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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

El sastre de Panamá (7 page)

BOOK: El sastre de Panamá
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—Aquí tiene, caballero, nuestra alpaca gris de tono intermedio en todo su esplendor —anunció, y dio las gracias a Marta, quien, aunque tarde, había aparecido finalmente bajo él.

Ella, escondiendo el rostro, asió un extremo de la tela con las dos manos y, ladeándola para que Osnard la examinase, retrocedió hacia la puerta. Y de algún modo notó la mirada de Pendel, y de algún modo él notó también la suya, interrogativa y a la vez acusadora. Afortunadamente este mudo diálogo pasó inadvertido a Osnard, que en ese momento escrutaba la tela. Se había encorvado sobre ella con las manos cruzadas a la espalda como un miembro de la familia real en visita oficial. No parecía satisfecho. Cogiéndola del borde, comprobó la textura con las yemas del pulgar y el índice. La premiosidad de sus movimientos acicateó el afán de complacer de Pendel, y aumentó la desaprobación de Marta.

—¿El gris no es de su agrado, señor Osnard? Veo que tiene preferencia por el marrón. Y le sienta muy bien, si me permite decirlo. Actualmente en Panamá el marrón no goza de gran aceptación, la verdad. En términos generales, los panameños lo consideran un color poco masculino, no me pregunte por qué. —Dejando a Marta con el extremo de la tela entre las manos y el rollo tirado a sus pies, empezó a subir de nuevo por la escalera—. Tengo aquí arriba un marrón ni muy claro ni muy oscuro idóneo para usted, sin demasiado rojo. Vamos a ver. Siempre he dicho que el exceso de rojo echa a perder un buen marrón, no sé si estaré equivocado. ¿Por qué se inclina hoy el caballero?

Osnard tardó en responder. Primero su atención permaneció fija en la tela gris, después se desvió hacia Marta, que lo escudriñaba con una especie de aversión clínica. Por último alzó la cabeza y contempló a Pendel en lo alto de la escalera, y Pendel podría haber sido un acróbata inmovilizado bajo la carpa de un circo sin su balancín, separado por un abismo del mundo que se extendía bajo él a juzgar por la tría indolencia reflejada en el rostro de Osnard.

—Sigamos con el gris si no le importa, amigo —contestó por fin—. «Gris para la ciudad, marrón para el campo». ¿No es eso lo que él decía?

—¿Quién?

—Braithwaite. ¿Quién iba a ser?

Pendel bajó lentamente. Parecía a punto de hablar pero guardó silencio. Se había quedado sin palabras, Pendel, para quien las palabras eran su seguridad y su consuelo. Así pues, se limitó a sonreír mientras Marta acercaba el extremo de la tela y él la enrollaba. Sonrió hasta que la sonrisa le dolió, Marta lo miró ceñuda, en parte por Osnard, y en parte porque ésa era la mueca inalterable que el cirujano, tras sus aterradores esfuerzos, había dejado grabada en su cara.

Capítulo 4

—Y ahora, caballero, sus medidas, si me permite.

Pendel había ayudado a Osnard a quitarse la chaqueta, reparando en un grueso sobre marrón encajado entre las dos mitades, de su cartera. Su voluminoso cuerpo emanaba calor como un spaniel mojado, Sus tetillas, cubiertas por castos rizos de vello, se dibujaban claramente bajo la camisa empapada de sudor. Pendel se colocó detrás de él y le midió la espalda del cuello a la cintura. Ambos permanecían en silencio. Por experiencia, Tender sabía que los panameños se sentían a gusto mientras los medían. No ocurría lo mismo con los ingleses, guardaba relación con el contacto físico. Partiendo otra vez del cuello, tomó el largo total de la espalda, como siempre sin rozar siquiera el trasero. Seguían sin hablar. Midió el ancho de la espalda para determinar el lugar exacto de la costura central, desde ahí tomó la distancia al codo al puño. Situándose al lado de Osnard, le separó los codos del cuerpo y paso la cinta métrica bajo los brazos y por encima de las tetillas. A veces con los clientes solteros buscaba otro recorrido menos sensible, pero con Osnard no albergaba recelos. Abajo sonó el timbre y a continuación un portazo de reproche.

