El sastre de Panamá (19 page)

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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

BOOK: El sastre de Panamá
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Se volvieron los tres a la vez y, con el Rey Sol en medio, desfilaron por la sala. Se dirigían al santuario presidencial, cuyas puertas se hallaban a menos de un metro de Pendel. Enarboló una sonrisa y, maleta en mano, dio un paso al frente. La cabeza plateada se alzó y giró hacia su posición, pero los clarísimos ojos azules vieron sólo la pared. El trío pasó de largo ante él. Las puertas del santuario se cerraron. Marco salió de nuevo.

—¿Es usted el sastre?

—El mismo, señor Marco, siempre al servicio de su excelencia.

—Espere aquí.

Pendel esperó, como corresponde a todos aquellos cuya única misión es servir. Pasaron los años. Las puertas volvieron a abrirse.

—Acabe cuanto antes —ordenó Marco.

«Pregúntale por las horas muertas en París, Tokio y Hong Kong».

En un rincón de la sala se había erigido un biombo tallado de color oro. Lazos dorados de escayola adornan los ángulos enrejados. Hileras de rosas doradas descienden por puntales del armazón. Iluminado desde atrás por la luz de la ventana, su graciosísima transparencia se yergue majestuosamente ante el biombo con su chaqueta negra y su pantalón a rayas. La palma de la mano presidencial es tan suave como la de una anciana pero mucho más amplia. Al tocar sus sedosos y mullidos promontorios, Pendel recuerda de pronto a su tía Ruth troceando un pollo para el caldo del domingo mientras Benny canta
Celeste Aida
acompañándose con el piano vertical.

—Bienvenido sea, señor, tras su ardua gira —murmura Pendel a través de un laberinto de oclusiones glóticas.

Pero es más que dudoso que el jefe supremo de la Tierra haya captado en toda su plenitud la fuerza de este ahogado saludo, porque Marco le ha entregado un teléfono inalámbrico rojo, y está ya hablando por él.

—¿Franco? No me molestes ahora con eso. Dile que necesita un abogado. Nos veremos en la recepción de esta noche. Ya me pondrás al corriente.

Marco recoge el teléfono rojo. Pendel abre la maleta. No aparece un disfraz infantil sino un pantalón y un frac con la delantera discretamente reforzada para sostener el peso de veinte condecoraciones ensartadas en el relleno de tisú perfumado. La virgen se retira en silencio cuando el amo del orbe ocupa su puesto tras el biombo dorado, que tiene espejos por dentro. Es una antigüedad del palacio. La cabeza plateada, tan venerada por sus súbditos, desaparece y reaparece mientras los pantalones presidenciales son desenfundados.

—Si su excelencia es tan amable —murmura Pendel.

Una mano presidencial asoma a un lado del biombo. Pendel cuelga el pantalón negro embastado en el antebrazo presidencial. Brazo y pantalón desaparecen. Suenan otros teléfonos. «Pregúntale por las horas muertas».

—Es el embajador español, su excelencia —informa Marco desde el escritorio—. Solicita una audiencia privada.

—Dale hora mañana por la noche, después de la delegación de Taiwán.

Pendel se coloca frente al señor del universo: el rey del ajedrez político panameño, el hombre que guarda las llaves de una de las dos mayores vías de navegación del planeta, que determina el futuro del comercio mundial y la correlación de fuerzas internacionales en el siglo xxi. Pendel introduce dos dedos en la cintura presidencial mientras Marco anuncia otra llamada, de un tal Manuel.

—Dile que el miércoles —replica el presidente por encima del biombo.

—¿Mañana o tarde?

—Tarde —contesta el presidente.

La cintura presidencial resulta un tanto escurridiza. Si la entrepierna cae bien, falla el largo de pata. Pendel levanta la cintura. Los dobladillos se elevan sobre los elásticos de los calcetines de seda presidenciales, de tal modo que por un momento el presidente parece Charlie Chaplin.

