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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

El sastre de Panamá (10 page)

BOOK: El sastre de Panamá
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Pedro, un joven abogado.

Fidel, un joven banquero.

José María, Antonio, Salvador, Paul, bisoños agentes de bolsa, obtusos principitos comúnmente conocidos como
rabiblancos
,
[4]
mercachifles de ojos saltones que a sus veintitrés años no tenían más preocupación que su hombría y se quedaban impotentes a fuerza de beber. Y en algún punto, entre apretones de manos, palmadas en la espalda y despedidas hasta uno de estos jueves en la sastrería de Harry, Pendel introducía en susurros los pertinentes comentarios acerca de quiénes eran sus padres, a cuánto ascendían sus fortunas y cómo se hallaban repartidos estratégicamente sus hermanos y hermanas entre los distintos partidos políticos.

—Conoces a todo Dios —exclamó Osnard con ferviente admiración cuando volvieron a quedarse solos.

—No metas a Dios en esto, Andy —repuso Pendel con cierta hostilidad, pues Louisa no toleraba las expresiones sacrílegas en la casa.

—Tienes toda la razón, Harry. ¿Para qué vamos a meter a Dios estando tú aquí?

Con sus tronos de teca y sus cubiertos de plata labrados, el restaurante del club Unión pretendía ser el súmmum de la opulencia, y sin embargo el techo curiosamente bajo y el alumbrado de seguridad creaban más bien una atmósfera de refugio clandestino para banqueros descarriados en fuga. Sentados en un rincón junto al ventanal, Pendel y Osnard bebían vino chileno y comían pescado del Pacífico. Atrincherados en sus reductos a la luz de las velas, los otros comensales se evaluaban mutuamente con miradas rencorosas: Y tú ¿cuántos millones tienes? ¿Qué hace ése aquí? ¿Adónde se ha creído ésa que va con semejante cargamento de brillantes? Fuera el cielo ya había ennegrecido. Abajo, en la piscina iluminada, una niña de unos cuatro años con un biquini dorado cruzaba solemnemente la parte honda en hombros de un musculoso monitor de natación con gorro de baño. Un guardaespaldas metido en carnes caminaba por el agua junto a ellos con los brazos extendidos por si se caía la niña. En el borde de la piscina, la aburrida madre, vestida con un traje pantalón de diseño, se pintaba las uñas.

—Sin ánimo de alardear, Louisa es lo que yo llamo el
eje central
—decía Pendel. ¿Por qué hablaba de ella? Osnard debía de haberla mencionado—. Es una secretaria única con un increíble potencial que, a mi juicio, aún no se ha desarrollado plenamente. —Le complacía resarcirla después de su insatisfactoria conversación telefónica—. Definirla como «factótum» no es en absoluto exacto. Oficialmente es desde hace tres meses la secretaria particular de Ernie Delgado, antes socio del bufete Delgado Woolf. Ahora ha renunciado a sus intereses personales para servir al pueblo. Extraoficialmente la administración del Canal atraviesa una etapa tan inestable desde que se inició la transferencia, como no podía ser de otro modo con los yanquis marchándose por una puerta y los panameños entrando por la otra, que Louisa es una de las pocas personas con la lucidez necesaria para mantenerlos al corriente de la situación. Recibe, informa, pone parches allí donde conviene. Sabe dónde encontrar las cosas si están y quién se las ha llevado si no están.

—Por lo que se ve, es una mujer como no hay dos —comentó Osnard.

Pendel no cabía en sí de orgullo marital.

—Tú lo has dicho, Andy. Y si quieres saber mi opinión, Ernie Delgado es un hombre de suerte. De pronto tiene que asistir a una conferencia al más alto nivel sobre el transporte por vía marítima, ¿y dónde están las actas de la anterior? Luego se presenta una delegación extranjera solicitando un informe, ¿y dónde se han metido esos intérpretes japoneses? —Una vez más sintió el incontenible impulso de socavar el pedestal de Ernie Delgado—. Por otra parte, Louisa es la única que puede hablar con Ernie cuando tiene resaca o ha padecido las severas críticas de su señora esposa. Sin Louisa, el bueno de Ernie estaría al descubierto, y su resplandeciente halo no tardaría en verse bastante oxidado.

