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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

El sastre de Panamá (8 page)

BOOK: El sastre de Panamá
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—Yo no soy nadie —se oyó musitar Pendel desde su lado del velo, y después le llegó el sonido de la cortina del probador al descorrerse.

Y con ojos intencionadamente empañados vio que Osnard se asomaba por la abertura para echar un prudente vistazo al Rincón del Deportista. Volvió a oír la voz de Osnard, pero esta vez tan cerca de su oído que los susurros parecían silbidos.

—Es usted Pendel 906017, ex presidiario y ex delincuente juvenil, condenado a seis años por incendio provocado. Cumplió dos años y medio. Aprendió el oficio de sastre en el trullo. Abandonó el país tres días después de pagar su deuda a la sociedad con la ayuda de su tío paterno Benjamín, ya fallecido. Se casó con Louisa, hija de un militar de la Zona y una profesora de religión, que actualmente trabaja de factótum para el gran Ernesto Delgado cinco días por semana en la Comisión del Canal de Panamá. Dos hijos: Mark, de ocho años; Hannah, de diez, insolvente por gentileza del arrozal. Pendel Braithwaite no es más que una sarta de gilipolleces. Nunca existió tal establecimiento en Savile Row. No hubo liquidación porque no había nada que liquidar. Arthur Braithwaite es uno de los grandes personajes de ficción. No hay nada como una farsa. ¿Qué es acaso la vida? No me mire con esa cara. Soy su premio. La respuesta a sus plegarias. ¿Me oye?

Pendel no oía nada. Permanecía inmóvil con la cabeza gacha y los pies juntos, paralizado por completo, incluso las orejas. Obligándose a salir de su letargo, levantó el brazo de Osnard a la altura del hombro, se lo dobló hasta que tuvo la palma de la mano abierta sobre el pecho, apoyó el extremo de la cinta métrica en el eje central de la espalda y la extendió en torno al codo hasta la muñeca.

—Le he preguntado quién más está al corriente —decía Osnard.

—¿De qué?

—De la farsa. El traspaso de responsabilidades de san Arthur al joven Pendel. P & B, sastres de la realeza. Mil años de historia. Todas esas sandeces. Aparte de su esposa, claro.

—¡Ella no está enterada! —exclamó Pendel, visiblemente alarmado.

—¿No lo sabe?

Enmudeciendo de nuevo, Pendel negó con la cabeza.

—¿
Louisa
no lo sabe? ¿También la ha engañado a ella?

Quédate
shtumm
, Harry, muchacho.
Shtumm
es la palabra.

—¿Y lo de su ligero contratiempo local? —preguntó Osnard.

—¿Cuál?

—La cárcel.

Pendel musitó algo que él mismo apenas oyó.

—¿Eso es otro no?

—Sí. No.

—¿No sabe Louisa que cumplió condena? ¿No sabe lo del tío Arthur? ¿Sabe acaso que el arrozal está a punto de irse a pique?

Otra vez la misma medida. Desde el centro de la espalda hasta la muñeca, pero ahora con los brazos rectos a los costados. Siguiendo la línea del hombro con movimientos rígidos.

—¿Tampoco?

—Tampoco —respondió Pendel.

—Pensaba que era copropietaria.

—Lo es.

—Pero aún no se ha enterado —dijo Osnard.

—Al fin y al cabo, de los asuntos de dinero me ocupo yo, ¿no?

—A la vista está. ¿Cuánto debe?

—Cerca de cien mil —mintió Pendel.

—Yo he oído que son casi doscientos, y en aumento.

—Ha oído bien.

—¿A qué interés?

—Al dos.

—¿Al dos por ciento trimestral?

—Mensual —precisó Pendel.

—¿Interés compuesto?

—Es posible.

—E hipotecó la sastrería para conseguir el préstamo. ¿Cómo se le ocurrió semejante disparate?