—Manuel no tiene inconveniente en que sea por la tarde siempre y cuando no jueguen más de nueve hoyos —advierte Marco a su señor con severidad.

De pronto reina la calma. Lo que Pendel había descrito a Osnard como una plácida tregua en la refriega inunda el santuario. Nadie habla. Ni Marco ni el presidente ni sus numerosos teléfonos. El gran espía está de rodillas, marcando con alfileres la pata izquierda del pantalón presidencial, pero eso no merma su agudo ingenio.

—Y si su excelencia me permite el atrevimiento, ¿ha tenido ocasión de relajarse durante su triunfal gira por Extremo Oriente? ¿Practicar algún deporte, quizá? ¿Pasear? ¿Salir de compras?

Los teléfonos siguen callados. Nada perturba la plácida tregua mientras el guardián de las llaves de la correlación de fuerzas internacionales piensa su respuesta.

—Demasiado justo —declara—. Me viene demasiado justo, señor Braithwaite. ¡Ustedes los sastres…! ¿Por qué no deja respirar a su presidente?

—«Harry», me ha dicho, «tendrías que ver los parques de París. Si no fuese por las inmobiliarias y los comunistas, mañana mismo llenaría yo Panamá de parques como ésos».

—Un momento. —Osnard pasó una hoja de su cuaderno y se apresuró a tomar nota.

Se encontraban en la cuarta planta de un hotel de citas llamado El Paraíso, situado en una de las partes más bulliciosas de la ciudad. Al otro lado de la calle un letrero luminoso de Coca-Cola se encendía y apagaba, llenando de pronto la habitación de llamas rojas y dejándola segundos después en completa oscuridad. En el pasillo sonaban las urgentes pisadas de las parejas que llegaban y se marchaban. A través de los tabiques se oían gemidos de decepción o placer y el acelerado fragor de cuerpos voraces.

—No ha dicho eso exactamente —aclaró Pendel con cautela—. Pero es lo que se desprendía de sus palabras.

—Nada de paráfrasis, ¿de acuerdo? Quiero saber sólo lo que ha dicho textualmente. —Osnard se lamió el pulgar y pasó otra hoja.

Pendel veía la casa de veraneo del doctor Johnson en Hampstead Heath el día en que acompañó hasta allí a su tía Ruth para coger unas azaleas.

—«Harry», me ha dicho, «visité un parque en París… ojalá recordase cómo se llama. Había una pequeña cabaña con el tejado de madera, y estábamos sólo nosotros, los guardaespaldas y los patos». Al presidente le encanta la naturaleza. «Y en esa cabaña se escribió una página de la historia. Algún día, si todo sale como está previsto, en la pared de madera de esa cabaña colgará una placa donde se proclame que allí mismo se decidió la independencia, el bienestar y la prosperidad futuras del naciente Estado de Panamá, junto con la fecha».

—¿Ha dicho con quién se reunió allí? —preguntó Osnard—. ¿Los japoneses, los alemanes, los franceses? No estaría allí sentado charlando con las flores, digo yo.

—No ha concretado, Andy. Pero sí ha dado algunas pistas.

—¿Cuáles? —Un nuevo lametón, ligeramente audible.

—«Harry, no se lo cuentes a nadie, pero la brillantez de la mentalidad oriental ha sido para mí una total revelación, aunque desde luego los franceses no van muy a la zaga».

—¿Ha especificado a qué orientales se refería?

—No.

—¿Japoneses? ¿Chinos? ¿Malasios?

—Andy, tengo la impresión de que intentas poner ideas en mi mente que no estaban antes ahí.

No se oyó más sonido que los chirridos del tráfico, el jadeo del aire acondicionado, la música enlatada para amortiguar ese jadeo. Los gritos de voces latinas elevándose por encima de la música. El susurro del bolígrafo de Osnard deslizándose a toda velocidad por las hojas del cuaderno.