—Japoneses —repitió Osnard con voz apagada y expresión pensativa.

—También podrían ser suecos, alemanes o franceses, supongo. Pero en la mayoría de los casos son japoneses.

—¿Qué clase de japoneses? ¿Residentes? ¿De paso? ¿Delegaciones comerciales? ¿Oficiales?

—No sabría decirte, Andy. —Pendel dejó escapar una risa estúpida y nerviosa—. A mí me parecen todos iguales. Banqueros en su mayoría, imagino.

—Pero Louisa sí debe de saberlo.

—Andy, esos japoneses comen en la palma de su mano. No sé dónde reside el misterio, pero verla con sus delegaciones japonesas, haciéndoles reverencias, sonriéndoles, guiándolos, es un auténtico privilegio, no exagero.

—Se lleva trabajo a casa, supongo. ¿Por las noches, quizá? ¿O los fines de semana?

—Sólo en caso de extrema necesidad, Andy, y casi siempre los jueves, mientras yo agasajo a mis clientes, para disponer así del fin de semana y poder estar con los niños. No le pagan horas extras y la explotan de mala manera. Aunque le pagan conforme a los salarios de Estados Unidos, y hay que reconocer que la diferencia es considerable.

—¿Y con eso qué hace? —preguntó Osnard.

—¿Con el trabajo? Pues adelantarlo. Escribir a máquina.

—Con la pasta. Los cuartos. La paga.

—Lo ingresa todo en nuestra cuenta conjunta, Andy. Le parece lo más correcto, como abnegada madre y esposa que es —contestó Pendel con gazmoñería.

Y para su sorpresa sintió que el rubor le teñía las mejillas y unas lágrimas ardientes le anegaban los ojos hasta que de algún modo las obligó a retroceder al lugar de donde procedían. Osnard, en cambio, no se ruborizó ni aparecieron lágrimas en sus ojos pequeños y protuberantes.

—La pobre trabaja para pagarle a Ramón —dijo despiadadamente—. Y ni siquiera lo sabe.

Pero si esta declaración, tan cruel como indiscutible, hirió a Pendel, la vergüenza no se reflejó ya en su semblante. Miraba inquieto hacia el comedor, y su rostro expresaba una mezcla de alegría y recelo.

—¡Harry, amigo mío! ¡Harry, te quiero, te lo juro!

Una figura enorme y desmañada envuelta en un esmoquin magenta se dirigía hacia ellos, tropezando con las mesas, tumbando vasos y arrancando gritos coléricos a su paso. Era aún joven y conservaba vestigios de su buena presencia pese a los estragos de la amargura y la disipación. Al verlo acercarse, Pendel se levantó.

—¡Mickie! ¡Tu afecto es correspondido! ¿Qué tal? —preguntó, un tanto preocupado—. Te presento a Andy Osnard, un viejo amigo. Andy, éste es Mickie Abraxas. Mickie, te veo un poco alegre. ¿Por qué no nos sentamos?

Pero Mickie necesitaba exhibir su esmoquin y no podía hacerlo sentado. Con los nudillos apoyados en la cadera y las yemas de los dedos hacia afuera, remedó grotescamente la pirueta de una modelo y acabó agarrándose al borde de la mesa para mantener el equilibrio, La mesa se balanceó y un par de platos cayeron al suelo.

—¿Te gusta, Harry? ¿Estás orgulloso? —dilo con voz estridente en un inglés de marcada ascendencia norteamericana.

—Mickie, es precioso, sinceramente —respondió Pendel con toda seriedad—. Ahora estaba diciéndole a Andy que nunca he cortado un par de hombros como ése, y tú lo luces con verdadera prestancia, ¿a que sí, Andy? Y ahora ¿por qué no te sientas y charlamos un rato?

