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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

El sastre de Panamá (5 page)

BOOK: El sastre de Panamá
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—No estaría bien —decía con su español medido e irónico— que la hija de un carpintero negro se degradase por dinero.

Para un joven corpulento con un paraguas blanco y azul de corredor de apuestas existen diversas maneras de salir de un coche pequeño en medio de un aguacero. Osnard —si es que era él— eligió una ingeniosa pero desacertada. Su estrategia consistía en empezar a abrir el paraguas dentro del coche y salir de espalda e encorvado en una desmañada pose para inmediatamente después, en un único y triunfal molinete, alzar el paraguas sobre su cabeza y desplegarlo por completo. Pero algo —bien Osnard, bien el paraguas— se atascó en la puerta de tal Invado que por un momento Pendel sólo vio de él un amplio trasero inglés cubierto por la tela de gabardina de un pantalón marrón demasiado justo de tiro y una chaqueta a juego con dos cortes posteriores convertida en un harapo a causa del chaparrón.

Tejido veraniego de trescientos gramos, observó Pendel. Mezcla de dacron. Demasiado caluroso para las temperaturas de Panamá. No es extraño que quiera un par de trajes a toda prisa. De cintura una cincuenta como mínimo. El paraguas se abrió. No siempre se abrían. Éste se desplegó como una bandera de rendición instantánea, y se plegó con igual prontitud en torno a la parte superior del cuerpo. Acto seguido Osnard desapareció, como hacían todos los clientes entre el aparcamiento y la entrada de la sastrería. Ya sube por los peldaños, pensó Pendel, expectante. Y oyó sus pisadas sobre el torrente. Helo ahí, ante la puerta; veo su sombra. Vamos, hombre, no está cerrado. Pero Pendel permaneció en su butaca. Había aprendido a esperar. De lo contrario se pasaría el día entero abriendo y cerrando puertas. Retazos de empapada tela de gabardina marrón, como las partículas de color de un calidoscopio, se veían en el semicírculo de letras transparentes plasmado en el cristal esmerilado: Pendel Braithwaite
, Panamá y Savile Row desde 1932
. Un instante después toda su humanidad, de medio lado y con el paraguas por delante, entró en la sastrería.

—El señor Osnard, supongo. —Desde las profundidades de su butaca inglesa—. Pase. Soy Harry Pendel. Lamento que le haya cogido la lluvia. Tómese un té o algo más fuerte.

Los
apetitos
fueron lo primero que le vino a Pendel a la cabeza. Ojos castaños y vivaces de zorro. Cuerpo lento y miembros grandes, uno de esos atletas perezosos. Convenía guardar abundante tela para futuros ensanches. Y después acudió a su memoria una picardía de cabaré que el tío Benny, para fingido sofoco de la tía Ruth, no se cansaba de repetir:

—Manos grandes y pies grandes. Ya saben, señoras, lo que eso significa… guantes grandes y calcetines grandes.

Los caballeros que llegaban a P & B se encontraban ante dos opciones. Podían sentarse, como hacían los asiduos, aceptar un tazón del caldo de Marta o una copa de cualquier cosa, intercambiar cotilleos y dejar que el establecimiento ejerciese sobre ellos su efecto balsámico antes de subir al probador, camino del cual pasaban como por azar ante unos seductores muestrarios dispuestos sobre un aparador de madera de manzano. O bien podían ir derechos al probador, como hacían los inquietos, en su mayor parte clientes nuevos, y allí dar órdenes a sus chóferes a través de la mampara de madera, telefonear con sus móviles a sus queridas y sus agentes de bolsa, y en conjunto tratar de impresionar con su importancia. Hasta que transcurrido un tiempo los inquietos se convertían en asiduos y eran a su vez sustituidos por otros clientes nuevos. Pendel esperó a ver a cuál de estas categorías pertenecía Osnard. Conclusión, a ninguna.