—¿Y a Marco no le has caído bien?

—Ya no le caía bien antes, Andy.

—¿Por qué?

—A los cortesanos de palacio les molesta que un sastre mestizo disfrute de una charla a solas con su jefe, Andy. No les gusta. «Marco, el señor Pendel y yo no hemos hablado desde hace tiempo y tenemos que ponernos al día sobre muchas cosas, así que sé buen chico y quédate al otro lado de esa puerta de caoba hasta que te dé un grito…». ¿Cómo va a gustarles?

—¿Es marica?

—Que yo sepa, no, Andy, pero no se lo he preguntado ni creo que sea asunto mío.

—Invítalo a cenar —propuso Osnard—. Prepara el terreno, ofrécele un traje a buen precio. Por lo que cuentas, sería el tipo idóneo para tenerlo de nuestro lado. ¿Has oído algo sobre el posible resurgimiento del tradicional antiamericanismo entre los japoneses?

—Nada, Andy.

—¿Y sobre los japoneses como la próxima superpotencia?

—No, Andy.

—¿O su papel como líder natural de los estados en vías de desarrollo? ¿Tampoco? ¿Animadversión entre Japón y Estados Unidos? ¿Se siente Panamá entre la espada y la pared? ¿El presi nada entre dos aguas? ¿Algo de eso? ¿Nada?

—A ese respecto nada fuera de lo corriente, Andy. No, sobre Japón, no. Bueno, ahora que lo mencionas, sí ha hecho una alusión al tema.

A Osnard se le iluminó la cara.

—«Harry», me ha dicho, «lo único que ruego es no tener que sentarme nunca
nunca
más en una habitación con los japoneses a un lado de la mesa y los yanquis al otro, porque mantener la paz entre ambos bandos me ha quitado años de vida, como puedes ver por mi pobre cabello canoso». Aunque personalmente dudo que todo ese pelo sea suyo, la verdad. Creo que tiene algún añadido.

—Ha hablado por los codos, ¿eh?

—Andy, no podía contenerse. Tan pronto como está detrás del biombo, no hay nada que lo frene. Y cuando a veces empieza a hablar de Panamá como títere del resto del mundo, entonces se le va la mañana entera.

—¿Y qué has averiguado de sus horas muertas en Tokio?

Pendel negó con la cabeza. Circunspecto.

—Lo siento, Andy. En cuanto a eso tendremos que correr un velo —dijo, y volvió el rostro hacia la ventana en una estoica negativa.

El bolígrafo de Osnard se había detenido a medio trazo. El letrero de Coca-Cola inflamaba su figura de manera intermitente.

—¿Qué demonios te pasa? —preguntó.

—Es mi tercer presidente, Andy —respondió Pendel sin desviar la mirada de la ventana.

—¿Y qué?

—Que no lo haré. No puedo.

—No puedes ¿qué?

—Destapar una cosa así. Mi conciencia no lo admitiría.

—¿Has perdido el juicio? —exclamó Osnard—. Esto es oro en polvo, muchacho. Estamos hablando de una prima muy muy importante. ¡Cuéntame qué carajo te dijo el presi sobre sus horas muertas en Japón mientras se probaba los jodidos pantalones!

Pendel requirió un largo momento de reflexión para vencer su reticencia. Pero lo consiguió. Hundió los hombros, aflojó los miembros, volvió la cabeza hacia el interior de la habitación.

—«Harry», me ha dicho, «si algún cliente te pregunta por qué en Tokio tenía una agenda tan poco apretada, contéstale por favor que mientras mi esposa visitaba una fábrica de seda en compañía de la emperatriz, yo estaba echando mi primer polvo japonés» (que es una expresión que, como tú bien sabes, Andy, yo no emplearía, ni en la sastrería ni en casa) «porque así Harry, amigo mío, aquí en Panamá aumentará mi prestigio en algunos círculos, y a la vez impedirá a otros elementos seguir el rastro de mis verdaderas actividades y de las conversaciones que allí sostuve en el mayor secreto, por el bien de Panamá pese a lo que muchos piensen».

