—Ramón te tiene entre la espada y la pared. Si no le pagas, estás jodido. Si le pagas, tendrás que cargar con un río sin agua y un arrozal que no da arroz. Y no hablemos ya de la trifulca que va a organizarte Louisa.
—El asunto me tiene muy preocupado, Andy, no lo puedo negar —admitió Pendel—. Me quita el sueño desde hace semanas.
—¿Sabes de quién es la finca colindante?
—De un propietario absentista. Un fantasma en extremo malévolo.
—¿Sabes cómo se llama?
Pendel negó con la cabeza y contestó:
—No es una persona, por lo visto, Se trata más bien de una sociedad con sede en Miami.
—¿Sabes en qué banco tiene cuenta?
—En realidad no, Andy.
—En el de tu querido amigo Ramón. La sociedad en cuestión es de Rudd. Posee dos terceras partes; y el tercio restante pertenece al señor X. ¿A que no adivinas quién es el tal X?
—Me tienes en vilo, Andy.
—¿Y si te dijese que es el administrador de tus tierras? ¿Cómo se llama?
—¿Ángel? Me quiere como a un hermano.
—Te han timado. Un claro ejemplo de burlador burlado. Piénsalo detenidamente.
—Eso estoy haciendo, Andy. No había pensado tan en serio desde hacía mucho tiempo —dijo Pendel mientras otro fragmento de su mundo zozobraba ante sus ojos.
—¿Alguien se ha ofrecido a comprar tus tierras a precio de saldo? —preguntó Osnard desde detrás del muro de bruma que de algún modo se había formado entre ellos.
—Mi vecino. Después devolverá el agua, ¿no?, y tendrá un rentable arrozal con un valor cinco veces superior a lo que pagó por él.
—Y Ángel se hará cargo de la administración —añadió Osnard.
—Veo un círculo cerrado, Andy, y yo estoy atrapado en el centro.
—¿Qué extensión tienen las tierras de tu vecino?
—Ochenta hectáreas.
—¿Qué uso les da?
—Cría ganado —contestó Pendel—. Exige un gasto mínimo. No necesita el agua. Su único objetivo es impedir que me llegue a mí.
El detenido da respuestas lacónicas y el funcionario toma nota; salvo que Osnard no anota ni una palabra. Lo recuerda todo con sus ojos castaños y vivaces de zorro.
—¿Compraste el arrozal por consejo de Rudd?
—Me aseguró que era una ocasión inmejorable. La liquidación de una herencia. El sitio idóneo para el dinero de Louisa. Hice el primo.
Osnard se llevó la copa de coñac a los labios, quizá para ocultarlos. A continuación tomó aire y empezó a hablar de corrido, eliminando de su voz cualquier inflexión para mayor velocidad.
—Eres un regalo del cielo, Harry. Reúnes todas las características de un puesto de escucha en primera línea. Una esposa con acceso. Unos contactos inmejorables. Una empleada que se relaciona con las masas descontentas. Unas pautas de comportamiento arraigadas desde hace diez años. Una tapadera natural, dominio del idioma local, labia, buenos reflejos. En la vida había oído una historia mejor contada. Sigue representando tu papel, sólo que con un poco más de protagonismo, y tendremos todo Panamá atado y bien atado. Para colmo, eres refutable. ¿Cuento contigo o no?
Pendel sonrió, en parte halagado, en parte asustado por el aprieto en que se hallaba. Pero sobre todo porque era consciente de estar asistiendo a un momento decisivo de su vida que, aun siendo terrible y purificador, parecía tener lugar sin su participación activa.
—Para serte sincero, Andy, he sido refutable desde que tengo memoria —admitió mientras su mente erraba por el irregular perfil de su vida pasada. Pero no había dado una respuesta afirmativa.
—El inconveniente es que estarás metido hasta el cuello desde el primer día. ¿Eso te preocupa?
—Ya estoy metido hasta el cuello, ¿no? Es más una cuestión de dónde prefiero no estar.