—¿Esa era Marta? —preguntó Osnard.

—Sí. Seguramente se marcha a casa.

—¿Tiene algo contra usted?

—Claro que no —respondió Tendel—. ¿Qué le hace pensar eso?

—Simples vibraciones.

—¡Válgame! —exclamó Pendel, recobrándose.

—Me ha parecido que también tenía algo contra mí.

—¡Santo cielo! ¿Qué podría tener contra usted?

—No le debo dinero ni me he acostado con ella, así que ¿quién sabe?

El probador era una cabina de madera de dimensiones corrientes —unos tres metros por tres y medio— situada al fondo del Rincón del Deportista, en la primera planta. Un espejo basculante de cuerpo entero, tres espejos murales y una sillita dorada componían el mobiliario. Una tupida cortina verde hacía las veces de puerta. Pero el Rincón del Deportista no era en absoluto un rincón, sino un desván alargado, bajo y forrado de madera, con cierta atmósfera de infancia perdida. En ninguna otra sección de la sastrería Pendel se había esforzado tanto para lograr ese efecto. Un pequeño regimiento de trajes a medio hacer colgaba de rieles metálicos sujetos a la pared en espera del último toque de clarín. Impermeables, gorras y zapatillas de golf resplandecían en los antiguos estantes de caoba. Dispuestos en elaborado desorden había botas de montar, fustas, espuelas, un par de excelentes escopetas inglesas, cartucheras y palos de golf. Y en primer plano, ocupando el lugar de honor, se erigía un majestuoso caballo ensillado, como un potro de gimnasio pero con cabeza y cola, donde los jinetes podían probar la comodidad de sus calzones con la plena confianza de que su montura no los avergonzaría.

Pendel se devanaba los sesos en busca de un tema de conversación. En el probador tenía por costumbre hablar ininterrumpidamente a fin de atenuar la sensación de intimidad, pero por alguna razón su habitual repertorio se le resistía. Recurrió por fin a las reminiscencias de sus primeros desvelos.

—¡Vaya que si madrugábamos por aquel entonces! Las mañanas inclementes y oscuras en Whitechapel, el rocío en los adoquines… Aún me parece sentir aquel frío. Hoy las cosas han cambiado, desde luego. Por lo que sé, son contados los jóvenes que entran en el oficio. Al menos en el East End. No en auténticas sastrerías. Lo tienen muy difícil, supongo. Es lógico.

Midió de nuevo el ruedo del torso, pero esta vez pasando la cinta métrica por el exterior de los brazos mientras Osnard mantenía pegados al cuerpo. No era una medida que tomase normalmente, pero Osnard no era un cliente normal.

—Del East End al West End —comentó Osnard—. Todo un salto.

—Y que lo diga, pero la verdad es que hasta la fecha no he tenido motivo para arrepentirme.

Se encontraban cara a cara y muy cerca. Pero en tanto los implacables ojos castaños de Osnard parecían perseguir a Pendel desde todos los ángulos, los de éste permanecían fijos en la cintura del pantalón de gabardina, arrugada a causa del sudor. Rodeó con la cinta el amplio contorno de Osnard y la tensó.

—Déme la mala noticia —pidió Osnard.

—Digamos que una discreta cuarenta y ocho, más un pico previsión.

—En previsión ¿de qué?

—Pues, pongamos, del almuerzo —contestó Pendel, arrancándole a Osnard una carcajada que necesitaba ya con urgencia.

—¿Alguna vez añora la madre patria? —preguntó Osnard mientras Pendel, cautamente, anotaba una cincuenta de cintura en su cuaderno.

—En realidad no. No, yo diría que no. No de una manera palpable. No —repitió Pendel a la vez que se guardaba el cuaderno en el bolsillo trasero del pantalón.

—Pero seguramente de vez en cuando echará de menos Savile Row.