—Atravesábamos lo que suele llamarse una época de recesión. No sé si se ha visto usted en ese trance alguna vez —dijo Pendel, recordando los días en que si tenía sólo tres clientes, los citaba uno tras otro a intervalos de media hora para crear una sensación de ajetreo.

—¿Qué hacía? ¿Apostar en bolsa?

—Asesorado por mi experto banquero, sí.

—¿Y su experto banquero se especializa en vender empresas en quiebra o algo así? —ironizó Osnard.

—Probablemente.

—Y la pasta era de Louisa, ¿me equivoco?

—De su padre. La mitad de la herencia. Tiene una hermana.

—¿Y la policía?

—¿Qué policía?

—La policía panameña, o como se llame aquí.

—¿Qué pasa con la policía? —La voz de Pendel se había destrabado por fin y fluía libremente—. Pago mis impuestos. Estoy en paz con la Seguridad Social. Mantengo al día la contabilidad. Aún no he quebrado. ¿Por qué iban a entrometerse?

—Pensaba que quizá habían descubierto sus antecedentes, que lo habían invitado a pagar una módica suma a cambio de su silencio. No le gustaría que lo echasen del país por no pagar sus sobornos, ¿verdad?

Pendel negó con la cabeza y después, agachándola, se la cubrió con la palma de la mano, bien para rezar, bien para asegurarse de que aún la tenía unida al cuerpo. A continuación adoptó la actitud que le había inculcado el tío Benny antes de su ingreso en prisión.

«Tienes que aplanarte, Harry, muchacho —insistía Benny, empleando una expresión que Pendel no había oído hasta entonces ni después a nadie más que a él—. Encógete. No seas nadie, no mires a nadie. Les molesta, como si dieras lástima. No eres siquiera una mosca en la pared. Formas parte de la pared».

Pero Pendel no tardó en cansarse de ser pared. Levantó la cabeza y miró alrededor parpadeando, como despertando a la mañana siguiente de un estreno. Recordó una de las confesiones más desconcertantes del tío Benny y llegó a la conclusión de que por fin la había entendido: «Harry, muchacho, mi problema es que allá donde voy viajo yo conmigo y lo echo todo a perder».

—¿Y quién es usted, si puede saberse? —preguntó Pendel con un amago de hostilidad.

—Un espía. Un espía de la feliz Inglaterra de nuestros antepasados. Reabrimos Panamá.

—¿Por qué?

—Se lo contaré durante la cena —contestó Osnard—. ¿A qué hora cierra los viernes?

—Si quiero, ahora mismo. Me sorprende que lo pregunte.

—Y en su casa ¿qué? ¿Velas,
kiddush
, o lo que sea que hagan?

—Nada. Somos cristianos —afirmó Pendel—. Hasta la médula.

—Es socio del club Unión, ¿verdad?

—Apenas.

—Apenas ¿qué?

—Tuve que comprar el arrozal para que me aceptasen —explicó Pendel—. Rechazan a los sastres judíos pero no ponen reparos a los granjeros irlandeses. Siempre y cuando dispongan de veinticinco mil dólares para pagar la cuota.

—¿Y por qué quería ser socio?

Para su asombro, Pendel advirtió en sus propios labios una sonrisa más efusiva de lo que era normal en él. Una sonrisa delirante, forzada quizá por la perplejidad y el pánico, pero una sonrisa al fin y al cabo, y el alivio que le producía era como descubrir que aún podía valerse de sus miembros.

—En confianza, señor Osnard —dijo con repentina cordialidad—, eso es para mí un misterio aún sin resolver. Soy impulsivo, y a veces pretencioso. Es mi mayor defecto. Mi tío Benjamín, el que acaba de nombrar, soñó siempre con tener una villa en Italia. Quizá deseaba pertenecer al club por complacer a Benny. O quizá por hacerle un corte de mangas a la señora Porter.

—No la conozco.

—La supervisora que me asignaron al concederme la libertad condicional. Una mujer muy estricta, convencida de que mi único porvenir era la delincuencia.

