El secreto del universo (58 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia, Ensayo

BOOK: El secreto del universo
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Así que Holmes escribió un poema titulado
El Viejo Costados de Acero
. Es posible que lo conozcan. Aquí lo tienen:

¡Ay, arráncale su bandera hecha jirones!

Largo tiempo ondeó en lo alto,

y muchos ojos se alzaron a mirar

esa bandera en los cielos;

bajo ella resonaron los gritos de la batalla

y el estruendo de los cañones…

El meteoro de los vientos marinos

no volverá a surcar las nubes.

Su cubierta, otrora roja por la sangre de los héroes,

donde se arrodilló el enemigo derrotado.

cuando los vientos la empujaban sobre la pleamar,

sobre las blancas olas,,

no volverá a sentir los pasos del vencedor,

ni las rodillas del vencido…

¡Las arpías de la costa se cebarán

sobre el águila de los mares!

Oh, mejor sería que su destrozado casco

se hundiera bajo las olas;

que sus estampidos conmuevan las terribles profundidades,

y que allí sea enterrado.

Atad al mástil su santa bandera,

izad todas las raídas velas,

¡y entregádselo al dios de las tormentas,

del rayo y la tempestad!

El poema fue publicado el 14 de septiembre de 1830, y fue rápidamente reproducido por todas partes.

¿Es un buen poema? No lo sé. Según tengo entendido, los críticos lo consideran rancio y empalagoso, lleno de imágenes melodramáticas. Es posible. Lo único que sé es que nunca he podido leerlo en voz alta con voz serena, sobre todo cuando llego a lo de las arpías y a lo de las velas raídas. Hasta cuando lo leo para mi, como acabo de hacer ahora, soy incapaz de distinguir las letras y tengo que tragar saliva.

Es posible que los críticos se burlen de mi y me desprecien por ello, pero el hecho es que yo no soy, ni he sido, el único. Allí donde era publicado el poema, el público estallaba en espontáneas protestas. Todo el mundo empezó a dar dinero para contribuir al salvamento de «El Viejo Costados de Acero». Los colegiales llevaban sus centavos al colegio. Era un movimiento imparable. La Marina y el Congreso se vieron de repente enfrentados a un público indignado y descubrieron que no era «El Viejo Costados de Acero» el que estaba luchando contra el dios de las tormentas, sino
ellos
.

Cedieron inmediatamente. «El Viejo Costados de Acero»
no
fue desguazado.
Nunca
fue desguazado. Sigue varado en el puerto de Boston, donde permanecerá indefinidamente.

«El Viejo Costados de Acero» no se salvó gracias a sus antiguas hazañas bélicas. Se salvó porque tuvo un poeta sagrado. Bueno o malo, el poema
dio resultado
.

A la guerra de 1812 le debemos un poema titulado
La defensa de Fort McHenry
, publicado el 14 de septiembre de 1814 y rápidamente rebautizado como
La bandera sembrada de estrellas
.

Ahora es nuestro himno nacional. Resulta difícil de cantar (hasta los cantantes profesionales lo encuentran a veces difícil) y las palabras no discurren con fluidez. La mayoría de los estadounidenses, por muy patriotas que sean, sólo se saben el primer verso. (Yo estoy bastante orgulloso de saberme las cuatro estrofas enteras, que además soy capaz de cantar sin titubeos.)

¿Las
cuatro
estrofas enteras?
The New York Times
publica cada 4 de julio la música y toda la letra del himno, y por mucho empeño que se ponga en contarlas, no hay más que tres estrofas. ¿Por qué? Porque durante la Segunda Guerra Mundial el Gobierno suprimió la tercera estrofa por considerarla demasiado sanguinaria.

Recuerden que el poema fue escrito tras el bombardeo británico de Fort McHenry en el puerto de Baltimore. Si los cañones del fuerte hubieran sido inutilizados, los barcos británicos podrían haber desembarcado a las tropas que transportaban. Estas tropas sin duda habrían tomado Baltimore, dividiendo a la nación (que seguía pegada a la costa) en dos. Eran las mismas tropas que habían saqueado Washington, que era una pequeña aldea sin importancia. Baltimore era un puerto importante.

Durante la noche los cañones de los barcos dejaron de disparar, y Francis Scott Key, que se encontraba a bordo de uno de los barcos británicos (intentando conseguir la liberación de un amigo), no sabia si lo que había ocurrido era que los cañones estadounidenses habían sido inutilizados o que los barcos británicos habían interrumpido el bombardeo. Al amanecer sabría la respuesta; todo dependía de que la bandera que viera ondeando en el fuerte fuera la estadounidense o la británica.

Por tanto, en la primera estrofa se pregunta si la bandera estadounidense sigue ondeando. La segunda estrofa nos comunica que
sigue
ondeando. La tercera estrofa es un insolente himno de alegría; aquí lo tienen:

¿Dónde está esa bandera que juró con jactancia

que los estragos de la guerra y la confusión

de la batalla nos dejarían sin hogar y sin nación?

