El sastre de Panamá (22 page)

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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

BOOK: El sastre de Panamá
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—Estoy tan
orgullosa
de ti, Louisa… Orgullosa de que estéis todos bien de salud, de que los niños hagan continuos progresos, de que os queráis tanto, y de que Dios cuide de vosotros y Harry sepa valorar lo que tiene. Y estoy
muy
orgullosa de haberme dado cuenta en el acto de que lo que acaba de contarme Letti Hortensas sobre Harry no podía ser verdad
de ningún modo
.

Louisa se quedó paralizada al teléfono, demasiado asustada para hablar o colgar. Letti Hortensas, rica heredera y putilla, esposa de Alfonso. Alfonso Hortensas, marido de Letti, dueño de un burdel, cliente de P & B y redomado sinvergüenza.

—Por supuesto —dijo Louisa, sin saber con qué se mostraba de acuerdo exactamente pero pensando que así incitaba a Naomi a seguir.

—Tú y yo sabemos muy bien, Louisa, que Harry no es la clase de hombre que visitaría un sórdido hotelucho del centro donde se paga por horas. «Letti, querida», le he contestado, «ya va siendo hora de que cambies de gafas. Louisa es amiga mía. Harry y yo mantenemos desde hace muchos años una amistad platónica que Louisa siempre ha conocido y comprendido. Ese matrimonio es sólido como una roca». Así mismo se lo he dicho. «Me trae sin cuidado que tu marido sea dueño del hotel Paraíso y que tú estuvieses sentada en el vestíbulo esperándolo cuando Harry salió del ascensor acompañado de varias putas. Muchas panameñas parecen putas. Muchas putas trabajan en el Paraíso. Harry tiene muchos clientes, y éstos se ganan la vida de maneras muy diversas». Que conste, Louisa, que te he sido leal. Te he apoyado. He puesto fin al rumor. «¿Sospechoso?», le he dicho. «Harry
nunca
tiene un aspecto sospechoso. No sabría cómo conseguirlo. ¿Has visto alguna vez a Harry con aspecto sospechoso? Pues
claro
que no».

Louisa tardó un rato en sentirse otra vez el cuerpo. Se había planteado seriamente un período de abstinencia. El exabrupto de la cena la había alarmado.

—¡Zorra! —gritó con lágrimas en los ojos. Pero no hasta que hubo colgado y se hubo servido un par de pródigos vodkas en el bar recién instalado de Harry.

Se debía a la nueva sala de reuniones que había acondicionado, Louisa estaba convencida. La planta superior de P & B había sido objeto durante años de las más irreales fantasías de Harry.

Voy a poner el probador debajo de la galería, Lou, decía. Voy a poner el Rincón del Deportista junto a la sección de complementos. O: Puede que deje el probador donde está y añada una escalera exterior. O: ¡Ya lo tengo, Lou! Escucha. Ampliaré el local por la parte trasera con un anexo voladizo, e instalaré allí un gimnasio con sauna y un pequeño restaurante, sólo para clientes de P & B, sopa y el menú del día, ¿qué te parece?

Harry incluso había encargado ya una maqueta y pedido un presupuesto del proyecto cuando también este plan quedó archivado. Así pues, la planta superior había sido hasta el momento un perpetuo viaje de sillón que disfrutaba sólo como plan. Y en todo caso, ¿dónde pondría el probador? En ninguna parte, fue por fin la solución. El probador continuaría donde estaba. Pero el Rincón del Deportista, el orgullo de Harry, se comprimiría en el cubículo de cristal de Marta.

—¿Y dónde pondrás a Marta? —preguntó Louisa, medio esperando con su lado vergonzoso que Marta simplemente desapareciese, porque había algo en relación con sus heridas que nunca había entendido. Sin ir más lejos el hecho de que Harry las asumiese como responsabilidad propia, pero en realidad Harry se sentía responsable de todo, y en parte por eso lo amaba. Cosas que se le escapaban. Cosas que sabía. Los estudiantes radicales y las condiciones de vida de los pobres en El Chorrillo. Y por alguna razón la influencia que Marta ejercía a veces sobre él se parecía demasiado a la que ejercía la propia Louisa.