—¿Cena alguna vez en el club Unión? —preguntó Osnard—. ¿Lleva invitados?

—Casi nunca. Y menos ahora, en mi, digamos, delicada situación económica.

—Si encargase diez trajes en lugar de dos y no tuviese ningún compromiso para la cena, ¿me llevaría allí?

Osnard estaba poniéndose la chaqueta. Dejemos que se las arregle él solo, pensó Pendel, reprimiendo su natural impulso de ayudar.

—Podría ser. Depende —contestó con cautela.

—Y llamaría a Louisa, supongo. «Cariño, buenas noticias, acabo de colocarle diez trajes a un inglés chiflado y lo he invitado a cenar en el club Unión».

—Podría ser.

—¿Cómo se lo tomaría?

—Es imprevisible.

Osnard introdujo una mano en el interior de la chaqueta, sacó el sobre que Pendel había visto minutos antes, y se lo entregó.

—Cinco de los grandes a cuenta de los dos trajes. No me hace falta recibo. Hay más esperándole. Y añadamos otro par de cientos por el ágape de esta noche.

Pendel llevaba aún el chaleco, así que se metió el sobre en el bolsillo trasero del pantalón, donde guardaba el cuaderno.

—En Panamá todo el mundo conoce a Harry Pendel —dijo Osnard—. Si andamos escondiéndonos, lo notarán. Si vamos a algún sitio que usted frecuente, no le darán mayor importancia.

Volvían a hallarse cara a cara. Visto de cerca, Osnard irradiaba entusiasmo contenido. Pendel, siempre presto a la empatía, sintió crecer su propio ánimo por influencia de ese halo. Bajaron a la tienda para que él telefonease a Louisa desde el taller de corte mientras Osnard ponía a prueba con su peso la resistencia de un paraguas plegado en cuya etiqueta se afirmaba: «Creado a imagen de los paraguas utilizados por la Guardia Real británica».

—Tú bien lo sabes, Harry —dijo Louisa, y Pendel la escuchaba con la oreja izquierda ya caliente por la presión del auricular. Era la voz de su madre. Socialismo y clases de religión.

—¿
Qué
sé, Lou? ¿Qué debería saber? —En broma, siempre esperando una risa—. Ya me conoces, Lou, Yo no sé nada de nada. Soy un absoluto ignorante.

Por teléfono Louisa repartía los silencios como años de condena.

—Tú bien sabes, Harry, lo que te mereces por abandonar a tu familia esta noche y marcharte a tu club a divertirte con otros hombres y mujeres en lugar de disfrutar de la compañía de quienes te quieren. —Su voz cedió gradualmente a la ternura, y Pendel casi deseó estar a su lado. Pero como de costumbre las palabras no se correspondieron con el tono. Tras una pausa, como si todavía esperase que él cambiara de idea, añadió—: ¿Harry?

—¿Sí, cariño?

—No necesito zalamerías, Harry —replicó, que era su peculiar manera de devolver expresiones de afecto como «cariño». Pero si tenía algo más en mente, no lo dijo.

—Nos queda todo el fin de semana, Lou. Tampoco es que me vaya de casa para siempre. —Un silencio tan vasto como el Pacífico—. ¿Cómo estaba Ernie? Es un gran hombre, Louisa. No sé por qué he tenido que reírme de él. Es un santo como tu padre. Debería arrodillarme a sus pies.

Es por su hermana, pensó Pendel. Siempre que está de mal humor es porque la corroe la envidia que su hermana despierta en ella.

—Me ha pagado cinco mil dólares a cuenta, Lou —argumentó Pendel, suplicando su aprobación—, dinero en mano. Está solo. Desea un poco de compañía. ¿Qué quieres que haga? ¿Que lo ponga en la calle a estas horas, que le dé las gracias por comprarme diez trajes y le diga que se largue y se busque una mujer?

—Harry, no tienes por qué justificarte. No hay el menor inconveniente en que lo traigas a casa. Y si no nos consideras dignos de él, haz lo que debas y no te culpes por ello.

