—En realidad, Andy, no más izquierdistas de lo que es decente y saludable. Mickie se decanta hacia la izquierda, cierto. Pero su consigna es la moderación, y además, igual que Marta, rechaza la Cuba de Castro y a los comunistas.
Osnard escribía con una mueca de concentración, y Pendel lo observaba con creciente recelo, buscando la manera de obligarlo a aminorar el paso.
—He oído un buen chiste sobre Mickie, por si te interesa —dijo Pendel por fin—. Eso de in vino veritas a él puede aplicársele pero a la inversa. Cuanto más bebe, más en silencio mantiene su oposición.
—Sin embargo, contigo habla largo y tendido cuando está sobrio, ¿no? Podrías ponerlo en un apuro con algunas de las cosas que te ha contado.
—Es un amigo, Andy. Yo no pongo en apuros a mis amigos.
—Un
buen
amigo —dijo Osnard—. Y tú también has sido un buen amigo para él. Quizá ya sea hora de que hagas algo al respecto.
—Como ¿qué?
—Como ficharlo. Convertirlo en un ciudadano de provecho. Ponerlo en nómina.
—
¿A Mickie?
—¿Qué tiene de raro? Dile que has conocido a un filántropo forrado de dinero que admira su causa y está dispuesto a echarle una mano en secreto. No tienes por qué decirle que es inglés. Dile que es un yanqui.
—¿A
Mickie
, Andy? —susurró Pendel, incrédulo—. «Mickie, ¿te gustaría ser espía?». ¿Estás sugiriendo que vaya y le pregunte eso?
—Remuneradamente, ¿por qué no? A mayor rango, mayor salario —declaró Osnard como si formulase una ley irrefutable del espionaje.
—Mickie no movería un dedo por un yanqui —dijo Pendel, lidiando con la atrocidad que Osnard proponía—. La invasión le dejó una huella imborrable. Terrorismo de Estado, lo llama, y no se refiere a Panamá.
Osnard se mecía en la silla como en un caballo de balancín, moviéndola sobre su eje con sus amplias posaderas.
—En Londres están encandilados contigo, Harry. Eso rara vez pasa. Quieren que extiendas las alas, que organices una red completa, que abarques todas las áreas: ministerios, estudiantes, sindicatos, la asamblea nacional, el palacio presidencial, el Canal y más Canal. Te pagarán un complemento por la responsabilidad, incentivos, generosas primas y un salario mayor para amortizar el crédito. Recluta a Abraxas y su grupo; tenemos entera libertad.
—¿
Tenemos
, Andy?
La cabeza de Osnard permanecía giroscópicamente inmóvil mientras su trasero seguía balanceándose, y su voz parecía haber aumentado de volumen porque la había bajado.
—Yo estaría a tu lado. Como guía, filósofo, compinche. No podrías controlarlo tú solo. Nadie podría. Es un trabajo de demasiada envergadura.
—Lo comprendo, Andy. Y lo respeto.
—Pagarán también por las fuentes de información secundarias, ni que decir tiene. Por tantas como consigas. Podríamos hacer el agosto. Mejor dicho, tú podrías. Siempre y cuando el resultado justifique el coste. ¿Qué problema ves?
—Ninguno, Andy.
—Y entonces ¿qué pasa?
Que Mickie es amigo mío, pensaba Pendel. Mickie ya se ha opuesto bastante y no necesita oponerse más. Ni en silencio ni de ninguna otra manera.
—Tendré que pensarlo, Andy.
—Nadie nos paga por pensar, Harry.
—En cualquier caso, Andy, es una necesidad personal.
Osnard tenía aún un último punto en la agenda de aquella noche, pero Pendel no se dio cuenta en un primer momento porque la memoria lo había llevado a su época de recluso, en concreto a un guardia apodado Amistoso que dominaba como nadie el codazo en los testículos a corta distancia. A aquel individuo me recuerdas, se dijo. A Amistoso.
—El jueves es el día que Louisa se trae trabajo a casa, ¿verdad?
