—Bienvenido seas —dijo Marta con solemnidad después de descorrer los cuatro cerrojos.
Se tendieron en la cama como siempre se tendían, vestidos y a cierta distancia, los dedos secos y menudos de Marta doblados sobre la palma de la mano de Pendel. No había sillas, apenas había suelo. El apartamento se reducía a una única habitación dividida por cortinas marrones: un cubículo para lavar, otro para cocinar y aquél para acostarse. Junto a la oreja izquierda, Pendel tenía una caja de cristal abarrotada de animales de porcelana que había pertenecido a la madre de Marta, y ante sus pies descalzos se erguía un tigre de cerámica de un metro de altura que su padre había regalado a su madre en sus bodas de plata, tres días antes de morir hechos pedazos en los bombardeos. Y si Marta hubiese acompañado a sus padres a la casa de su hermana casada aquella noche en lugar de quedarse en la cama recuperándose de las heridas en la cara y las magulladuras en el cuerpo, también ella habría muerto hecha pedazos, ya que su hermana vivía en la calle donde cayeron las primeras bombas, aunque en la actualidad sea imposible encontrarla, tan imposible como encontrar a los padres, la hermana, el cuñado o la sobrina de seis meses de Marta, o al gato azafranado de la familia, llamado
Hemingway
. Cadáveres, escombros y la calle entera habían sido relegados oficialmente al olvido.
—Me gustaría que te mudases a tu antiguo apartamento —dijo Pendel como de costumbre.
—No puedo.
No podía
porque sus padres habían vivido donde ahora se alzaba ese edificio.
No podía
porque ése era su Panamá.
No podía
porque su corazón seguía al lado de los muertos.
Hablaban poco. Preferían contemplar la monstruosa historia secreta que los unía: Una empleada joven, hermosa e idealista ha participado en una manifestación contra el tirano. Llega a su lugar de trabajo sin aliento y asustada. Al anochecer su jefe se ofrece a acompañarla en coche a su casa con el indudable propósito de convertirse en su amante, porque en la tensión de las últimas semanas ha nacido entre ellos una irresistible atracción. El sueño de un Panamá mejor es como el sueño de una vida en común, e incluso Marta reconoce que sólo los yanquis son capaces de remediar el caos que ellos mismos han creado, y que los yanquis deben intervenir cuanto antes. En el camino han de detenerse en un control de carretera, donde unos dignobates desean saber por qué lleva Marta una camisa blanca, símbolo de la resistencia contra Noriega. Insatisfechos con la explicación, le destrozan la cara. Pendel acomoda en el asiento trasero del todoterreno a Marta, que sangra copiosamente, y aterrorizado se dirige a toda prisa hacia la universidad. Por esas fechas Mickie es también estudiante, y la única persona en quien Pendel se atreve a confiar. Milagrosamente lo encuentra en la biblioteca. Mickie conoce a un médico; lo llama, lo amenaza, lo soborna. Mickie se pone al volante de todoterreno de Pendel; Pendel se sienta detrás con la cabeza sangrante de Marta en el regazo, empapándole el pantalón y manchando irreparablemente la tapicería del vehículo familiar. El médico la atiende tan mal como sabe. Pendel informa a los padres de Marta, les da dinero. Luego se ducha y se cambia de ropa en la sastrería, vuelve a casa en taxi, y durante tres días, por culpabilidad y miedo, es incapaz de explicarle a Louisa lo ocurrido, inclinándose por contarle una sarta de mentiras sobre un conductor idiota que embistió el todoterreno por un costado, siniestro total, Lou, hay que comprar uno nuevo, ya he hablado con los del seguro y no ponen ningún problema. Hasta el quinto día no reúne el valor necesario para anunciarle, con tono de desaprobación, que Marta se había involucrado en los disturbios estudiantiles, lesiones faciales, Lou, una larga convalecencia, he prometido readmitida cuando se recupere.
—Oh —dice Louisa.
—Y han metido en la cárcel a Mickie —prosigue inconexamente, omitiendo que el cobarde médico lo ha denunciado, y habría denunciado también a Pendel si hubiese sabido su nombre.
—Oh —dice Louisa por segunda vez.
—La razón sólo actúa cuando entran en juego las emociones —afirmó Marta, llevándose los dedos de Pendel a los labios y besándolos uno por uno.
—¿Qué significa eso?
—Lo he leído. Te noto confuso por algo. He pensado que podía ser útil.
—En principio la razón debería ser lógica —objetó Pendel.
—No existe lógica a menos que entren en juego las emociones. Quieres hacer algo, y lo haces. Eso es lógica. Si quieres hacer algo y no lo haces, es un fracaso de la razón.
—Será verdad si tú lo dices, ¿no? —respondió Pendel, que desconfiaba de todo razonamiento abstracto menos de los suyos—. Desde luego esos libros tuyos te suministran toda una jerga, ¿no? Hablas como una profesora y ni siquiera te has presentado a los exámenes todavía.
Marta nunca persistía, y por eso Pendel acudía a ella sin temor. Parecía saber que él nunca decía la verdad a nadie, que se la guardaba por educación, y lo poco que le contaba poseía por tanto un gran valor para ambos.