No revelaba los consabidos síntomas de un hombre que está a punto de gastarse cinco mil dólares en su aspecto personal. No demostró el menor nerviosismo, no pareció atenazado por la inseguridad o las vacilaciones, no incurrió en actitudes ostentosas ni excesos verbales, no se tomó demasiadas confianzas. No se sintió culpable, aunque en Panamá la culpabilidad es poco frecuente. Incluso si uno la trae consigo al país, no tarda en desprenderse de ella. Estaba perturbadoramente tranquilo.

Se limitó a apuntalarse en el chorreante paraguas con un pie al frente y el otro firmemente apoyado en la estera, razón por la cual el timbre del pasillo del fondo seguía sonando. Pero Osnard no oía el timbre. O lo oía y era inmune a la turbación, ya que mientras el timbre sonaba, él contemplaba el establecimiento con expresión radiante. Sonreía con la cara de reconocimiento de quien acaba de tropezarse con un antiguo amigo después de muchos años.

La escalera arqueada que ascendía a la sección de complementos de la galería superior: santo cielo, he ahí mi querida escalera… Los pañuelos, los batines, las zapatillas con iniciales bordadas: sí, sí, lo recuerdo todo claramente… la escalerilla de la biblioteca, utilizada en un alarde de ingenio como corbatero: ¿quién habría pensado que serviría para eso? Las oscilantes pancas de madera colgadas del techo artesonado, los rollos de tela, el mostrador con sus tijeras de principio de siglo y su regla metálica engastada a lo largo de un borde: viejos compañeros todos ellos… Y por último la desgastada butaca de piel, propiedad del mismísimo Braithwaite como autentificaba la leyenda local. Y sentado en ella Pendel en persona, observando a su nuevo cliente con benévola autoridad.

Y Osnard lo miró también a él: una mirada escrutadora y descarada, empezando en el rostro y descendiendo por el chaleco hasta el pantalón azul oscuro, los calcetines de seda y los elegantes zapatos negros manufacturados por Ducker’s de Oxford, modelo que tenía arriba en existencias del número treinta y nueve al cuarenta y cuatro. A continuación su mirada realizó el recorridos inverso, deteniéndose todo el tiempo del mundo en el rostro para un segundo examen antes de desviarse enérgicamente hacia los espacios interiores del establecimiento. Y el timbre sonaba y sonaba, porque su gruesa pierna continuaba plantada en la estera de hojas de coco.

—Extraordinario —declaró—. Realmente extraordinario. No cambie ni el menor detalle.

—Tome asiento, señor Osnard —instó Pendel con actitud hospitalaria—. Póngase cómodo. Aquí todos nuestros clientes están como en su propia casa, o eso esperamos. Nos visita más gente para charlar que para encargarnos trajes. Tiene un paragüero al lado. Déjelo ahí.

Pero Osnard, lejos de desprenderse del paraguas, lo esgrimió como un bastón de mando y señaló una fotografía enmarcada que colgaba de la pared del fondo en lugar preeminente. En ella aparecía un caballero de aspecto socrático, con gafas, cuello de puntas redondeadas y chaqueta negra, que contemplaba ceñudo un mundo más joven.

—Y ése es él, ¿no?

—¿Quién es quién? ¿Dónde? —preguntó Pendel.

—Allí, El gran hombre. Arthur Braithwaite.

—Lo es, en efecto. Es usted muy observador, si me permite decirlo. El gran hombre, como bien lo ha descrito. Retratado en su época de máximo esplendor, a ruego de sus devotos empleados, quienes después le obsequiaron la fotografía con motivo de su sexagésimo aniversario.

Osnard saltó hacia el retrato para mirarlo de cerca, y el timbre dejó por fin de sonar.

—«Arthur G». —leyó de viva voz en la placa metálica sujeta a la base del marco—. «1908—1981. Fundador». ¡Demonios, no lo habría reconocido! ¿Y esa G de qué es?

—De George —respondió Pendel, que si bien no entendió por qué creía Osnard que debería haberlo reconocido, prefirió no preguntar.

