El vigesimoséptimo cuadrado tiene aproximadamente 1/100.000.000 de centímetro de lado, así que vamos a imaginarnos que ampliamos cien millones de veces este cuadrado y todos los subsiguientes. Entonces el cuadrado vigesimoséptimo parece tener un centímetro de lado, el siguiente 1/2 centímetro de lado, el siguiente 1/4 centímetro de lado, y así sucesivamente.
Es decir, de esta ampliación resultaría una serie exactamente igual, tanto en tamaño como en número de cuadrados, a la serie original.
Y además, el quincuagésimo primer cuadrado es tan pequeño que tiene el tamaño de un protón. No obstante, si
este cuadrado
se ampliara hasta tener un centímetro de lado, tendría una cola de cuadrados todavía más pequeños, exactamente iguales, tanto en tamaño como en número, a la serie de la que partimos.
Podríamos seguir así
eternamente
y nunca acabaríamos. Por muy lejos que llegáramos, hasta contar millones de cuadrados cada vez más pequeños, trillones, quintillones, seguiríamos teniendo una cola totalmente similar a la serie original. Esta situación se conoce como «autosemejanza».
Y toda ella,
toda
ella, ocupa una extensión de dos centímetros. Y tampoco es que haya ninguna magia en esta cifra. También se podría haber encajado en una extensión de un centímetro, o de 1/10 centímetro, o en una extensión igual a la de un protón, si a eso vamos.
Es inútil intentar «comprender» esto en el sentido en que comprendemos que un metro tiene cien centímetros. Nuestra experiencia de las cantidades infinitas no es, ni puede ser, directa. Sólo podemos intentar imaginar las consecuencias derivadas de la existencia de estas cantidades, y estas consecuencias son tan radicalmente distintas a todo lo que
podemos
experimentar que «no tienen sentido».
Por ejemplo, el número de puntos que hay en una línea es un infinito de orden mayor que el de la serie infinita de los números enteros. No es posible concebir ningún método para emparejar estos puntos con números. Si intentáramos disponer los puntos de manera que fuera posible alinearlos con números, invariablemente descubriríamos que algunos puntos no están emparejados con ningún número. Lo cierto es que un número infinito de puntos no estaría emparejado con números.
Por otra parte, es posible emparejar los puntos de una línea de un centímetro con los de otra línea de dos centímetros, lo que nos lleva a la conclusión de que la línea más corta tiene tantos puntos como la más larga. En realidad, una línea de un centímetro tiene tantos puntos como los que caben en todo el universo tridimensional. ¿Quieren una explicación? No seré yo quien se la dé, ni nadie. Este hecho puede probarse, pero es imposible que «tenga sentido» según los razonamientos corrientes.
Volvamos a la autosemejanza. Es posible detectarla no sólo en las series de números, sino también en las formas geométricas. Por ejemplo, en 1906 un matemático sueco, Helge von Kock (1870–1924), inventó una especie de supercopo de nieve. Veamos cómo lo consiguió.
Tomamos un triángulo equilátero (con todos los lados iguales), dividimos cada lado en tres partes y construimos otro triángulo equilátero más pequeño en el tercio medio de cada lado. así obtenemos una estrella de seis puntas. Luego dividimos cada uno de los lados de los seis triángulos equiláteros de la estrella en tres partes iguales y trazamos otro triángulo equilátero más pequeño todavía en el tercio medio de cada lado. Ahora tenemos una figura bordeada por dieciocho triángulos equiláteros. A continuación, dividimos los lados de estos dieciocho triángulos en tres partes iguales… y así una y otra vez,
eternamente
.
Naturalmente, por muy grande que sea el triángulo de partida y por muy meticulosamente que hagamos el dibujo, los triángulos sucesivos disminuyen de tamaño tan rápidamente que resulta imposible dibujarlos. Hay que dibujarlos mentalmente e intentar deducir las consecuencias.
Si, por ejemplo, siguiéramos construyendo eternamente el supercopo de nieve, las longitudes del perímetro de este copo en cada fase forman una serie divergente. Por tanto, en último término la longitud del perímetro del copo de nieve es infinita.
Por otra parte, las áreas del copo de nieve en cada fase forman una serie convergente, y su suma es un número finito. Esto quiere decir que incluso en último término, cuando el perímetro es infinito, el área del copo de nieve no es más de 1,6 veces mayor que la del triángulo equilátero de partida.
Supongamos ahora que estudiamos uno de los triángulos, relativamente grandes, que se encuentra en uno de los lados del triángulo de partida. Es un triángulo infinitamente complejo del que brotan interminablemente triángulos cada vez más pequeños. Pero si tomamos uno de estos triángulos más pequeños, tan pequeño que sólo sea visible al microscopio, y lo ampliamos imaginariamente para poder verlo fácilmente, resulta que es igual de complejo que el triángulo de partida. Si observáramos uno aún más pequeño, y otro todavía más pequeño que el anterior, y así indefinidamente, veríamos que su complejidad no disminuye. El supercopo de nieve muestra signos de autosemejanza.