—¿Y qué demonios quería decir con eso?

—Se refería a ciertas amenazas que pesan sobre su persona y no han salido a la luz para no alarmar a la población —contestó Pendel.

—Sus palabras exactas, Harry, ¿si no te importa? Eso que acabas de decir suena a noticia de relleno en un lunes con escasez de información.

Pendel estaba sereno.

—No ha habido palabras, Andy. No propiamente. No eran necesarias.

—Explícate.

—En todas sus chaquetas, el presidente me pide un bolsillo especial en el lado izquierdo del pecho, que debo añadir con la más absoluta reserva. El largo del cañón me lo facilita Marco. «Harry», me dice siempre el presidente a este respecto, «no vayas a contárselo a alguien pensando que son exageraciones mías. Lo que estoy haciendo por el Estado naciente de Panamá, al que tanto amo, acabaré pagándolo con sangre».

De la calle llegaban, como mofándose de ellos, las insulsas carcajadas de los borrachos.

—Te garantizo una prima por todo lo alto —afirmó Osnard, cerrando el cuaderno—. ¿Qué noticias tenemos del hermano Abraxas?

El mismo escenario, distinto decorado. Osnard había encontrado una inestable silla y estaba sentado a horcajadas en ella con los rollizos muslos separados y el respaldo irguiéndose desde su entrepierna.

—No es fácil definirlos, Andy —advirtió Pendel, paseándose por la habitación con las manos cruzadas detrás de la espalda.

—¿De quiénes hablas, Harry?

—De la Oposición Silenciosa.

—No debe de ser fácil, no.

—Mantienen sus cartas muy cerca del corazón.

—¿Y qué demonios persiguen? —preguntó Osnard—. La democracia, ¿no? Entonces ¿por qué se lo traen tan callado? ¿Por qué no lo airean? ¿Por qué no movilizan a los estudiantes? ¿Qué demonios quieren guardar en secreto?

—Digamos que Noriega les dio una lección profiláctica, y no están dispuestos a recibir otra indefensos. Nadie va a meter a Mickie en la cárcel otra vez.

—Mickie es el cabecilla, ¿no?

—A efectos morales y prácticos Mickie es el cabecilla, Andy, aunque nunca lo admitiría, como tampoco lo admitirían sus seguidores ni los estudiantes o la gente del otro lado del puente con quienes mantiene contacto.

—Y Rafi apuesta por ellos.

—Sin reservas —afirmó Pendel, dándose media vuelta.

Osnard recogió el cuaderno de su regazo, lo apoyó contra el respaldo de la silla y empezó a anotar de nuevo.

—¿Existe una lista de miembros? ¿Tienen un programa, o una declaración de principios? ¿Cuál es su objetivo común?

—En primer lugar, aspiran a limpiar el país. —Pendel hizo una pausa para dar tiempo a Osnard. En su mente, oía a Marta, la amaba. Veía a Mickie, sobrio y rehabilitado con un traje nuevo. Su pecho se henchía de orgullo leal—. En segundo lugar, aspiran a fomentar la identidad de Panamá como democracia naciente y autónoma cuando nuestros amigos americanos desmonten por fin el tenderete y desaparezcan si es que eso llega a ocurrir, cosa dudosa. En tercer lugar, aspiran a extender la educación a los pobres y necesitados, construir hospitales, mejorar el sistema de becas universitarias y asegurar unas condiciones más justas a campesinos y pescadores, en particular arroceros y camaroneros, y además se oponen, cueste lo que cueste, a vender al mejor postor el patrimonio del país, incluido el Canal.

—¿Son izquierdistas, pues? —aventuró Osnard entre dos ráfagas de anotaciones mientras chupaba el capuchón de plástico del bolígrafo con su boca pequeña como un capullo de rosa.

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