Otra vez aquellos ojos, demasiado viejos, demasiado inmutables, escuchando, recordando, olfateando, todo simultáneamente. Y a pesar o a causa de ellos Pendel, en una actitud temeraria, se resistía a doblegarse.
—No obstante, la utilidad que pueda tener para ti un puesto de escucha en quiebra escapa a mi comprensión —declaró con el jactancioso orgullo de un condenado—. No tengo salvación, que yo sepa, a menos que encuentre un millonario loco. —Una innecesaria mirada alrededor—. ¿Ves algún millonario loco entre los presentes, Andy? No digo que todos estén cuerdos, desde luego. Pero no padecen la clase de locura que a mí me convendría.
Todo en Osnard permaneció inalterable, Los ojos, la voz, las pesadas manos extendidas cara abajo sobre el elegante mantel blanco.
—Quizá mi departamento sí esté suficientemente loco —dijo.
Buscando un respiro, Pendel fijó la atención en la siniestra figura del Oso, el columnista más odiado de Panamá, que dirigía sus inconsolables pasos hacia una solitaria mesa de la zona más oscura del restaurante. Pero seguía sin dar una respuesta afirmativa, y con un oído escuchaba desesperadamente al tío Benny: «Hijo, cuando te tropieces con un timador, dale largas, porque si hay algo que no le gusta a un timador, es que lo hagan volver la próxima semana».
—¿Cuento contigo o no?
—Estoy pensándolo, Andy. Estoy reflexionando.
—¿Sobre qué?
Sobre el hecho de ser un adulto responsable tomando una decisión, replicó indignado en su mente. Sobre el hecho de tener un centro y una voluntad en lugar de un cúmulo de absurdos impulsos y malos recuerdos y una sobredosis de afluencia.
—Estoy sopesando mis opciones, Andy. Considerando todas las posibilidades —dijo con arrogancia.
Osnard desmiente acusaciones que nadie ha formulado contra él. Para ello reduce la voz a un murmullo apagado y salivoso plenamente acorde con su neumático cuerpo, pero Pendel no ve continuidad en sus palabras. Estoy en otra noche. Pensaba de nuevo en el tío Benny. Tengo que marcharme a casa y acostarme.
—Nosotros no coaccionamos a nadie, Harry. Y menos a la gente que nos cae bien.
—Yo no he dicho eso, Andy.
—No es nuestro estilo. ¿Qué demonios ganaríamos filtrándole tus antecedentes penales a los panameños cuando lo que nos interesa es que sigas en tu papel pero con mayor protagonismo?
—Nada en absoluto, Andy, y me alegra oírtelo decir —responde Pendel.
—¿Para qué vamos a destapar lo de Braithwaite? ¿Para hacerte quedar mal con tu mujer y tus hijos? ¿Para destruir un hogar feliz? Harry, te necesitamos. Tienes una buena mercancía que vender, y nuestra única intención es comprarla.
—Solucióname el asunto del arrozal, Andy, y os entregaré mi cabeza en una bandeja —dice Pendel en un alarde de cordialidad.
—No buscamos una ganga, muchacho. Queremos comprar tu alma.
Imitando a su pródigo acompañante, Pendel ha cogido su copa de coñac entre las manos y está acodado en la mesa a la luz de las velas. Todavía indeciso. Resistiéndose pese a que buena parte de él accedería con gusto, aunque sólo fuese por no prolongar más la violenta situación.
—Todavía no has descrito las características del empleo, Andy.
—Un puesto de escucha, ya te lo he dicho.
—Sí, pero ¿qué quieres que escuche, Andy? ¿Cuál es el objetivo básico?
Otra vez la mirada penetrante. Las chispas rojas en el fondo de los ojos. La mandíbula caída mientras cavila y mastica distraídamente. El cuerpo desmadejado de niño gordo. El susurro arrastrado saliendo por un ángulo de la boca torcida.