Aquí tienen otro ejemplo. Imagínense un árbol con un tronco dividido en tres ramas. Cada una de estas ramas se divide en otras tres ramas más pequeñas, y cada una de estas ramas más pequeñas se divide en otras tres más pequeñas todavía. No es difícil imaginarse un árbol de verdad con las ramas dispuestas de esta forma.
Pero para que éste sea un superárbol matemático tenemos que imaginarnos que todas las ramas se dividen en otras tres ramas más pequeñas, y que cada una de éstas se divide a su vez en otras tres más pequeñas aún. y cada una de éstas en ramas todavía más pequeñas,
eternamente
. Este superárbol también muestra signos de autosemejanza, y cada rama, por pequeña que sea, es tan compleja como todo el árbol.
En un primer momento estas curvas y figuras geométricas se llamaron «monstruosas», porque no cumplen las sencillas reglas que rigen para los polígonos, los círculos, las esferas y los cilindros de la geometría ordinaria.
Pero en 1977 un matemático franco americano, Benoit Mandelbrot, emprendió el estudio sistemático de estas curvas monstruosas y demostró que ni siquiera cumplen las propiedades fundamentales de las figuras geométricas.
Cuando aprendemos las primeras nociones de geometría nos enteramos de que el punto no tiene dimensiones, que la línea es unidimensional, el plano bidimensional y los sólidos tridimensionales. Por último, si consideramos que un sólido tiene una cierta duración y existe en el tiempo, es tetradimensional. Incluso puede que nos enteremos de que, en ocasiones, los geómetras manejan todavía más dimensiones como si tal cosa.
Pero todas estas dimensiones son números enteros: 0, 1, 2, 3, etc. ¿Cómo podría ser de otro modo?
Sin embargo, Mandelbrot demostró que el límite del supercopo de nieve es tan borroso y presenta unos cambios de dirección tan bruscos en cada punto que no podía ser considerado una línea en el sentido normal, sino algo que no es exactamente una línea, pero tampoco un plano. Su dimensión ocupa
un lugar intermedio
entre 1 y 2. Lo cierto es que demostró que era congruente considerar que su dimensión era igual al logaritmo de 4 dividido por el logaritmo de 3, aproximadamente igual a 1,26186. así, el límite del supercopo de nieve tiene una dimensión de un poco más de 1 1/4.
Otras de estas figuras también tienen dimensiones fraccionarias, y ésta es la razón de que se les diera el nombre de «fractales».
Resultó que los fractales no eran ejemplos monstruosos de formas geométricas fruto de la imaginación calenturienta de los matemáticos. En realidad, se parecen más a los objetos del mundo real que las curvas y planos simples y uniformes de la geometría idealizada. Estos últimos sí que son productos de la imaginación.
Por consiguiente, los trabajos de Mandelbrot fueron adquiriendo cada vez más importancia.
Vamos a desviarnos un poco del tema. Hace algunos años yo tenía la oportunidad de pasarme por la Universidad Rockefeller de vez en cuando; allí conocí a Heinz Pagels. Era un tipo alto con el pelo blanco y un rostro terso y sin arrugas. También era extremadamente agradable e inteligente.
Pagels era físico, y sabía mucha más física que yo. No es que esto fuera una sorpresa. Todo el mundo sabe más que yo sobre una u otra cosa. También me dio la impresión de que era más inteligente que yo.
Si ustedes comparten la opinión general de que tengo un ego gigantesco, es posible que crean que odio a la gente que es más inteligente que yo; pero no es así. Me he dado cuenta de que la gente más inteligente que yo (y Heinz es la tercera persona que conozco que lo es) es extremadamente amable y agradable, y además he descubierto que si los escucho con atención sus palabras me estimulan a elaborar nuevas ideas de interés, y, al fin y al cabo, yo vivo de las ideas.
Recuerdo que en nuestra primera conversación Heinz habló del «Universo inflacionario», una nueva idea según la cual el Universo se expandió a una velocidad vertiginosa en el instante mismo que siguió a su formación. Esta teoría aclaraba algunos puntos que los astrónomos no habían podido explicar partiendo de la base de que los primeros instantes de la gran explosión no eran inflacionarios.
Lo que más me interesó es que Heinz me dijo que, según esta teoría, el Universo comenzó como una fluctuación cuántica del vacío, así que se creó a partir de la nada.
Esto me hizo sentirme emocionado, porque en el número de
Fantasy and Science Fiction
de septiembre de 1966, años antes de que se formulara la teoría del Universo inflacionario, yo publiqué un articulo titulado «Estoy buscando un trébol de cuatro hojas» en el que proponía una teoría según la cual el Universo se creó en la gran explosión a partir de la nada. De hecho, una de las afirmaciones clave del artículo era lo que yo llamé el Principio Cosmogónico de Asimov, según el cual «En el principio era la Nada».