—El jueves, sí, Andy.
Tras desmontarse de su balancín, primero un muslo, luego otro, Osnard se rebuscó en un bolsillo y extrajo un ornamentado encendedor con baño de oro.
—Un regalo de un cliente árabe rico —sugirió, acercándoselo a Pendel, que estaba de pie en el centro de la habitación—. La joya de Londres. Pruébalo.
Pendel apretó el pulsador, y se encendió. Soltó el pulsador, y la llama se extinguió. Repitió la operación un par de veces. Osnard volvió a coger el encendedor, lo manipuló por la parte inferior y se lo ofreció de nuevo.
—Ahora echa un vistazo a través de la lente —ordenó con el orgullo de un mago.
El reducido apartamento de Marta se había convertido en la cámara de descompresión de Pendel entre Osnard y Bethania. Marta yacía junto a él, con la cara vuelta en otra dirección. A veces adoptaba esa actitud.
—¿Y a qué se dedican hoy en día tus estudiantes? —preguntó Pendel, dirigiéndose a su larga espalda.
—¿Mis estudiantes?
—Los chicos y chicas con los que andabais tú y Mickie en los malos tiempos. Todos aquellos lanzadores de bombas de los que estabas enamorada.
—No estaba enamorada de ellos. Te quería a ti.
—¿Qué ha sido de ellos? ¿Dónde están ahora?
—Se han hecho ricos. Acabaron de estudiar. Encontraron trabajo en el Chase Manhattan. Entraron en el club Unión.
—¿Aún ves a alguno?
—A veces me saludan desde sus coches caros —contestó Marta.
—¿Les preocupa Panamá?
—Si tienen el dinero en bancos extranjeros, no.
—¿Y ahora quién fabrica las bombas?
—Nadie.
—A veces tengo la impresión —prosiguió Pendel— de que está cociéndose una especie de Oposición Silenciosa. Algo que parte de las capas altas y se propaga hacia abajo. Una de esas revoluciones de la clase media que estallan un día y se extienden por todo el país cuando menos se espera. Un alzamiento militar sin militares, ¿me explico?
—No —dijo Marta.
—No ¿qué?
—No, no hay ninguna Oposición Silenciosa. Hay beneficios. Hay corrupción. Hay poder. Hay ricos y desesperados. Hay apatía. —De nuevo su voz docta, el tono meticulosamente libresco, la pedantería del autodidacta—. Hay gente tan pobre que si empobreciese más, moriría. Y hay política. Y la política es la mayor estafa. ¿Todo esto es para el señor Osnard?
—Lo sería, si fuese lo que desea oír.
Marta encontró la mano de Pendel y se la llevó a los labios. Por unos instantes se la besó dedo a dedo sin hablar.
—¿Te paga mucho? —preguntó por fin.
—No puedo proporcionarle lo que busca. No sé lo suficiente.
—Nadie sabe lo suficiente. En Panamá deciden el futuro treinta personas. Los otros dos millones y medio tienen que adivinarlo.
—¿Y a qué se dedicarían tus antiguos compañeros de estudios si no trabajasen en el Chase Manhattan y no tuviesen coches resplandecientes? —insistió Pendel—. ¿Qué harían si hubiesen seguido militando? ¿Qué sería lo lógico? ¿Suponiendo que en el presente quisiesen para Panamá lo que querían entonces?
Marta reflexionó, comprendiendo lentamente adónde pretendía llegar.
—¿Te interesa saber cómo presionaríamos al gobierno? ¿Cómo lo doblegaríamos?
—Sí.
—Primero provocaríamos el caos. ¿Quieres un caos?
—Tal vez. Si es necesario.
—Lo es —afirmó Marta—. El caos es condición necesaria de la conciencia democrática. Cuando los obreros descubren que nadie los dirige, eligen líderes de entre sus propias filas, y el gobierno, por miedo a la revolución, dimite. ¿Deseas que los obreros elijan sus líderes?
—Me gustaría que eligiesen a Mickie —respondió Pendel, pero Marta movió la cabeza en un gesto de negación.
