada vez que se veían, veían lo mismo desde distintas ventanas: Marta tirada en la calle como basura sin recoger con los vaqueros y la camisa blanca hechos jirones mientras tres miembros de los batallones de la dignidad de Noriega, conocidos cariñosamente como «dignobates», intentaban por turno ganarse su afecto y su voluntad con la ayuda de un bate de béisbol ensangrentado, empezando por la cara. Pendel mirándola mientras otros dos dignobates lo sujetaban por los brazos, y gritando desesperadamente, primero asustado, luego furioso y por último suplicante, rogándoles que la dejaran. Pero fue en vano. Lo obligaron a mirar. Porque ¿de qué serviría darle un escarmiento a una rebelde si no había nadie para tomar buena nota?

—Es un error, capitán. Es pura coincidencia que esta mujer lleve la camisa blanca de protesta.

—Cálmese, señor. No seguirá siendo blanca durante mucho tiempo.

Marta en la cama de la clínica improvisada adonde Mickie los ha llevado valerosamente; Marta desnuda, cubierta de sangre y magulladuras, mientras Pendel asedia al médico, prometiéndole dólares y garantías, y Mickie monta guardia en la ventana.

—Somos mejores de lo que parece —susurra Marta a través de los labios sanguinolentos y los dientes rotos.

Quiere decir que hay un Panamá mejor. Habla de la gente del otro lado del puente.

Al día siguiente detienen a Mickie.

—He pensado en convertir el Rincón del Deportista en una especie de sala de reuniones —anunció Pendel a Louisa, todavía en busca de una decisión—. Ya me parece estar viendo allí un bar.

—Harry, no entiendo para qué necesitas un bar. En tus tertulias de los jueves hay ya bastante alboroto sin bar.

—Es para atraer a la gente, Lou. Para aumentar la clientela. Los amigos traen a sus amigos, éstos se ponen cómodos, se relajan, echan un vistazo a los muestrarios, y empezamos a llenar libros de pedidos.

—¿Y dónde irá el probador? —objetó Louisa.

Buena pregunta, pensó Pendel. Ni siquiera Andy sería capaz de encontrar una respuesta. Decisión aplazada.

—Para los clientes, Marta —explicó Pendel con paciencia—. Para todos los que vienen a comer tus sándwiches. Y así se multiplicará la clientela y encargarán más trajes.

—Por mí, ojalá se envenenasen todos con los sándwiches.

—¿Y a quién vestiría yo entonces? A esos estudiantes exaltados amigos tuyos, supongo. La primera revolución del mundo hecha a medida, por gentileza de P & B. Muchas gracias.

—¿Y por qué no? ¿Acaso no iba Lenin en Rolls-Royce? —replicó ella con igual sentido del humor.

No le pregunté por los bolsillos, pensó Pendel mientras cortaba un esmoquin a última hora del día al compás de la música de Bach. Ni por los dobladillos o la holgura del pantalón. Tampoco le hablé de las ventajas de los tirantes con respecto al cinturón en un clima húmedo, sobre todo para caballeros cuya cintura es lo que yo llamo un continuo vaivén. Provisto de esta excusa, se disponía a levantar el auricular cuando sonó el teléfono, ¿y quién podía ser sino Osnard, que le propuso salir a tomar una copa antes de retirarse a casa?

Quedaron en el moderno bar forrado de madera del hotel Executive, una torre blanca e impoluta situada a un paso de la sastrería. Un enorme televisor ofrecía un partido de baloncesto a dos atractivas muchachas en minifalda. Pendel y Osnard se sentaron lejos de ellas en unas sillas de mimbre más pensadas para reclinarse cómodamente contra el respaldo que para mantenerse en la postura que ellos habían elegido, con el cuerpo hacia adelante y las cabezas muy juntas.

—¿Ya te has decidido? —preguntó Osnard.

—En realidad no, Andy. Estoy en ello, digamos. Deliberando.

—En Londres están entusiasmados con lo que han oído. Quieren cerrar el trato.