Esto
no
quiere decir que yo me anticipara a la teoría del Universo inflacionario. Simplemente tengo estas súbitas intuiciones, pero carezco de la capacidad para recorrer el camino que me marcan. Del mismo modo que a los catorce años tuve la confusa intuición de la autosemejanza en relación con las series convergentes, aunque ni entonces ni en ningún otro momento habría sido capaz de llegar a las conclusiones de Mandelbrot. Y aunque yo había tenido la idea de la creación a partir de la nada, ni en un millón de años habría sido capaz de elaborar en detalle la teoría del Universo inflacionario. (No obstante, no soy un completo fracaso. Muy pronto me di cuenta de que con mis intuiciones podía dedicarme a escribir ciencia-ficción.)
A partir de ese momento, veía a Heinz con regularidad, y mucho más desde que le nombraron director de la Academia de Ciencias de Nueva York.
En una ocasión varios de nosotros estábamos sentados charlando de esto y aquello, y Heinz planteó una cuestión interesante.
Dijo: «¿Creéis que es posible que algún día se responda a todas las preguntas de la ciencia y no haya nada más que hacer? ¿O es imposible encontrar todas las respuestas? ¿Hay algún modo de que podamos saber ahora mismo cuál de estas dos situaciones es la correcta?»
Fui el primero en hablar. Dije: «Creo que podemos saberlo ahora mismo, Heinz, y sin ningún problema.»
Heinz se volvió hacia mí y me preguntó: «¿Y cómo, Isaac?»
Y yo contesté: «Creo que, esencialmente, el Universo presenta propiedades fractales muy complejas, y que la actividad científica participa de estas propiedades. Por consiguiente, cualquier aspecto del Universo que no se comprenda todavía y cualquier aspecto de la investigación científica que no se haya resuelto todavía, por muy pequeños que sean en comparación con lo que ya está comprendido y resuelto, es de una naturaleza tan compleja como la del Universo original. Así que nunca terminaremos. Por muy lejos que lleguemos, el camino que nos quedará por recorrer será tan largo como al principio; ese es el secreto del Universo.»
Le conté esta conversación a mi querida esposa, Janet, que me miró pensativa, y dijo: «Deberías escribir esa idea.»
«¿Por qué?», pregunté. «No es más que una idea.»
Ella dijo: «Puede que Heinz la utilice.»
«Espero que lo haga», dije. «Yo no sé la suficiente física como para sacar algo en limpio de ella, y él sí.»
«Pero puede olvidarse de que fuiste tú quien se la diste.»
«¿Y qué? Las ideas no cuestan nada. Lo que importa es lo que se haga con ellas.»
Algún tiempo después, el 22 de julio de 1988, Janet y yo nos dirigimos al Instituto Rensselaerville, al norte de Nueva York, para dirigir nuestro decimosexto seminario anual, que en esa ocasión iba a estar dedicado a la biogenética y sus posibles efectos secundarios, tanto científicos como económicos y políticos.
Pero también había algo más. Mark Chartrand (a quien conocí hace años, cuando era el director del Planetario Hayden de Nueva York) siempre forma parte del profesorado de estos seminarios, y se había traído una cinta de video de treinta minutos sobre los fractales.
Hace ya algunos años que los ordenadores son bastante potentes como para producir una figura fractal y expandirla millones y millones de veces. Pueden hacerlo con fractales muy complejos, y no simplemente cosas tan sencillas (y, por tanto, carentes de interés) como los supercopos de nieve y los superárboles. Y además, resulta más espectacular al añadirle colores.
Empezamos a ver la cinta el lunes 25 de julio de 1988 a la 1:30 p.m.
Empezamos con un cardioide (figura en forma de corazón) de color oscuro, rodeado de pequeñas figuras subsidiarias, que poco a poco fue creciendo en la pantalla. Entonces se enfocaba a una de las figuras subsidiarias, que iba haciéndose más grande hasta llenar la pantalla y revelar que ella también estaba rodeada de figuras subsidiarias.
Parecía como si te fueras sumergiendo lentamente en una complejidad que nunca dejaba de ser compleja. Pequeños objetos que parecían puntos diminutos eran ampliados, revelando su complejidad, mientras se formaban otros pequeños objetos similares.
No se acababa nunca
. Nos pasamos media hora observando cómo distintas partes de la figura se expandían, ofreciendo nuevas visiones de una belleza inagotable.
Era un espectáculo absolutamente hipnótico. Yo miraba y miraba, y después de un rato me resultaba sencillamente imposible dejar de concentrar mi atención en aquello. Era lo más cercano a una
experiencia
de la infinitud que yo había sentido o podría sentir jamás, en contraste con las simples palabras o imágenes mentales.