—¿De dónde procede?

—De Pinner —dijo Pendel.

—Me refiero al retrato. ¿Se lo trajo usted?

Pendel dejó escapar un suspiro acompañado de una triste sonrisa.

—No, señor Osnard. Me lo cedió su pobre viuda poco antes de reunirse con él. Un noble deseo que apenas podía permitirse debido al coste del flete desde Inglaterra, pero lo llevó a cabo de todos modos. «Allí es donde él querría estar», afirmó, nadie consiguió disuadirla. Tampoco insistieron demasiado. Al fin y al cabo era su mayor ilusión, ¿quién iba a oponerse?

—¿Cómo se llamaba? —preguntó Osnard.

—Doris.

—¿Y sus hijos?

—¿Disculpe?

—De la señora Braithwaite. ¿Tenía hijos? Herederos. Sucesores.

—No, por desgracia Dios no bendijo con descendencia su matrimonio —respondió Pendel.

—Así y todo, siendo el viejo Braithwaite el socio de mayor edad, parecería más lógico Braithwaite Pendel, ¿no? Debería ir él primero, aunque haya muerto.

Pendel negaba ya con la cabeza.

—Pues no, caballero. Se equivoca. Eso fue voluntad expresa de Arthur Braithwaite. «Harry, hijo mío, la juventud ha de anteponerse a la veteranía. A partir de ahora nos llamaremos P & B, y así no nos confundirán con cierta compañía petrolera».

—¿Y a qué casa real visten? «Sastres de la realeza». Lo he visto en el letrero de la entrada. Me muero de curiosidad.

Pendel moderó un poco la sonrisa.

—Verá, señor Osnard, a ese respecto, y por no incurrir en lesa majestad, no me es posible ser demasiado explícito, pero digámoslo así: ciertos caballeros, no muy lejanos a cierta corona, tuvieron a bien honrarnos con su confianza en el pasado, y de hecho han seguido confiando en nosotros hasta el día de hoy. Por desgracia, no estoy autorizado a revelar más detalles.

—¿Por qué no? —insistió Osnard.

—En parte por el código de conducta del gremio de sastres, que garantiza una total discreción a todos los clientes, sea cual sea su condición. Y en parte, dados los tiempos que corren, me temo que también por razones de seguridad.

—¿La corona de Inglaterra?

—Me pide usted demasiado, señor Osnard.

—¿Lo que hay pintado ahí afuera es, pues, la cresta del príncipe de Gales? Al llegar, por un momento he pensado que esto era un
pub
.

—Gracias, señor Osnard. Ha notado usted algo que en Panamá pasa inadvertido a la mayoría; pero sobre esa cuestión debo correr un velo. Siéntese. Los sándwiches que ha preparado Marta son de pepino, por si le interesa. Ignoro si la fama de Marta ha llegado ya a sus oídos. Y me permito recomendarle un vino blanco ligero y muy agradable. Chileno. Lo importa uno de mis clientes, y tiene la gentileza de enviarme una caja de vez en cuando. Pida lo que desee e intentaremos complacerlo.

Pues para Pendel empezaba a ser importante complacer a Osnard.

Osnard no se había sentado pero sí había aceptado un sándwich, o dicho de otro modo, se había servido tres de la bandeja, uno para ir entreteniéndose y dos para actuar de contrapeso en la ancha y mullida palma de la mano izquierda, mientras Pendel y él, hombro con hombro ante el aparador de madera de manzano, elegían tela.

—Estas no son para nosotros —le confió Pendel, descartando con un gesto unas muestras de tweed ligero, como siempre hacía—. Tampoco éstas son las adecuadas, no para lo que yo llamo el talle maduro. Sirven para un muchacho imberbe o para el típico alfeñique, pero no para personas, digamos, como usted o como yo. —Una nueva demostración de rechazo—. Esto ya es otra cosa.

—Alpaca de primera calidad —observó Osnard.