—Ah, bueno, Savile Row —concedió Pendel efusivamente, sucumbiendo a la nostálgica imagen de sí mismo confinado a la seguridad de un siglo anterior, tomando medidas para levitas calzones ajustados—. Sí, pero tampoco Savile Row es ya lo que es, ¿no? Si tuviéramos más de lo que en otro tiempo representaba Savile Row y menos de lo que hoy en día tanto abunda, Inglaterra no estaría como está. Sería un país más próspero, con perdón.

Pero si Pendel había pensado que mediante esa clase de tópicos iba a librarse del inquisitivo asedio de Osnard, gastaba saliva en balde.

—Cuénteme cómo fue.

—¿A qué se refiere? —replicó Pendel.

—El bueno de Braithwaite lo tomó como aprendiz, ¿no?

—Así es.

—El joven y afanoso Pendel se sentaba en el portal de la sastrería un día tras otro. Cada mañana, cuando el viejo aparecía puntualmente, allí estaba usted. «Buenos días, señor Braithwaite, ¿cómo estamos hoy? Soy Harry Pendel, su nuevo aprendiz». Me encanta. Me encanta ese desparpajo en la gente.

—Me alegra saberlo —contestó Pendel, vacilante, intentando ahorrarse la experiencia de oír de labios de otra persona su propia anécdota en una de sus muchas versiones.

—Así que, a fuerza de machacar, se lo metió en el bolsillo y pasó a convertirse en su aprendiz preferido, como en el cuento de hadas —prosiguió Osnard. No especificó a qué cuento aludía, y Pendel tampoco mostró interés en saberlo—. Y un día… ¿al cabo de cuántos años? Un día el bueno de Braithwaite se le acerca y dice: «Muy bien, Pendel. Ya estoy harto de tenerte como aprendiz. A partir de ahora serás el príncipe heredero». O algo por el estilo. Descríbame la escena. Póngale la salsa.

Un ceño de feroz concentración nubló la frente de Pendel, por lo general despejada. Situándose a la izquierda de Osnard, extendió la cinta métrica en torno al trasero, desde la rabadilla hasta el punto más prominente, y tomó nota. Se encorvó para medir el largo exterior de la pierna, se enderezó y, como un nadador en una salida nula, volvió a agacharse hasta tener la cabeza a la altura de la rodilla derecha de Osnard.

—¿Y a qué lado carga, si no es indiscreción? —murmuró, notando en la nuca la penetrante mirada de Osnard—. Por lo que he podido observar, la mayoría de mis clientes se decanta por el izquierdo. Dudo que sea por razones políticas.

Éste era uno de sus chistes habituales, pensado para provocar la risa incluso en los clientes más circunspectos. Con Osnard obviamente no surtió efecto.

—Nunca sé dónde la tengo. La condenada va y viene como una manga de viento —contestó con indiferencia—. ¿Fue por la mañana? ¿Por la tarde? ¿A qué hora del día recibió la visita real?

—Por la tarde —masculló Pendel tras una eternidad. Y en reconocimiento de su derrota, añadió—: Un viernes, como hoy.

Aun dando por supuesto que cargaba a la izquierda, para no correr riesgos colocó el extremo metálico de la cinta métrica en el lado derecho de la bragueta de Osnard, poniendo especial cuidado en no tocar lo que pudiese esconderse dentro, y la extendió hasta la suela del zapato, que era recio y austero y estaba muy remendado. Tras restar dos centímetros y medio y apuntar el dato, se irguió resueltamente, pero el ánimo volvió a flaquearle al encontrarse bajo la intensa mirada de aquellos ojos oscuros y redondos y creer por un momento que lo encañonaban las armas del enemigo.

—¿En verano o en invierno? —insistió Osnard.

—En verano —respondió Pendel casi sin voz. Con renovada determinación tomó aliento y volvió a la carga—. En verano éramos pocos los jóvenes dispuestos a trabajar los viernes por la tarde. Supongo que yo era la excepción, y por eso, entre otras cosas, el señor Braithwaite se fijó en mí.