De nuevo asomó la ternura a su voz, la Louisa que deseaba ser y no la que hablaba por ella.

—¿Todo en orden? —preguntó Osnard con desenfado.

Había encontrado el whisky con que obsequiaba a los clientes y dos vasos. Ofreció uno a Pendel.

—Como una seda. Es una mujer entre un millón.

Pendel entró en el cuarto del material para cambiarse. Por puro hábito colgó el pantalón, sujeto de las pinzas, en la misma percha que la chaqueta y con igual pulcritud. Para la cena eligió un traje de mohair de color azul pastel, con una sola fila de botones, que se había cortado él mismo seis meses atrás mientras escuchaba a Mozart y aún no se había puesto por temor a que resultase demasiado ostentoso. Al verse en el espejo le sorprendió la normalidad de su rostro. ¿Por qué conservas el mismo color, tamaño y forma? ¿Qué más tiene que ocurrirte para que te ocurra algo? Te levantas esta mañana. El director de tu banco te confirma que el fin del mundo se acerca. Llegas a la sastrería e irrumpe un espía inglés que arremete contra ti blandiendo tu pasado y quiere enriquecerte y a la vez que sigas como hasta ahora.

—Andrew te llamas, ¿no? —gritó a través de la puerta abierta, iniciando una nueva amistad.

—Andy Osnard, soltero, sesudo experto en monsergas políticas de la embajada británica, recién llegado. El bueno de Braithwaite vestía a mi padre y tú andabas de un lado a otro con la cinta métrica. La tapadera perfecta. No la encontraríamos mejor.

Y esa corbata que siempre me ha gustado, pensó. Con rayas azules en zigzag y un toque de rosa pálido. Mientras Pendel conectaba la alarma, Osnard lo contempló con el orgullo de un creador.

Capítulo 5

Había dejado de llover. Los autobuses iluminados con bombillas de colores que cabeceaban por el irregular pavimento iban vacíos. El tórrido cielo azul del atardecer se perdía en la noche, pero el calor no aflojaba porque en Ciudad de Panamá nunca afloja. Es calor seco o es calor húmedo. Pero el calor siempre está presente, como el ruido: el tráfico, los taladros, los andamios al montarse o desmontarse, los aviones, los acondicionadores de aire, la música enlatada, las excavadoras, los helicópteros y —con suerte— los pájaros, Osnard arrastraba su paraguas de corredor de apuestas. Pendel, aunque alerta, iba desarmado. Era incapaz de descifrar sus propios sentimientos, le habían puesto a prueba, y había salido fortalecido y avisado. Pero ¿cuál era el objetivo de esa prueba? ¿Fortalecido y avisado en qué forma?, si había sobrevivido, ¿por qué no se sentía a salvo? No obstante, pese a sus recelos, al salir de nuevo al mundo se sintió renacer:

—¡Cincuenta mil dólares! —anunció Pendel a voz en grito mientras abría la puerta del todoterreno.

—¿Para qué? —preguntó Osnard.

—¡Es lo que cuesta pintar a mano esos autobuses! ¡Contratan artistas profesionales! ¡Tardan dos años!

No era un dato que Pendel conociese hasta ese momento, si es que podía decirse que lo conocía, pero tenía la íntima necesidad de hablar con autoridad del tema. Al acomodarse en el asiento lo asaltó la incómoda sensación de que el coste se aproximaba más a mil quinientos dólares, y el tiempo de trabajo eran dos meses y no dos años.

—¿Quieres que conduzca yo? —ofreció Osnard mirando de reojo a uno y otro lado de la calle.

Pero Pendel era dueño de sus actos. Diez minutos antes estaba convencido de que nunca volvería a caminar libremente, y de pronto se hallaba sentado al volante de su propio coche en compañía de su carcelero y vestido con un traje de color azul pastel en lugar de un maloliente mono de yute con su nombre escrito en el bolsillo.

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