Su sangre ha borrado la corrupción de sus sucias pisadas.

Ningún refugio seguro encontrarán el mercenario y el esclavo

más que el terror de la huida y la melancolía de la tumba.

Y la bandera sembrada de estrellas ondea triunfal

sobre la tierra delios libres y el hogar de los valientes.

¿Buena poesía? ¿Quién sabe? ¿Qué más da? Si conocen la música, cántenla. Procuren decir con el adecuado tono de desprecio lo de las «sucias pisadas», con el adecuado tono de odio lo de «el mercenario y el esclavo», con la adecuada complacencia sádica lo de «el terror de la huida y la melancolía de la tumba», y se darán cuenta de que excita pasiones un poco demasiado encendidas. Pero quién sabe, es posible que en alguna ocasión se quieran despertar estas pasiones.

Tengo que señalar que la música también juega su papel. Si un poema es cantado, su efecto se multiplica por mil.

Recordemos la Guerra-Civil americana. La Unión se pasó más de dos años sufriendo una derrota tras otra en Virginia. Los inútiles que comandaban el ejército de la Unión demostraron, uno después de otro, que no estaban a la altura de Robert E. Lee y Thomas J. «Stonewall» Jackson. Estos fueron los mejores soldados que han dado los Estados Unidos, y el destino quiso que libraran sus más famosas batallas contra los Estados Unidos.

¿Por qué siguió luchando el Norte? El Sur estaba dispuesto a abandonar la lucha en cualquier momento. El Norte sólo tenia que acceder a dejar al Sur en paz para que la guerra terminara. Pero el Norte continuó luchando y sufriendo una sangrienta derrota tras otra. Una de las razones de esta actitud era el carácter del presidente Abraham Lincoln, que no estaba dispuesto a renunciar bajo ninguna circunstancia… pero la otra es que el Norte estaba movido por un fervor religioso.

Piensen en
El himno de batalla de la República
. Se trata de una marcha, de acuerdo, pero no de una marcha de guerra. Es Dios el que marcha, y no el hombre. La palabra clave es «himno» y no «batalla», y siempre se canta (o debería cantarse) lentamente y con profunda emoción. Julia Ward Howe, la autora de la letra (que se canta con la conocida melodía de
John Brown's Body
), acababa de visitar los campamentos del ejército junto al Potomac en 1862, y se sintió muy conmovida. No cabe duda de que el himno lograba expresar los sentimientos de muchos de los partidarios del Norte. El poema tiene cinco estrofas, y la mayoría de los estadounidenses de hoy en día apenas se saben la primera, pero durante la Guerra Civil las cinco eran bien conocidas. Esta es la quinta:

Cristo nació entre los hermosos lirios, al otro lado del mar,

abrigando en su seno la gloria que nos transfigura a ti y a mi:

igual que él murió para hacer santos a los hombres, muramos

nosotros para hacerlos libres.

mientras Dios prosigue su marcha.

«¡Muramos nosotros para hacerlos libres!» No estoy diciendo que toda la gente del Norte fuera tan fervorosa, pero si algunos, y estas palabras pueden haber decidido a los indecisos. Después de todo,
algo
hizo que los ejércitos del Norte continuaran luchando y sufriendo una derrota tras otra, y no cabe duda de que
El himno de batalla
fue uno de los factores determinantes.

Y si algunos de los yanquis consideraban la esclavitud como un mal que había que combatir y destruir a toda costa, había otros para quienes la Unión era algo beneficioso que había que defender y mantener a toda costa, y también ellos tenían su canción.

La peor derrota de la Unión fue la de diciembre de 1862, cuando el horrible general Ambrose Burnside, posiblemente el general más incompetente que jamás haya conducido a un ejército americano a la batalla, ordenó a sus soldados atacar un reducto inexpugnable, ocupado por una guarnición del ejército confederado. El ejército de la Unión avanzó en una oleada tras otra, y fue rechazado una y otra vez.

Fue después de esta batalla cuando Lincoln dijo: «Si existe un lugar peor que el infierno, ahora estoy en él.» En otra ocasión también comentó, a propósito de Burnside, que «era capaz de arrancar la derrota de las mismas fauces de la victoria».

Pero, según la Historia, aquella noche, cuando los ejércitos del Norte descansaban en su campamento, intentando recuperarse, alguien empezó a tocar una nueva canción de George Frederick Root, que ya había escrito
¡Tramp! ¡Tramp! ¡Tramp! Los muchachos marchan
. Esta vez había compuesto una canción llamada
El grito de batalla de la libertad
.

Esta es una de las estrofas:

Sí, muchachos, nos reuniremos junto a la bandera,

nos reuniremos de nuevo,

lanzando el grito de batalla de la libertad.

Nos reuniremos desde las colinas,

nos reuniremos desde las llanuras,

lanzando el grito de batalla de la libertad.

¡Larga vida a la Unión! ¡Hurra, muchachos, hurra!