Tengo celos de todos, se dijo Louisa, preparándose un martini seco, imprescindible para desengancharse del vodka. Tengo celos de Harry; tengo celos de mi hermana y mis hijos. Casi tengo celos de mí misma.

Y luego los libros. Sobre China. Sobre Japón. Sobre los tigres, como él los llamaba. Nueve volúmenes en total. Se tomó la molestia de contarlos. Habían llegado una noche sin previo aviso a la mesa de su estudio, y allí se quedaron, un siniestro y mudo ejército de ocupación. Japón a través de los siglos. Su economía. El incontenible ascenso del yen. Del imperio a la democracia imperial. Corea del Sur. Demografía, economía y constitución. Malasia, su papel pasado y futuro en la marcha del mundo, ensayos de grandes estudiosos. Tradiciones, lengua, forma de vida, destino, su cauto matrimonio de conveniencia industrial con China. ¿Tiene futuro el comunismo? La corrupción de la oligarquía china tras la muerte de Mao, derechos humanos, la bomba de tiempo del crecimiento demográfico, ¿qué debe hacerse? Ya es hora de que estudie, Lou. Me siento anquilosado. Como de costumbre, el bueno de Braithwaite tenía razón. Debería haber ido a la universidad. ¿En Kuala Lumpur? ¿En Tokio? ¿En Seúl? Son los lugares del mañana, Lou. Las superpotencias del siglo que viene, ¿comprendes? Dentro de diez años serán mis únicos clientes.

—Harry, quiero que me expliques en qué reside el beneficio —dijo Louisa un día, haciendo acopio del poco valor que le quedaba—. ¿Quién paga las cervezas, los whiskys, el vino, los sándwiches y las horas extra de Marta? ¿Encargan trajes tus clientes porque te tienen hablando y bebiendo hasta las once de la noche? Harry, ya no entiendo nada.

Estuvo a punto de echarle en cara el rumor sobre el hotel Paraíso pero se le acabó el valor, y necesitaba otro vodka del estante superior de su cuarto de baño. No veía a Harry muy claramente y sospechaba que él padecía el mismo problema. Una película de cálida neblina le cubría los ojos, y en lugar de ver a Harry se veía a sí misma, envejecida a causa de la angustia y el vodka, de pie en medio del salón cuando él ya la ha abandonado, observando a los niños, que se despiden de ella con las manos a través de las ventanillas del todoterreno porque les toca pasar el fin de semana con Harry.

—Yo arreglaré esta situación, Lou —prometió él, dándole unas palmadas en el hombro para consolar a la inválida.

Si tenía que arreglarla, era porque algo andaba mal, ¿no? ¿Y cómo carajo se proponía arreglarla?

¿Quién lo impulsaba? ¿Quién o
qué
? Si ella no le bastaba, ¿quién le proporcionaba el resto? ¿Quién era ese Harry desconocido, que un día actuaba como si ella no existiese, y al día siguiente la colmaba de regalos y llegaba a extremos ridículos por complacer a los niños? ¿Que se prodigaba por toda la ciudad como si le fuese en ello la vida? ¿Que aceptaba invitaciones de gente que antes eludía como el veneno, salvo en su condición de clientes: repugnantes rentistas como Rafi, políticos, aventureros del mundo de la droga? ¿Que una y otra vez sentaba cátedra sobre los asuntos del Canal? ¿Que había salido furtivamente del hotel Paraíso con un cargamento de fulanas a altas horas de la noche? Pero el episodio más insondable se produjo la tarde anterior.

