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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

El sastre de Panamá (9 page)

BOOK: El sastre de Panamá
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—¿Y no andas metido en aprietos? —dijo Osnard.

Pendel no entendió la pregunta.

—Gente con la que prefieres no cruzarte: acreedores, maridos engañados, algo así.

—Sólo tengo deudas con el banco, Andy. En cuanto a lo otro, no voy por ahí persiguiendo esposas ajenas, aunque, conociendo a los latinos, nunca lo admitiría ante mi clientela. Pensarían que soy un capón o un marica. —Rió por ambos con mayor estridencia de la necesaria mientras Osnard permanecía atento a los retrovisores—. ¿De dónde eres, Andy? ¿Dónde tienes tus raíces? Por lo que se ve, tu padre ocupa un papel destacado en tu vida, a menos que también sea un personaje imaginario. ¿Fue un hombre famoso? Seguro que sí.

—Era médico —respondió Osnard sin vacilar.

—¿Cuál era su especialidad? ¿Neurocirugía? ¿Cardiología?

—Medicina general.

—¿Dónde ejercía? ¿En algún país exótico?

—En Birmingham.

—¿Y tu madre de dónde era, si no es indiscreción?

—Del sur de Francia.

Pero Pendel no pudo menos que preguntarse si Osnard había emplazado a su difunto padre en Birmingham y a su madre en la Costa Azul con la misma despreocupación con que él había emplazado al difunto Braithwaite en Pinner.

El club Unión es donde los multimillonarios de Panamá se dan cita aquí en la tierra. Al cruzar el arco rojo en forma de pagoda, Pendel con la debida deferencia, redujo la velocidad hasta casi detenerse en su afán de demostrar a los dos vigilantes uniformados que él y su acompañante eran blancos y de clase media. Los viernes son noches de discoteca para los hijos de los gentiles adinerados. Frente a la rutilante entrada, flamantes todoterrenos vomitaban adustas princesas de diecisiete años y efebos de fornido cuello mirada vacía con pulseras de oro. Un pasillo delimitado por gruesos cordones de color carmesí conducía hasta la puerta, custodiada por hombres de anchas espaldas con uniformes de chófer y placas de identificación colgadas de un ojal. Tras obsequiar a Osnard con una confiada sonrisa, escrutaron a Pendel con expresión ceñuda pero le franquearon el paso. El vestíbulo, abierto al mar, era amplio y fresco. Una rampa tapizada de verde descendía a una terraza. Más allá se avistaba la bahía con su perpetua hilera de barcos, dispuestos como buques de guerra bajo una masa de negros nubarrones. La última claridad del día se difuminaba por momentos. El humo del tabaco, los perfumes caros y la música rítmica saturaban el aire.

—¿Ves aquella carretera elevada, Andy? —preguntó Penden, señalando con el brazo en un ademán de anfitrión, mientras con la otra mano anotaba el nombre de su invitado en el libro de visitas—. Pues el terraplén sobre el que está construida se hizo con los escombros extraídos del Canal. Impide que los sedimentos de los ríos se depositen en el fondo de la vía navegable. Nuestros antepasados yanquis no tenían un pelo de tontos —declaró, probablemente por identificación con Louisa, pues él no descendía de yanquis—. Es una lástima que hayan desaparecido los cines al aire libre; tendrías que haberlos visto, Parece mentira, ¿no? Cines al aire libre aquí en la estación de las lluvias. Pues los había. ¿A que no adivinas con qué frecuencia llueve en Panamá entre las seis y las ocho de la tarde, tanto en la estación de las lluvias como el resto del año? ¡Un promedio anual de dos días! Sorprendido, veo.

—¿Dónde podemos tornar una copa? —dijo Osnard.

Pero Pendel deseaba mostrarle antes la última y más extraordinaria innovación del club: un ascensor silencioso, provisto de un magnífico revestimiento interior, para que las herederas geriátricas suban y bajen los casi tres metros que separan las dos plantas.

—Vienen a echar la partida, Andy. Algunas de esas ancianas juegan a las cartas día y noche. Deben de pensar que podrán llevarse la ganancia al otro barrio.

El bar se hallaba en plena fiebre del viernes noche. En todas las mesas los animados concurrentes se saludaban, y gesticulaban, se palmeaban los hombros, discutían, saltaban se hacían callar mutuamente a gritos. En medio de todo eso algunos se tomaban un momento para llamar a Pendel, estrecharle la mano y expresar alguna observación jocosa, sobre su traje.

—Permíteme que te presente a mi buen amigo Andy Osnard, uno de los hijos predilectos de su majestad, recién llegado de Inglaterra para rehabilitar el buen nombre de la diplomacia —dijo a un banquero llamado Luis.

—La próxima vez basta con que digas Andy —aconsejó Osnard cuando Luis volvió al lado de sus chicas—. Les trae sin cuidado quién soy o quién dejo de ser. Por cierto, ¿hay algún gerifalte esta noche? ¿Quiénes han venido? Delgado no, desde luego. Se ha tomado unas vacaciones en Japón con el presi.