—Nada del otro mundo. La correlación de fuerzas internacionales en el siglo xxi. El futuro del comercio mundial. La colocación de las piezas en el tablero político de Panamá. La Oposición Silenciosa. Los tipos del otro lado del puente, como tú los llamas. ¿Qué va a ocurrir cuando se retiren los yanquis? Si es que se retiran. ¿Quién reirá y quién llorará a mediodía del 31 de diciembre de 1999? ¿Hacia dónde tenderán las cosas cuando una pandilla de espabilados saque a subasta una de las dos principales vías de navegación del mundo? Vamos, pan comido —contestó, pero terminando con una inflexión interrogativa como si guardase lo mejor para más tarde.
Pendel sonríe.
—¡Ah, bueno! Entonces no hay problema. Puedes pasar a recogerlo mañana a la hora de comer. Lo tendrás todo listo y envuelto. Y si no te queda bien, tráelo a retocar siempre que quieras.
—Y un par de detalles más que no están en la carta —añade Osnard bajando aún más la voz—. O mejor dicho, no todavía.
—¿A qué te refieres, Andy?
Un gesto de indiferencia. Un gesto lento, prolongado, sospechoso, insinuante, turbador. Un gesto de policía que delata falsa tranquilidad, sobrecogedor poder y una inagotable reserva de conocimiento superior.
—En este oficio hay muchas maneras de despellejar a un gato. No es posible aprenderlas todas en una noche. ¿Es un «sí» eso que he oído, o estás haciéndote la Garbo?
Asombrosamente, aunque quizá el único asombrado es él. Pendel encuentra aún evasivas. Quizá sabe que la indecisión es la única libertad que conserva. Quizá el tío Benny está tirándole otra vez de la manga. O quizá tiene la vaga idea de que, según los derechos de todo reo, un hombre que vende su alma está autorizado a un período de reflexión.
—No me hago la Garbo, Andy. Me hago el Harry —responde, poniéndose en pie enérgicamente y sacando el pecho—. Como comprobarás, a la hora de tomar decisiones que cambian el rumbo de la vida, Harry Pendel es un hombre en extremo calculador.
Pasaban ya de las once cuando Pendel apagó el motor del todoterreno y se deslizó en punto muerto hasta detenerse a unos veinte metros de la casa para no despertar a los niños. A continuación abrió la puerta de entrada valiéndose de las dos manos, una para empujarla y la otra para hacer girar la llave, porque sin esa ligera presión inicial el cerrojo se descorría bruscamente y sonaba como la detonación de una pistola. Fue a la cocina y se enjuagó la boca con Coca-Cola esperando disipar así los vapores del coñac. Luego se desnudó en el pasillo, dejó la ropa en una butaca y entró de puntillas en la habitación. Louisa había dejado abiertas las dos ventanas, que era como le gustaba dormir. Por ellas entraba la brisa del Pacífico. Al apartar la sábana advirtió con sorpresa que Louisa estaba desnuda como él e insomne, y lo miraba fijamente.
—¿Qué pasa? —preguntó, temiendo una discusión que sin duda despertaría a los niños.
Extendiendo sus largos brazos, Louisa lo estrechó con vehemencia contra su pecho, y Pendel descubrió que tenía el rostro bañado en lágrimas.
—Harry, lo siento mucho, quiero que lo sepas. Mucho mucho. —Lo besaba y a la vez no permitía que él la besase—. No tienes que perdonarme, Harry, todavía no. Eres un buen hombre y un buen marido, y te ganas bien la vida. Mi padre tenía razón: soy fría y mezquina, y no distinguiría una palabra amable aunque apareciese de pronto y me mordiese en el culo.
Es demasiado tarde, pensó Pendel mientras ella empezaba a hacerle el amor. Así deberíamos haber sido antes de que fuese demasiado tarde.
Harry Pendel amaba a su esposa e hijos con un sometimiento que sólo pueden comprender quienes nunca han pertenecido a una familia, quienes nunca han sabido qué es respetar a un padre decente, amar a una madre feliz, o aceptarlos a ambos como la recompensa natural por haber nacido en este mundo.