¡Abajo los traidores y arriba la estrella!

Y nos reuniremos junio a la bandera, muchachos,

nos reuniremos de nuevo,

lanzando el grito de batalla de la libertad.

Incluso a mi, con mi mal oído, me parece sospechar que ésta es una buena canción, pero no una gran poesía, ni siquiera una poesía adecuada, pero (según la Historia) cuando un oficial confederado oyó los lejanos acordes procedentes del derrotado ejército abandonó toda esperanza en aquel mismo instante. Le pareció que un ejército derrotado que aún era capaz de cantar esa canción deseándole «larga vida a la Unión» no se daría nunca por vencido, que volvería a lanzarse al asalto una y otra vez, y no se rendiría hasta que la Confederación acabara agotada e incapaz de proseguir la lucha. Y tenía razón.

Hay algo sorprendente en el efecto que producen las palabras acompañadas por la música.

Por ejemplo, hay un antiguo relato griego que bien pudiera ser cierto (los griegos nunca echaban a perder sus historias por exceso de atención a los hechos reales). Según esta historia, los atenienses, que temían sufrir una derrota en una batalla que se avecinaba, pidieron consejo al oráculo de Delfos. El oráculo les aconsejó que le pidieran prestado un soldado a los espartanos.

Los espartanos no querían desafiar al oráculo, así que prestaron un soldado a los atenienses; pero como no tenían muchas ganas de ayudar a una ciudad rival a conseguir una victoria, no ofrecieron a Atenas un general o un luchador de renombre, sino un lisiado músico de regimiento. Y durante la batalla este músico espartano tocó y cantó una música tan conmovedora que los atenienses avanzaron animosos contra el enemigo y arrasaron el campo de batalla.

Además está la historia (que probablemente también sea apócrifa) de algo que ocurrió en la Unión Soviética durante la invasión nazi. Un grupo de soldados alemanes, cuidadosamente disfrazados con uniformes soviéticos, entraron en territorio controlado por los soviéticos con órdenes de llevar a cabo una importante misión de sabotaje. Un muchacho que los vio pasar se apresuró a dirigirse al puesto más cercano del ejército soviético para informar que había visto a un grupo de soldados alemanes vestidos con uniformes soviéticos. Los nazis fueron acorralados y supongo que serían tratados como lo son normalmente los espías.

Luego le preguntaron al muchacho: «¿Cómo supiste que eran soldados alemanes y no soviéticos?» Y el muchacho respondió: «Porque no cantaban.»

A propósito, ¿llegaron ustedes a ver a John Gilbert en
The Big Parade (El gran desfile
), una película muda sobre la Primera Guerra Mundial? Gilbert no tiene ninguna intención de dejarse llevar por la histeria bélica y alistarse en el ejército, pero su coche es detenido por el paso de un gran desfile: hombres de uniforme, la bandera ondeante y los instrumentos resonando y golpeando.

Como es una película muda, no se oye ninguna palabra, ni música (aparte del acostumbrado acompañamiento de piano) ni vítores. Sólo vemos la cara de Gilbert al volante, con una expresión de cínica diversión. Pero tiene que quedarse allí hasta que acabe el desfile, y un rato después está llevando el ritmo con un pie, luego con los dos, luego empieza a parecer emocionado e impaciente, y, por último, como es natural, sale del coche para alistarse. Aun sin oír un solo sonido resulta absolutamente convincente.
Así
es como se provocan las reacciones de la gente.

También puedo contarles una experiencia personal. Como probablemente ya hayan adivinado, no soy un entusiasta especialista en la Guerra Civil, pero si tengo que pronunciarme, me definiría como un fervoroso patriota del Norte. «Larga vida a la Unión» es mi lema.

Pero en una ocasión en que me dirigía de Nueva York a Boston e iba solo en el coche, me puse a escuchar por la radio una serie de canciones de la Guerra Civil. Había una canción que no había oído nunca y que no he vuelto a oír. Era una canción confederada, de una época en que la marcha de la guerra no era nada halagüeña, y suplicaba a los Estados del Sur que se unieran e intentaran expulsar a los invasores yanquis con todas sus fuerzas. Cuando acabó la canción, me sentía absolutamente desolado, sabiendo como sabia que la guerra acabó hace más de un siglo y que no había ninguna oficina de reclutamiento confederada a la que pudiera correr a presentarme voluntario.

Estas cosas tienen un poder insidioso.

Durante la Guerra de Crimea, cuando el Reino Unido y Francia luchaban contra Rusia, el general en jefe británico, Barón Raglán, dio una orden tan ambigua, acompañada de un gesto tan poco definido, que nadie se enteró de lo que quería decir exactamente. Como nadie se atrevía a decir «Eso es una locura», la orden acabó con 607 jinetes de la Brigada Ligera, cargando atropelladamente contra el grueso del ejército ruso. Veinte minutos más tarde la mitad de los hombres y de los caballos habían caído, y, por supuesto, no se consiguió nada.

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