—A Mickie no.
—Muy bien, pues sin Mickie.
—Primero nos dirigiríamos a los pescadores. Ése era entonces nuestro plan pero no lo llevamos a cabo.
—¿Por qué a los pescadores? —preguntó Pendel.
—Los estudiantes nos oponíamos al armamento nuclear. Nos indignaba que por el Canal navegasen barcos con sustancias nucleares a bordo. Considerábamos que esa clase de cargamentos era peligrosa para Panamá y una afrenta a nuestra soberanía nacional.
—Y contra eso ¿cómo podían ayudaros los pescadores?
—Habríamos acudido a sus sindicatos e individuos más influyentes. Si no nos hubiesen atendido, habríamos recurrido a los elementos criminales de los muelles, que están siempre dispuestos a cualquier cosa por dinero. Por aquel entonces contábamos con unos cuantos estudiantes ricos. Estudiantes ricos con conciencia.
—Como Mickie —le recordó Pendel, pero ella volvió a negar con la cabeza.
—Les habríamos ordenado: «Coged todos los bous, lanchas y botes que encontréis, cargadlos de comida y agua y llevadlos hasta el puente de las Américas. Ancladlos bajo el puente y anunciad que tenéis intención de quedaros. Muchos de los grandes cargueros necesitan un par de kilómetros para reducir la velocidad. Pasados tres días habrá doscientos barcos esperando a cruzar el Canal. Pasadas dos semanas, mil. Y otros varios miles se desviarán antes de llegar a Panamá, con la orden de cambiar de ruta o regresar al puerto de partida. Se producirá una crisis, cundirá el pánico en las bolsas mundiales, los yanquis perderán la paciencia, la industria naviera exigirá que se tomen medidas, el balboa se devaluará, el gobierno se hundirá, y no volverán a pasar cargamentos nucleares por el Canal».
—Para serte sincero, Marta, no estaba pensando en cargamentos nucleares.
Marta se acodó en el colchón, acercando su cara maltrecha a la de él.
—Escucha. Panamá intenta ya demostrar al mundo que es capaz de controlar el Canal tan bien como los gringos. Nada debe entorpecer el funcionamiento del Canal. Ni huelgas ni interrupciones ni gestiones incompetentes ni errores. Si el gobierno panameño no consigue mantener la navegación por el Canal fluidamente, ¿cómo va a poder robar los ingresos que genere, aumentar las tarifas, vender las concesiones? En cuanto la banca internacional se asuste, los rabiblancos nos darán lo que pidamos. Y lo pediremos todo. Para nuestras escuelas, nuestras carreteras, nuestros hospitales, nuestros campesinos y nuestros pobres. Si intentan desalojar nuestros barcos, dispararnos o comprarnos, haremos un llamamiento a los nueve mil trabajadores panameños que mantienen en marcha el canal diariamente. Y les preguntaremos: ¿De qué lado del puente estáis? ¿Sois ciudadanos panameños o esclavos yanquis? La huelga es un derecho sagrado en Panamá. Quienes se oponen a ese derecho son parias. Sin embargo hay ahora en el gobierno algún sector partidario de excluir el Canal de la legislación laboral panameña. Ya verán lo que les espera.
Marta estaba tendida sobre Pendel, y sus ojos castaños, de tan cercanos, eran lo único que él veía.
—Gracias —dijo Pendel, y la besó.
—No hay de qué.
Louisa Pendel amaba a su marido con una intensidad que sólo pueden comprender las mujeres que se han criado entre los algodones de una cautividad impuesta por unos padres intolerantes, y han padecido la presencia de una preciosa hermana mayor diez centímetros más baja que lo ha hecho todo bien dos años antes de que ellas lo hagan mal, que les ha robado todos los novios aunque no haya llegado a acostarse con ellos —si bien en la mayoría de los casos sí lo ha hecho—, y que las ha obligado a seguir el camino del noble puritanismo como una única respuesta posible.