—¿En qué año ocurrió?

—Pues… sí… el año… —Ya recobrado, movió la cabeza y trató de sonreír—. Dios santo, ha pasado tanto tiempo… Pero uno no puede luchar contra la marea, ¿no? El rey Canuto lo intentó y ya ve dónde acabó —añadió, sin saber con certeza dónde había acabado Canuto, ni siquiera si había acabado en alguna parte. Así y todo, percibía que estaba recuperando la soltura, o lo que su tío Benny llamaba la «afluencia». Adoptando un tono lírico, prosiguió—: Se encontraba en el umbral de la puerta. Yo, como me ocurre siempre que corto, debía de tener los cinco sentidos puestos en un pantalón, porque recuerdo que me sobresaltó. Levanté la vista, y allí estaba él, mirándome, sin hablar. Era un hombre corpulento. A veces la gente se olvida de ese rasgo de su persona. La amplia calva, las marcadas cejas… Poseía una apariencia imponente. Era un ciclón, una presencia ineludible…

—Se olvida del bigote —objetó Osnard.

—¿El bigote?

—Sí, un mostacho enorme poblado, siempre con restos de sopa. En la época en que le tomaron la fotografía de abajo ya debía de habérselo afeitado. A mí me aterrorizaba. Por entonces tenía sólo cinco años.

—No llevaba bigote cuando yo lo conocí, señor Osnard.

—Claro que lo llevaba. Lo recuerdo como si fuese ayer.

Pendel, por tozudez o por instinto, decidió mantenerse en sus trece.

—Creo que a ese respecto lo engaña la memoria, señor Osnard. Quizá le atribuye a Arthur Braithwaite el bigote de otro caballero.

—¡Bravo! —susurró Osnard.

Pero Pendel se negó a aceptar que lo había oído, o que había visto el amago de un guiño en el rostro de Osnard. Siguió adelante:

—«Pendel», me dijo. «Quiero que seas mi hijo. Tan pronto como aprendas a hablar con propiedad tengo la intención de llamarte Harry, ponerte al frente de la sastrería, nombrarte heredero y socio…».

—¿No había dicho que tardó nueve años? —preguntó Osnard.

—¿Nueve años? ¿En qué?

—En llamarlo Harry.

—Empecé de aprendiz, ¿no? —repuso Pendel.

—Tiene razón. Perdone. Siga, siga.

—«Eso es todo lo que quería decirte, así que ahora vuelve a tus pantalones y ve a tomar clases nocturnas para mejorar la dicción», me dijo.

Se interrumpió. Se había quedado en blanco. Le escocía la garganta, le ardían los ojos y le zumbaban los odios. Pero experimentaba también una sensación de culminación airosa. Lo he hecho. Tenía una pierna rota, estaba a cuarenta grados de fiebre, pero la función ha continuado.

—Magnífico —murmuró Osnard.

—Gracias.

—En la vida había oído una patraña mejor hilvanada, y me la ha recitado como un héroe de película.

Pendel escuchaba a Osnard a gran distancia, entre otras muchas voces. Las hermanas de la caridad de su orfanato del norte de Londres advirtiéndole que Jesús se enfadaría con él. Las risas de sus hijos en el todoterreno. La voz de Ramón anunciándole que un banco mercantil había indagado sobre su situación económica y ofrecido incentivos a cambio de la información. La voz de Louisa asegurándole que bastaría con un buen hombre. Y por último oyó el fragor del tráfico en hora punta saliendo de la ciudad y deseó hallarse con los otros conductores, inmóvil y libre en medio del embotellamiento.

—Sin embargo, amigo mío, resulta que yo sé quién es, por si no se ha dado cuenta. —Pero Pendel no se daba cuenta de nada, ni siquiera de la intensidad con que Osnard lo miraba. Había corrido un velo en su mente, y Osnard se encontraba al otro lado—. O para ser más exactos, sé quién no es. Pero no se asuste, no hay razón para alarmarse. Me ha encantado. Del principio al fin. No me lo habría perdido por nada del mundo.

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