—¿Cómo está Osnard? —preguntó Marta.
—¿Cómo debería estar?
—¿Por qué piensa que te tiene a su entera disposición?
—Sabe ciertas cosas —contestó Pendel.
—¿Sobre ti?
—Sí.
—¿Es algo que yo conozco?
—No lo creo.
—¿Es algo malo?
—Sí —reconoció Pendel.
—Haré lo que me pidas. Cuenta conmigo para lo que sea. Si quieres que lo mate, lo mataré e iré a la cárcel.
—¿Por el otro Panamá?
—Por ti.
Ramón Rudd tenía acciones en un casino del casco viejo y le gustaba ir allí a relajarse. Se acomodaron en un banco tapizado de felpa y observaron a las mujeres de hombros desnudos y los crupieres de ojos hinchados dispuestos en torno a las ruletas vacías.
—Voy a pagar la deuda, Ramón —informó Pendel—. El capital, los intereses, todo. Voy a hacer borrón y cuenta nueva.
—¿Con qué dinero?
—Digamos que he encontrado un millonario loco.
Ramón sorbió un poco de limonada con una pajita.
—Voy a comprarte la finca, Ramón. No tienes tierras suficientes para sacarles rentabilidad ni te interesa cultivarlas. Sólo te interesa estafarme.
Rudd se examinó en el espejo y se quedó impasible ante lo que vio.
—¿Tienes otro negocio en marcha? —preguntó—. ¿Algo de lo que no estoy enterado?
—Ojalá, Ramón.
—¿Algo extraoficial?
—Tampoco eso, Ramón.
—Porque si es así, me corresponde una parte. Yo te presté dinero, así que debes decirme en qué clase de negocio andas. Es lo ético. Lo justo.
—Esta noche no estoy de humor para ética, Ramón, la verdad.
Rudd pensó en lo que acababa de oír y no pareció complacido.
—Pues si tienes un millonario loco, págame seis mil dólares por hectárea —dijo, citando otra inmutable ley ética.
Pendel consiguió reducir el precio a cuatro mil y se marchó a casa.
Hannah tenía fiebre.
Mark quería retarlo a una partida de ping pong.
La criada que lavaba la ropa estaba otra vez embarazada.
La que fregaba el suelo se quejaba de que el jardinero le había hecho proposiciones deshonestas.
El jardinero insistía en que a los setenta años tenía derecho a hacer proposiciones a quien se le antojase.
El inmaculado Ernesto Delgado había regresado de Tokio.
Al entrar en la sastrería a la mañana siguiente Harry Pendel, cabizbajo, pasa revista a sus filas, empezando por las mujeres kunas responsables de los acabados, siguiendo con los pantaloneros italianos y los confeccionistas chinos encargados de las chaquetas, y terminando por la señora Esmeralda, una anciana mulata de pelo rojo que sólo hace chalecos de la mañana a la noche y con eso está ya contenta. Como un gran comandante en la víspera de una batalla dirige unas palabras de aliento a cada uno de ellos, salvo que es Pendel quien necesita ese aliento, y no sus tropas. Hoy es día de pago, y disfrutan todos de un excelente estado de ánimo. Encerrándose en el taller de corte, Pendel desenrolla dos metros de papel marrón sobre la mesa, coloca el cuaderno abierto en su atril de madera y, acompañado del melodioso lamento de Alfred Deller, empieza a bosquejar con suma delicadeza los contornos del primero de los dos trajes de alpaca para Andrew Osnard, una creación de Pendel Braithwaite Co. Limitada, sastres de la realeza, antes en Savile Row.
El maduro hombre de negocios, gran sopesador de argumentos y frío evaluador de situaciones, está votando con sus tijeras.
El aciago anuncio por parte del embajador Maltby de que un tal señor Andrew
Osnard
—¿sería eso alguna clase de aves?, se preguntaba uno al oír aquel nombre— se incorporaría, en breve al personal de la embajada británica en Panamá llenó primero de incredulidad y después de recelo el honrado corazón del ministro consejero, Nigel Stormont.
Naturalmente, cualquier otro embajador habría llamado aparte a su ministro consejero. Era una cuestión de elemental cortesía: «Veras, Nigel, be pensado que deberías saberlo tú antes que los demás…». Pero después de soportarse mutuamente durante un año habían entrado en la etapa en que la cortesía podía darse por sentada, Y en todo caso Maltby se preciaba de sus divertidas sorpresas. Así que se guardó la noticia hasta la reunión que presidía los lunes por la mañana, y que Stormont personalmente consideraba el momento más intranscendente de la semana laboral.