Pero Mickie observaba a Osnard.

—¿Y a usted qué le parece?

Osnard sonrió con naturalidad.

—Enhorabuena. P & B en su máximo exponente. Le cae que ni pintado.

—¿Quién coño es usted? —preguntó Mickie.

—Es un cliente, Mickie —terció Pendel, esforzándose por mantener la fiesta en paz, como siempre que Mickie estaba presente—. Se llama Andy. Ya te lo he dicho pero no me escuchas, Mickie estudió en Oxford, ¿verdad, Mickie? Cuéntale a Andy en qué colegio universitario estuviste. Además, Mickie es un admirador de la forma de vida inglesa. Durante una época fue presidente de la Casa de la Cultura anglo-panameña, ¿no?, Mickie Andy es un diplomático importante, ¿no, Andy? Trabaja en la embajada británica. Arthur Braithwaite le hacía trajes a su padre.

Mickie Abraxas digirió la información, pero no con demasiado entusiasmo, pues examinaba a Osnard con expresión hosca, y aparentemente no le gustaba lo que veía.

—¿Sabe qué haría yo si fuese presidente de Panamá, señor Andy?

—¿Por qué no te sientas y nos lo explicas, Mickie? —sugirió Pendel.

—No dejaría un panameño vivo. Lo nuestro no tiene remedio. Somos una mierda. Tenemos todo lo que Dios necesitó para crear el paraíso: buenas tierras, playas, montes, una fauna única, los hombres y mujeres mejor plantados del mundo. Basta con clavar un palo en el suelo y crece un árbol frutal. ¿Y qué hacemos? Engañar. Conspirar. Mentir. Falsear. Robar. Matarnos de hambre unos a otros. A como si nos fuese en ello la vida. Somos tan necios, tan corruptos y tan ciegos que no sé por qué no se nos traga la tierra en este mismo momento. Bueno, sí lo sé. Porque le hemos vendido la tierra a esos jodidos árabes de Colón. ¿Se lo dirá a la reina?

—En cuanto la vea —contestó Osnard con tono afable.

—Mickie, acabaré enfadándome contigo si no te sientas —recriminó Pendel—. Te estás poniendo en ridículo y me estás avergonzando.

—¿No me aprecias?

—Bien sabes que sí. Y ahora sé buen chico y siéntate.

—¿Dónde está Marta? —preguntó Mickie.

—En casa, supongo, en El Chorrillo. Estudiando, seguramente.

—Adoro a esa mujer.

—Me alegra oírlo, Mickie, y sin duda ella también se alegrará y ahora siéntate.

—Tú también la adoras.

—Los dos la adoramos, Mickie, sin duda, cada uno a su manera —concedió Pendel sin llegar a sonrojarse pero con la voz inoportunamente empañada—. Y ahora, por favor, sé buen chico y siéntate.

Mickie agarró a Pendel la cabeza con las dos manos y le habló al oído con un húmedo susurro.


Dolce Vita
en la principal carrera del domingo, ¿me has oído? Rafi ha comprado a los jockeys. A todos, del primero al último, ¿me oyes? Díselo a Marta. Ganará una fortuna.

—Mickie, te oigo con toda claridad, y Rafi Domingo ha pasado esta tarde por la sastrería, cosa que tú, en cambio, no has hecho, lo cual es una lástima porque tienes allí un precioso esmoquin que aún no te has probado. Y ahora siéntate, por favor, como un buen amigo.

Pendel advirtió de reojo que dos hombres corpulentos con placas de identificación avanzaban resueltamente hacia ellos por el pasillo lateral del restaurante. En actitud protectora rodeó hasta donde le fue posible los descomunales hombros de Mickie.

—Mickie, si causas más molestias, no volveré a cortarte un traje jamás —dijo en inglés. Y dirigiéndose en español a los dos hombres que se acercaban, aseguró—: Todo en orden, señores, gracias. El señor Abraxas se marchará por su propia voluntad. Mickie.