Lo amaba por su permanente devoción a ella y a sus hijos, por ser un tenaz luchador como su padre, por reconstruir un antiguo y selecto negocio inglés que todo el mundo daba por muerto, por preparar caldo de pollo y
lockshen
los domingos ataviado con su delantal a rayas, por su
kibitzing
, es decir, sus continuas bromas, y por poner la mesa para sus cenas íntimas con cubiertos de plata y vajilla de porcelana, y servilletas de tela, nunca de papel. Y por aguantar las rabietas que brotaban en ella como impulsos contrapuestos de electricidad hereditaria: Louisa perdía por completo el control hasta que remitían por sí solas, o hasta que él le hacía el amor, que era con mucho la mejor solución, pues Louisa poseía los mismos apetitos que su hermana, pese a carecer de la amoralidad y el atractivo físico necesarios para abandonarse a ellos. Y se avergonzaba profundamente de su incapacidad para estar a la altura de los chistes de Harry y obsequiarle con esa risa desinhibida que él anhelaba, porque incluso si le daba rienda suelta, su risa, igual que sus oraciones, se parecía demasiado a la de su madre, así como en sus enfados se entreveía la ira de su padre.
En Harry, amaba también a la víctima y el resuelto superviviente que había arrostrado las peores penalidades en lugar de sucumbir a la perversa influencia del tío Benny y sus delictivos métodos hasta que llegó en su rescate el admirable señor Braithwaite, tal como el propio Harry la había rescatado a ella de sus padres y la Zona, proporcionándole una nueva forma de vida, libre y agradable, lejos de todo lo que hasta entonces la había oprimido. Y lo amaba por haberse enfrentado él solo a difíciles decisiones, debatiéndose entre creencias encontradas hasta que los sabios consejos de Braithwaite lo guiaron hacia una moralidad no confesional, y sin embargo tan afín al cristianismo cooperativo que Louisa de niña oía postular a su madre desde el púlpito de la iglesia de la Unidad de Balboa.
Por todas estas bendiciones, daba gracias a Dios y a Harry Pendel, y maldecía a su hermana Emily. Louisa creía sinceramente que amaba a su marido en todas sus facetas y estados anímicos, pero no lo había visto nunca como en los últimos tiempos, y el terror empezaba a adueñarse de ella.
Si por lo menos le pegase, en caso de que fuera eso lo que necesitaba. Si la emprendiese a golpes con ella, le gritase, la sacase a rastras al jardín donde los niños no pudiesen oírlo, y dijese: «Louisa, este matrimonio no va ya a ninguna parte, te abandono; tengo a otra». Si era eso lo que tenía. Cualquier cosa habría sido preferible a aquella insípida pantomima de normalidad, de que nada había cambiado, pese a que se marchaba a las nueve de la noche para tomar las medidas a un apreciado cliente y regresaba tres horas más tarde sugiriendo que había llegado el momento de invitar a cenar a los Delgado. ¿Y por qué no sentar a la mesa también a los Oakley y Rafi Domingo? Idea que, como cualquier idiota habría visto, contenía todos los ingredientes de un desastre, aunque Louisa no se atreviese a decirlo por el abismo que recientemente se había abierto entre Harry y ella.
Así que Louisa se mordió la lengua e invitó a Ernesto. Una tarde, cuando Ernesto se marchaba ya de la oficina, Louisa le colocó un sobre en la mano; él lo aceptó sin darle importancia, pensando que debía de ser una nota para recordarle alguno de sus muchos compromisos. Ernesto, perdido siempre en sus sueños y proyectos, absorto en la lucha cotidiana contra los grupos de presión y las intrigas políticas, a veces apenas sabía en qué hemisferio estaba. Sin embargo cuando llegó a la mañana siguiente, era la cortesía en persona, un auténtico caballero español, y sí, él y su esposa irían con mucho gusto, a condición de que Louisa no se ofendiese si se despedían temprano, ya que Isabel, su esposa, estaba preocupada por su hijo Jorge, de corta edad, que tenía una infección en un ojo y pasaba en vela noches enteras.