—Correcto, Andy, Ernie está en Japón, gracias a eso Louisa puede tomarse un respiro. ¡Vaya, vaya! ¿Quién tenemos aquí? Increíble.

Panamá tiene chismorreo en lugar de cultura. La mirada de Pendel se había posado en un cincuentón de aspecto distinguido y poblado bigote acompañado de una hermosa joven. Él vestía traje oscuro y corbata plateada; ella llevaba la larga cabellera negra caída sobre un hombro desnudo y un collar de diamantes de tamaño suficiente para hundirla. Estaban sentados uno al lado del otro, muy erguidos, como una pareja en una vieja fotografía, y recibían las felicitaciones de quienes los querían bien.

—Nuestro galante juez, Andy, está de nuevo entre nosotros —explicó Pendel en respuesta a los apremiantes requerimientos de Osnard—, y sólo una semana después de retirarse los cargos contra él.

—¿Es cliente tuyo?

—En efecto, Andy, y muy apreciado. Tengo invertidos en ese caballero cuatro trajes a medio hacer, además de un esmoquin, y hasta la semana pasada todo ello estaba condenado a saldarse en las rebajas de Año Nuevo. —Sin precisar mayores ruegos, Pendel prosiguió con la historia, expresándose con esa pedantería que nos induce a pensar que una persona se ajusta escrupulosamente a la verdad—. Hace un par de años mi amigo Miguel llegó a la conclusión de que cierta amiga suya, cuyo bienestar había asumido él como obligación personal, concedía sus favores a otro. Dicho rival también era, cómo no, letrado. En Panamá siempre lo son, y en su mayoría, lamento decir, formados en universidades norteamericanas. Así que Miguel hizo lo que cualquiera haría en tales circunstancias: contrató a un matón que puso oportuno remedio a tan irritante asunto.

—Bien por él. ¿Y cómo?

Pendel recordó una frase que Mark había sacado de un escabroso cómic, confiscado posteriormente por Louisa.

—Envenenamiento por plomo, Andy. Los profesionales tres balazos: uno en la cabeza, dos en el cuerpo, y lo que quedó de él en las primeras páginas de todos los periódicos. El asesino fue detenido, cosa insólita en Panamá. Y confesó cumplidamente, cosa que, admitámoslo, no lo es. —Pendel hizo una pausa, permitiendo a Osnard introducir una apreciativa sonrisa en la conversación y aprovechando el instante para acopiar inspiración artística. O como diría el tío Benny, para poner en claro el meollo. Darle rienda suelta a su afluencia. Exprimir bien la anécdota para mayor disfrute del público—. El fundamento de la detención, y la subsiguiente confesión, fue un cheque de cien mil dólares, extendido por nuestro amigo Miguel a nombre del susodicho matón e ingresado en un banco panameño partiendo del arriesgado supuesto de que la confidencialidad bancaria garantizaría la inmunidad ante miradas indiscretas.

—Y ésa es la dama en cuestión —adivinó Osnard con tácita admiración—. Se diría que tiene grandes aptitudes para la pantomima.

—La misma, Andy, y ahora unida a Miguel en santo matrimonio, aunque, según se cuenta, esa limitación no acaba de satisfacerle. Y lo que estás viendo esta noche es una triunfal demostración del retorno a la honra de Miguel y Amanda.

—¿Cómo demonios se las ha apartado?

—Verás, Andy, en primer lugar —continuó Pendel, enardecido por una omnisciencia que excedía con mucho su conocimiento real del caso— se habla de un soborno de siete millones de dólares, que nuestro docto juez puede permitirse de sobra habida cuenta de que posee una agencia de transporte especializada en la importación de arroz y café de Costa Rica, y sus camiones entran en el país sin causar innecesarias molestias a nuestros agobiados funcionarios, ya que su hermano es un alto cargo de aduanas.

—¿Y en segundo lugar? —preguntó Osnard.

Pendel estaba disfrutando de todo: de sí mismo, de su voz, de su propia triunfal resurrección.

—La comisión judicial designada para examinar las pruebas contra Miguel llegó a la sabia conclusión de que los cargos carecían de credibilidad. Se consideró que aquí en Panamá cien mil dólares era un precio exagerado para un simple asesinato, pues la tarifa corriente para un trabajo de esas características ronda los mil dólares. Además, ¿qué juez en su sano juicio firmaría un cheque nominal a un asesino a sueldo? Tras largas deliberaciones, la comisión dictaminó que la acusación era un burdo intento de incriminar en el delito a un probo servidor de su partido y su país. En Panamá tenemos un dicho: la justicia es un hombre.

—¿Y qué han hecho con el asesino?

—En un segundo interrogatorio tuvo la gentileza de confirmar que no había visto a Miguel en su vida y que había recibido las instrucciones de un hombre con barba y gafas de sol con quien se había reunido una sola vez en el vestíbulo del hotel Caesar Park durante un apagón.

—¿No hubo protestas? —dijo Osnard.

Pendel negó con la cabeza.

—Ernie Delgado y otros virtuosos defensores de los derechos humanos lo intentaron, pero como de costumbre sus protestas cayeron en saco roto debido a cierta laguna en su credibilidad —explicó antes de pensar siquiera a qué se refería en particular. Sin embargo siguió adelante como un camionero dándose a la fuga—. Ernie no ha sido siempre tan intachable como lo pintan, o eso dicen.