Era jueves, y los jueves Louisa se llevaba trabajo a casa para asegurarse de que el viernes no le quedaban tareas pendientes en la oficina y disponía de todo el fin de semana para su familia. Había dejado el maletín de su padre en el escritorio de su estudio, pensando en aprovechar esa hora muerta que tenía desde que acostaba a los niños hasta que preparaba la cena. Pero de pronto tuvo el presentimiento de que los bistecs estaban afectados por la enfermedad de las vacas locas, así que cogió el coche y bajó a comprar un pollo. Al volver, descubrió con agrado que Harry había regresado temprano: allí estaba el todoterreno, mal aparcado como de costumbre, sin dejar espacio en el garaje para el Peugeot. De modo que Louisa tuvo que estacionar en la calle, cosa que hizo de buen grado, y acarrear la compra hasta la casa.

Calzaba unas zapatillas de deporte. La puerta no estaba cerrada. Harry en su estado de máximo despiste. Lo sorprenderé, me burlaré de su pésimo aparcamiento. Avanzó por el pasillo, y a través de la puerta abierta de su estudio vio a Harry de espaldas a ella y con el maletín de su padre
abierto
sobre el escritorio. Había sacado todos los papeles y los hojeaba como quien sabe qué anda buscando pero no lo encuentra. Incluían un par de expedientes confidenciales. Informes personales sobre cierta gente. Un borrador sobre posibles servicios a los barcos en espera de tránsito redactado por un nuevo miembro del equipo de Delgado. Ernesto albergaba ciertas dudas, porque el autor había creado recientemente su propia empresa de aprovisionamiento para buques y acaso intentase atraer contratos en su dirección. Tal vez Louisa podía echarle un vistazo y darle su opinión.

—Harry —dijo Louisa.

O quizá gritó. Pero Harry nunca se sobresalta por un grito. Simplemente deja lo que tiene entre manos y espera nuevas órdenes. Y precisamente así reaccionó: se quedó inmóvil, y luego muy despacio, como para no alarmar a nadie, dejó los papeles de
Louisa
en el escritorio de
Louisa
. A continuación retrocedió un paso y encorvó los hombros en aquella actitud de modestia tan característica de él, con la vista fija en el suelo a dos metros al frente y la plácida sonrisa de una persona bajo los efectos de un sedante.

—Busco aquella factura, cariño —explicó con voz de pobre desvalido.

—¿Qué factura?

—¿No te acuerdas? La del instituto Einstein. El suplemento por las clases de música de Mark. La que, según ellos, nos enviaron y no hemos abonado.

—Harry, pagué esa factura la semana pasada.

—Eso les he dicho. Louisa la abonó la semana pasada. Nunca se olvida, les he asegurado. Pero no me han hecho el menor caso.

—Harry, tenemos extractos de cuenta, tenemos los resguardos de los cheques, tenemos un banco al que consultar y tenemos dinero en efectivo en casa. No entiendo por qué has de registrar
mi
maletín en
mi
estudio para encontrar una factura que ya hemos pagado.

—Sí, si realmente la hemos pagado, no me preocupa. Gracias por la información.

Y haciéndose el ofendido, o lo que fuese, pasó ante Louisa y se dirigió a su estudio. Y mientras cruzaba el patio interior, ella vio que se guardaba algo en el bolsillo del pantalón y adivinó que era el espantoso encendedor que últimamente acostumbraba llevar encima, regalo de un cliente, había explicado a la vez que lo agitaba ante el rostro de Louisa, encendiéndolo y apagándolo para ella, satisfecho como un niño con un juguete nuevo.