Su público, compuesto por una atractiva mujer y tres hombres, incluido Stormont, se hallaba sentado frente a su escritorio en una hilera de sillas cromadas dispuestas en forma de media luna, Ante ellos, Maltby parecía una criatura de una raza más pobre y de mayor tamaño. Rondaba la cincuentena y medía un metro noventa. Tenía un raído flequillo negro, un doctorado
summa cum laude
en alguna especialidad inútil, y una mueca permanente que no debía confundirse con una sonrisa. Siempre que su mirada se posaba en la atractiva mujer, uno adivinaba que de buena gana la mantendría allí fija pero no se atrevía, pues de inmediato la desviaba avergonzado hacia la pared y sólo la mueca persistía. Tenía la chaqueta del traje colgada en el respaldo de la silla, y la caspa titilaba en los hombros bajo los rayos del sol. Sentía debilidad por las camisas estridentes, y la de esa mañana sumaba a lo ancho diecinueve listas. O eso calculaba Stormont, que aborrecía el suelo que Maltby pisaba.
Si Maltby no se ajustaba a la augusta imagen del funcionariado británico en el extranjero, también su embajada dejaba mucho que desear. No había verjas de hierro forjado ni pórticos dorados ni regias escaleras para inspirar obediencia a las razas inferiores que vivían sin ley, y tampoco retratos del siglo xvi mostrando a hombres ilustres con bandas cruzadas sobre el pecho. La porción de la Gran Bretaña imperial gobernada por Maltby se hallaba suspendida a un cuarto de la altura total de un rascacielos perteneciente al mayor bufete de Panamá y coronado por la insignia de un banco suizo.
La embajada tenía una puerta principal blindada con un revestimiento de roble inglés, y se accedía a ella pulsando un botón en un ascensor silencioso. En aquella quietud refrigerada, la divisa real hacía pensar en silicona y funerarias. Las ventanas, como las puertas, habían sido reforzadas para frustrar las incursiones de los irlandeses, y tintadas para frustrar las incursiones del sol. No penetraba ni un solo susurro del mundo real. El tráfico, las grúas, los barcos, el casco viejo y las zonas nuevas, la brigada de mujeres con uniformes de color naranja que recogía hojas en la mediana de la avenida Balboa eran meros especímenes en el registro de inspección de su majestad la reina. Desde el momento en que uno ponía los pies en el espacio aéreo extraterritorial de Gran Bretaña, se desentendía del mundo exterior.
En la reunión se habían analizado, improvisadamente, las posibilidades de Panamá de convertirse en uno de los signatarios del Tratado Norteamericano de Libre Comercio (desdeñables, a juicio de Stormont), las relaciones entre Panamá y Cuba (turbias alianzas comerciales, consideraba Stormont, vinculadas en su mayor parte al narcotráfico), y la repercusión de las elecciones guatemaltecas sobre la psique política panameña (nula, como Stormont había advertido ya al Departamento). Maltby, para no perder la costumbre, había hecho hincapié en el insufrible tema del Canal: la omnipresencia de los japoneses; las maniobras de los chinos continentales disfrazados de representantes de Hong Kong, y un absurdo rumor publicado en la prensa panameña sobre un consorcio franco-peruano que se proponía comprar el Canal con la ayuda de expertos franceses y dinero colombiano procedente de las drogas. Y seguramente en algún punto de esta disertación, en parte por aburrimiento, en parte como defensa, Stormont dejó de atender e inició una atribulada revisión de su vida hasta la fecha: Stormont, Nigel, nacido hace mucho tiempo, educado no muy bien en Shrewsbury y Jesus, Oxford. Licenciado en historia con una calificación mediocre como todo el mundo, divorciado como todo el mundo; salvo que mi pequeña aventura apareció en los titulares de la prensa dominical. Casado finalmente con Paddy, diminutivo de Patricia, sin par ex esposa de un
cher collège
de la embajada británica en Madrid, poco después de que éste intentase inmolarme con una copa de plata en la fiesta navideña del personal diplomático. Actualmente cumpliendo condena en Sing Sing, Panamá, población 2,6 millones, una cuarta parte en el paro, la mitad en condiciones de supervivencia. El Departamento de Personal aún no ha decidido mi próximo destino, si es que no opta por prescindir de mí, cosa probable a juzgar por la arisca respuesta de ayer a mi carta de hace seis semanas. Y la tos de Paddy, una continua preocupación; ¿cuándo van a curarla esos condenados médicos?
—¿Y por qué no podría ser un perverso consorcio inglés, para variar? —se lamentaba Maltby con una voz débil y básicamente nasal—. Me encantaría estar en el centro de una diabólica intriga británica. Nunca lo he estado. ¿Y tú, Fran?
La atractiva Francesca Deane esbozó una forzada sonrisa y contestó:
—Desgraciadamente.
—Desgraciadamente ¿sí?
—Desgraciadamente no.
Maltby no era el único que suspiraba por Francesca. Medio Panamá andaba tras ella. Un cuerpo que quitaba el sentido, y una inteligencia en consonancia. Una de esas pieles inglesas lechosas y suaves que enloquecen a los latinos. Stormont la observaba en las fiestas, siempre rodeada de los más solicitados sementales de Panamá, todos rogándole una cita. Pero ella a las once invariablemente estaba leyendo en su cama, y a la mañana siguiente a las nueve sentada tras su escritorio con un sobrio traje de chaqueta y sin maquillaje, dispuesta a emprender un nuevo día en el paraíso.