Los Pendel vivían en lo alto de un cerro del barrio de Bethania. Su casa de dos plantas, moderna y confortable, estaba rodeada de césped e incontables buganvillas, y tenía bellas vistas del mar, el casco viejo y punta Paitilla. Pendel había oído decir que los cerros de los alrededores estaban huecos y albergaban bombas atómicas y pabellones militares norteamericanos, pero Louisa sostenía que eso garantizaba su seguridad, y Pendel, por no discutir, contestaba que quizá fuese así.
Los Pendel tenían una criada para fregar los suelos de baldosas, una criada para lavar la ropa, una criada para cuidar a los niños en ausencia de sus padres y ocuparse de las compras de rutina, y un negro canoso con barba blanca de tres días y sombrero de paja que escardaba a machetazos el jardín, plantaba lo que se le ocurría, fumaba sustancias ilegales y gorroneaba cuanto podía de la cocina. Por este pequeño regimiento de empleados domésticos pagaban ciento cuarenta dólares semanales.
Cuando Pendel se acostaba por las noches, se solazaba en el secreto placer de conciliar el desasosegado sueño del recluso, con las piernas encogidas, el mentón en el pecho y las manos en los oídos para amortiguar los gemidos de los compañeros de celda, para luego despertar y cerciorarse mediante un cauteloso reconocimiento de que no se hallaba en la cárcel sino en Bethania, al cuidado de una esposa fiel que lo necesitaba y respetaba y unos hijos felices que dormían al otro lado del pasillo, lo cual era siempre una bendición del cielo, o como diría el tío Benny una
mitzvah
: Hannah, su princesa católica de nueve años; Mark, su rebelde violinista judío de ocho. Pero si bien Pendel amaba a su familia con responsable energía y devoción, también temía por ellos y se imponía el ejercicio cotidiano de considerar su felicidad un espejismo.
Cuando estaba solo y a oscuras en el balcón, como acostumbraba todas las noches al concluir su jornada de trabajo, quizá con uno de los pequeños cigarros del tío Benny, y olía el perfume nocturno de exquisitas flores en el aire húmedo, contemplaba las luces en la bruma y vislumbraba a través de nubes intermitentes la fila de barcos anclados en la bocana del Canal, su desbordante buena fortuna le infundía una aguda conciencia de la fragilidad de todo aquello: Harry, muchacho, sabes que esto no puede durar, sabes que el mundo puede estallar ante tus ojos; ya lo has visto ocurrir desde este mismo lugar, y lo que pasa una vez puede volver a pasar en cualquier momento, así que cuidado.
Entonces clavaba la mirada en la ciudad demasiado apacible, y pronto las bengalas, el trazador rojo y verde, el ronco tableteo de las ametralladoras y el estruendo de los cañones comenzaban a crear su propio bullicio en el teatro de su memoria, tal como había sucedido aquella noche de diciembre de 1989, cuando los cerros titilaron y helicópteros Spectre enormes y vibrantes llegaron desde el mar sin encontrar resistencia para castigar la humilde barriada de El Chorrillo —como de costumbre se achacaba a los pobres la culpa de todo—, donde cargaban a placer contra las chabolas en llamas, se marchaban momentáneamente a reabastecerse y volvían de nuevo a la carga. Y probablemente los atacantes no lo habían planeado de aquel modo. Probablemente eran buenos padres e hijos y en un principio su único propósito era desmantelar la
comandancia
[5]
de Noriega, hasta que un par de obuses se desviaron de su curso y a ésos siguieron otros dos. Pero en tiempo de guerra no es fácil transmitir las buenas intenciones a quienes las padecen, el comedimiento pasa inadvertido, y la presencia de unos cuantos francotiradores enemigos en un barrio pobre no justifica la completa incineración de éste. De poco sirve decir «Recurrimos a la fuerza en el grado mínimo indispensable» a las víctimas aterrorizadas que, en un desesperado intento por salvar sus vidas, corren descalzas sobre charcos de sangre y cristales rotos, arrastrando consigo maletas y niños en su huida a ninguna parte. De nada sirve alegar que los incendios fueron provocados por miembros resentidos de los batallones de la dignidad de Noriega. Aun si era cierto, ¿por qué iba alguien a creerlo?