De pronto el pánico se apoderó de Louisa. Se le nubló la vista, le zumbaron los oídos, le flojearon las rodillas. El olor a quemado, el sudor de los niños corriéndole por el cuerno, la escena completa. Vio El Chorrillo en llamas, y el semblante de Harry al entrar del balcón, con aquel untuoso resplandor rojo todavía en las pupilas. Lo vio acercarse al armario de la limpieza, donde ella se había escondido. Y abrazarla. Y abrazar también a Mark porque ella no se despegaba de Mark. A continuación balbuceó algo que Louisa nunca había comprendido ni había considerado de manera racional hasta aquel momento, prefiriendo desecharlo como parte de la enajenada conversación entre dos traumatizados testigos de una catástrofe:

—Si yo hubiese provocado uno de esa magnitud, me habrían apartado de la circulación para siempre. —Luego inclinó la cabeza y se miró los zapatos como alguien que reza de pie, la misma postura que había adoptado hacía unos segundos pero más exagerada. Al cabo de un instante, añadió—: No podía mover las piernas, ¿comprendes? Las tenía paralizadas. Era como un calambre o algo así. Debería haber corrido pero no podía.

Después expresó su preocupación por Marta.

¡Harry estaba a punto de prenderle fuego a la casa!, gritó Louisa en su interior, estremeciéndose, tomándose un vodka a sorbos y escuchando las ráfagas de música clásica que llegaban del estudio de Harry al otro lado del patio. ¡Ha comprado un encendedor y va a incinerar a su familia! Cuando Harry se acostó, Louisa lo violó, y él pareció agradecerlo. A la mañana siguiente nada de aquello había ocurrido. Por las mañanas todo quedaba olvidado. Para Harry y para Louisa. De ese modo sobrevivían juntos. El todoterreno se resistió a arrancar, y Harry tuvo que llevar a los niños al colegio en el Peugeot. Louisa se fue al trabajo en taxi. La criada encargada de los suelos encontró una serpiente en la despensa y se puso histérica. A Hannah se le había caído un diente. Llovía. Harry no había sido apartado de la circulación para siempre, ni había incendiado la casa con su encendedor nuevo. Pero aquella noche volvió tarde, con el pretexto una vez más de que se había presentado un cliente a última hora.


¿Osnard?
—repitió Louisa, que no daba crédito a sus oídos—.
¿Andrew Osnard?
Por amor de Dios, ¿quién es ese señor Osnard y por qué lo has invitado a venir con nosotros de excursión a la isla el domingo?

—Es inglés, Lou, ya te lo he dicho. Se incorporó a la embajada hace un par de meses. Es el de los diez trajes, ¿te acuerdas? Aquí no tiene a nadie. Estuvo viviendo en un hotel varias semanas hasta que terminaron de acondicionarle el apartamento.

—¿En qué hotel? —preguntó Louisa, rogando a Dios que fuese el Paraíso.

—El Panamá. Desea conocer a una verdadera familia, lo comprendes, ¿no? —El perro apaleado, siempre fiel, siempre incomprendido. Y al ver que a ella no se le ocurría qué decir, añadió—: Es un tipo divertido, Lou, ya lo verás. Muy alegre. Hará muy buenas migas con los niños, te lo aseguro. —Rió con la risa falsa que había desarrollado en su nueva etapa—. Mis raíces inglesas asoman sus malévolas cabezas, supongo. El patriotismo. Nos pasa a todos, dicen. A ti también.

—Harry, no veo qué relación pueda tener el amor por nuestros respectivos países con invitar al señor Osnard a una excursión familiar en el cumpleaños de Hannah cuando, como todos sabemos, apenas tienes tiempo para tus hijos.

Ante lo cual Harry agachó la cabeza y le suplicó como un mendigo que llamase a su puerta.

—El señor Braithwaite le hacía los trajes al padre de Andy, Lou; yo andaba ya por allí y le sostenía la cinta métrica.

Hannah quería ir al arrozal en su cumpleaños. Y por otras razones también Louisa, pues no comprendía por qué el arrozal había desaparecido de las conversaciones de Harry. En sus peores momentos estaba convencida de que había instalado allí a otra mujer; el cobista de Ángel no tendría inconveniente en alcahuetear para cualquiera. Pero en cuanto Louisa propuso visitar el arrozal, Harry declaró con arrogancia que grandes cambios tenían lugar allí y era mejor dejarlo todo en manos de los abogados hasta que el trato quedase zanjado.

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