—En efecto —corroboró Pendel, asombrado—. Procedente de la región andina del sur de Perú y muy apreciada por su tacto suave y la diversidad de los tonos naturales, y estoy citando textualmente, sin ánimo de parecer pedante, la descripción del Anuario lanero. Francamente, señor Osnard, es usted una caja de sorpresas.

Pero lo dijo sólo porque el cliente medio no distinguía una tela de otra.

—La preferida de mi padre. Para él era sagrada. O alpaca, o nada.

—¿Era? ¡Vaya por Dios!

—Sí, ya murió —confirmó Osnard—. Está allí arriba en compañía de Braithwaite.

—Pues le diré, señor Osnard, sin querer faltarle al respeto, que su estimado padre sabía lo que se hacía —exclamó Pendel, abordando uno de sus temas predilectos—. Porque la alpaca, en mi bien fundada opinión, es el tejido ligero mejor del mundo sin excepción. Y perdone la rotundidad, pero siempre lo ha sido y siempre lo será. Ya puede coger la mezcla de mohair y estambre que quiera, da igual. La alpaca se tiñe en la hebra, de ahí la amplia gama de colores, de ahí la vistosidad. La alpaca es pura, es elástica, permite el paso del aire. No irrita, ni siquiera la piel más sensible del cuerpo. —Se tomó la libertad de tocar a Osnard en el brazo con un dedo—. ¿Y a que no imagina, señor Osnard, en qué la malgastaban los sastres de Savile Row, para su eterna vergüenza, hasta que empezó a escasear?

—Sorpréndame.

—En los forros —declaró Pendel, indignado—. En forros vulgares y corrientes. Eso es vandalismo, no tiene otro nombre.

—El bueno de Braithwaite se habría puesto hecho una furia.

—Y se ponía, claro que se ponía. No tengo el menor reparo en repetir sus palabras. «Harry», me decía; tardó nueve años en llamarme Harry. «Harry, lo que hace esta gente con la alpaca no se lo haría yo a un perro». Aún me parece estar oyéndolo.

—A mí también —afirmó Osnard.

—¿Disculpe?

Si Pendel tenía de pronto una actitud alerta, la de Osnard, en cambio, era justamente la opuesta. Aparentaba no ser consciente del efecto de su comentario y examinaba con detenimiento las muestras.

—No acabo de entender qué ha querido decir con eso, señor Osnard.

—El bueno de Braithwaite vistió a mi padre —aclaró Osnard—. Hace mucho tiempo, naturalmente. Yo era un crío.

Pendel enmudeció de la emoción. Cuadró los hombros como un viejo soldado ante el cenotafio, y una repentina rigidez se extendió por su cuerpo. Sus palabras, cuando encontró qué decir, brotaron entrecortadas de su garganta.

—En fin, señor Osnard, yo nunca… Discúlpeme. Me he quedado de una pieza. —Se serenó un poco—. Es la primera vez, lo admito sin el menor empacho. Padre e hijo. Las dos generaciones aquí, en P & B. Eso nunca nos había ocurrido, aquí en Panamá no. No hasta la fecha. No desde que nos marchamos de Savile Row.

—Suponía que se sorprendería.

Por un instante Pendel había asegurado que aquellos ojos castaños y vivaces de zorro habían perdido su brillo y se habían tornado circulares y grisáceos, con sólo una chispa de luz en el centro de cada pupila. Y en sus posteriores figuraciones esa chispa no sería dorada sino roja. Pero el brillo reapareció de inmediato.

—¿Le pasa algo? —preguntó Osnard.

—Creo que veía visiones, señor Osnard. Debo de estar «alucinando», como dicen ahora.

—La gran rueda del tiempo, ¿eh?

—Usted lo ha dicho, caballero. La que gira, chirría y aplasta cuanto le sale al paso —coincidió Pendel, y se concentró de nuevo en el muestrario como quien busca consuelo en el trabajo.

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