—¿Quiénes?

—Ciertos círculos, Andy. Círculos bien informados.

—¿Significa eso que saca tajada como todos los demás? —inquirió Osnard.

—Corren rumores al respecto —respondió Pendel enigmáticamente, entornando los párpados para mayor veracidad—. Y disculpa, pero prefiero no entrar en detalles. Si no ando con cuidado, acabaré diciendo algo contrario a los intereses de Louisa.

—¿Y qué ha pasado con el cheque?

Pendel advirtió con inquietud que los pequeños ojos de Osnard, como antes en la sastrería, parecían dos orificios negros en la blanda superficie de su rostro.

—Una tosca falsificación, Andy, como se había sospechado —contestó, notando un repentino calor en las mejillas—. El cajero del banco en cuestión ya ha sido oportunamente relevado de su puesto, me complace informar, así que no volverá a ocurrir. Y por otra parte están, cómo no, los trajes blancos. El blanco desempeña un papel muy importante en Panamá, más de lo que mucha gente cree.

—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Osnard sin dejar de mirarlo.

Quería decir que Pendel había visto a un austero holandés que habitualmente daba extraños apretones de manos y hablaba en confidenciales susurros acerca de asuntos mundanos.

—Masones, Andy —aclaró, con el vivo deseo de desviar la mirada de Osnard—. Sociedades secretas. Opus Dei. El vudú de las clases altas. Una garantía por si la religión falla. Es un país muy supersticioso, Panamá. Deberías vernos con nuestros billetes de lotería dos veces por semana.

—¿Cómo te enteras de todo eso? —quiso saber Osnard, dando a su voz una trayectoria descendente para que sólo Pendel lo oyese.

—Por dos canales, Andy.

—¿Qué canales?

—Por un lado está lo que yo llamo el corrillo, es decir, las tertulias que se organizan en la sastrería algunos jueves por la noche, siempre de manera espontánea y por iniciativa de mis clientes, para tomar unas copas e intercambiar opiniones.

—¿Y el otro? —preguntó Osnard, de nuevo con su mirada fija y severa.

—Andy, te aseguro que no exagero si te digo que las paredes de mi probador escuchan más confesiones que el sacerdote de una penitenciaría.

Existía un tercer canal que Pendel no mencionó. Se trataba de una tendencia compulsiva, y quizá él mismo no era consciente de que vivía dominado por ella. Consistía en confeccionarse un mundo a la medida. Consistía en mejorar a los demás, en cortarlos y darles forma hasta convertirlos en elementos comprensibles de su universo interior. Consistía en aprovechar su afluencia. Consistía en adelantarse a los acontecimientos y después aguardar a que se produjesen. Consistía en agrandar o empequeñecer a los demás en la medida en que favoreciesen o amenazasen su existencia. Desde su particular prisma, Delgado menguaba y Miguel crecía. Y Harry Pendel permanecía siempre a flote como un corcho. Era una táctica de supervivencia que Pendel había desarrollado en la cárcel y perfeccionado en el matrimonio, y tenía como objetivo dotar a un medio hostil de todo lo que requiriese para mantenerse en un cómodo equilibrio. Hacerlo llevadero. Granjearse su estima. Arrancarle el aguijón.

—Y ahora el bueno de Miguel —continuó Pendel, eludiendo diestramente la mirada de Osnard y sonriendo en dirección al otro extremo del bar— disfruta de lo que yo llamo su última primavera. En mi profesión me encuentro con ese mismo caso una y otra vez. Primero son padres y esposos modélicos, con su rutina de nueve a cinco y sus dos trajes al año. De pronto llegan a la cincuentena y encargan pantalones de gamuza de dos tonos y chaquetas amarillo canario, y sus esposas empiezan a llamar para preguntar si los hemos visto.

Pero Osnard, pese a los denodados esfuerzos de Pendel por desviar su atención, no cesaba de observarlo. Sus ojos castaños y vivaces de zorro buscaban los de Pendel, y su expresión, si alguien en medio de aquel tumulto se hubiese tomado la molestia de sondearla, era la de un hombre que ha encontrado un filón de oro y no sabe si correr en busca de ayuda o excavarlo él solo.

Una falange de bulliciosos recién llegados descendía por la rampa. Pendel los adoraba a todos.

—¡Vaya, Jules, encantado de verte! Te presento a Andy, un viejo amigo mío.
(Importa artículos a comisión, Andy; es mal pagador).

»¡Mordy, dichosos los ojos!
(Es de Kiev, Andy. Llegó con la última oleada de askenazíes y se dedica a trapicheos diversos. Me recuerda a mi tío Benny).
Mordy, saluda a Andy.

»¡Salud, caballero! ¡Mis más sinceros respetos, señora!
(El joven y atractivo Kazuo y su novia adolescente, del centro comercial japonés; la pareja más encantadora de la ciudad. Ya le he hecho tres trajes con sus respectivos pantalones de reserva y aún soy incapaz de pronunciar su otro nombre, Andy).

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