—Vaya, estupendo, Andy —dijo Pendel—. Debes de haberme puesto por las nubes.

—Te quieren trabajando a pleno rendimiento cuanto antes. Están fascinados con eso de la Oposición Silenciosa. Les interesa conocer los nombres de los protagonistas, las fuentes de financiación, los lazos con los estudiantes, si existe algún manifiesto, métodos y objetivos.

—Ah, bien. Sí. De acuerdo —contestó Pendel, preocupado entre otras muchas cosas porque había perdido de vista a Mickie Abraxas, el gran guerrillero, y a Rafi Domingo, su ilustre patrocinador. Cortésmente, añadió—: Me alegra saber que les ha gustado.

—He pensado que podrías sonsacarle algo a Marta: pormenores del activismo estudiantil. Fabricación de artefactos explosivos en las aulas y esas cosas.

—Ah, bien. De acuerdo.

—Quieren establecer una relación formal, Harry. Y yo también. Ficharte, prepararte, pagarte, enseñarte un par de trucos. Prefieren que el asunto no se enfríe.

—Es cuestión de días, Andy. Ya te lo dije. No me gusta precipitarme. Reflexiono.

—Han mejorado las condiciones en un diez por ciento —informó Osnard—. Eso te permitirá una mayor dedicación. ¿Quieres que repasemos juntos las condiciones?

Tanto si Pendel quería como si no, Osnard comenzó a enumerarlas, mascullando a través de una mano ahuecada como si se escarbase los dientes con un palillo: tanto de anticipo, tanto en plazos mensuales para amortizar el crédito, primas en efectivo según la calidad del producto —siempre a criterio de Londres—, una gratificación de tanto al final del trabajo.

—En tres años máximo saldrías del atolladero —agregó.

—O en menos, con un poco de suerte.

—O de inteligencia —puntualizó Osnard.

—Harry.

Ha pasado una hora pero Pendel se siente demasiado distante de su mundo para volver a casa, así que ha vuelto al taller y está de nuevo con su esmoquin y su Bach.

—Harry.

Escucha la voz de Louisa la primera vez que hicieron el amor, que lo hicieron realmente, no sólo dedos y lengua y el oído atento por si los padres de ella regresaban del cine, sino completamente desnudos en la cama de Harry, que vive en una miserable buhardilla de Calidonia, donde corta trajes por las noches después de vender ropa de confección durante todo el día en la tienda de un astuto sirio llamado Alto. Su primer intento no se ha visto coronado por el éxito. Los dos sienten vergüenza, los dos se han iniciado tarde en el amor, inhibidos por demasiados fantasmas familiares.

—Harry.

—Sí, cariño.

Ninguno de los dos pronuncia con naturalidad la palabra «cariño». Ni al principio ni nunca.

—Si el señor Braithwaite te dio tu primera oportunidad, te acogió bajo su techo, te convenció de que estudiases por las noches y te apartó de ese siniestro tío Benny tuyo, cuenta con mi total aprobación.

—Me alegra que pienses así, cariño.

—Debes honrarlo y venerarlo, y hablarle de él a nuestros hijos cuando crezcan para que vean como un buen samaritano puede salvar la vida de un huérfano.

—Arthur Braithwaite era el único hombre decente con quien me había cruzado hasta que conocí a tu padre, Lou —asegura Pendel con unción.

¡Y no mentía, Lou!, prorrumpe Pendel en su mente con desesperación mientras aplica la tijera al hombro izquierdo. ¡En el mundo todo es verdad si se inventa con suficiente convicción y se ama a la persona a quien va dirigido!

Other books

Colonial Prime by KD Jones
Swan Sister by Ellen Datlow, Terri Windling
7 Years Bad Sex by Nicky Wells
Rain Shadow by Madera, Catherine
Dead Old by Maureen Carter
Jackaby by William Ritter
The Ex-Wives by Deborah Moggach
Bonjour Tristesse by Francoise Sagan