—¿Qué?

—¿Me has oído, Mickie?

—No.

—¿Te espera Santos fuera con el coche?

—¿Qué más da?

Cogiendo a Mickie del brazo, Pendel lo guió con delicadeza hacia el vestíbulo bajo el techo de espejos del restaurante. Allí Santos, el amable chófer, aguardaba impaciente a su señor.

—Lamento que hayas tenido que verlo en ese estado, Andy —dijo Pendel, abochornado—. Mickie es uno de los pocos auténticos héroes de Panamá.

Con defensivo orgullo, ofreció por propia iniciativa una breve biografía de Mickie: su padre, un armador griego establecido en Panamá, había sido íntimo amigo del general Ornar Torrijos, razón por la cual descuidó sus negocios y se entregó a tiempo completo al tráfico de droga, convirtiéndolo en una honrosa actividad de la que cualquiera podía enorgullecerse en la guerra contra el comunismo.

—¿Siempre habla así? —preguntó Osnard.

—Bueno, te aseguro que no es un simple: charlatán. Mickie sentía un gran respeto por su padre, simpatizaba con Torrijos, y no tenía en mucha estima a quien ya sabemos —explicó, ateniéndose a la opresiva costumbre local de no aludir a Noriega por su nombre—. Circunstancia que Mickie se sintió obligado a proclamar desde los tejados a todo aquel que tuviese oídos para escucharlo, hasta que quien ya sabemos se cansó y lo metió en la cárcel para hacerlo callar.

—¿Y a qué venía todo eso de Marta?

—Recuerdos de los viejos tiempos, Andy, lo que yo llamo reliquias del pasado. De la época en que los dos defendían activamente la misma causa. Marta era hija de un artesano negro y él un niño malcriado de familia bien, pero luchaban hombro con hombro por la democracia, por así decirlo —contestó Pendel, anticipándose: a sí mismo en su deseo de zanjar el lema cuanto antes. Por aquel entonces se entablaron insólitas amistades. Se crearon lazos. Como él ha dicho, se amaron. E hicieron bien.

—Tenía la impresión de que hablaba de ti.

Pendel se espoleó aún más.

—Sólo que aquí las cárceles, Andy, son mas cárceles que en Inglaterra, por así decirlo. Y no pretendo quitarle mérito a las nuestras, nada más lejos. Pero Mickie fue a caer en compañía de, un buen número de delincuentes con larga condenas, gente poco considerada, doce o más por celda, así que hazte cargo. Y de vez en cuando lo cambiaban de celda, lo cual considerando que en su día era lo que podríamos llamar un joven apuesto, no fue demasiado bueno para su salud, no sé si me entiendes. —Incómodo con el relato, Pendel, guardó unos segundos de silencio, que Osnard tuvo la delicadeza de no interrumpir, en memoria de la gallardía perdida de Mickie—. Además se llevó unas cuantas palizas, por molestarlos.

—¿Lo visitaste? —indagó Osnard sin miramientos.

—¿En la cárcel? Sí. Sí, lo visité.

—Debió de ser todo un cambio, estar al otro lado d e las rejas.

Mickie reducido a un montón de huesos, el rostro deforme a causa de los golpes, la expresión aún desencajada por el terror. Mickie cubierto de raídos andrajos de color naranja; allí no había trajes a medida. Las muñecas y los tobillos en carne viva. Un hombre con grilletes debe aprender a no retorcerse mientras lo apalean pero uno tarda en aprenderlo. Mickie: musitando: «Harry, por Dios, dame la mano, Harry, por el afecto que nos une, sácame de aquí». Y Pendel respondiendo en un susurro: «Mickie, escúchame, tienes que encogerte, no los mires a los ojos». Un dialogo de sordos. Sin nada que decirse salvo hola y hasta pronto.

—¿Y ahora a qué se dedica? —preguntó Osnard, como si para él el asunto ya hubiese perdido interés—. ¿Hace algo más aparte de empinar el codo y andar molestando a la gente por ahí?

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