Andrea sonrió con suficiencia.
—No fue un cambio notable. Fue una metamorfosis, completa e irreversible. Y ahora, ¿qué es lo que quieren?
—Queremos volver a hablar con usted sobre el hombre que la asaltó —dijo Tansu—. Sé que fue hace mucho tiempo, pero creemos que ha atacado a otras mujeres.
—Pues claro que lo ha hecho. —Otra sonrisita. La mandíbula de Andrea, ancha y fuerte, se tensaba al sonreír, y sus mejillas se perforaban con unos profundos hoyuelos—. Sé por qué quieren hablar conmigo. Los estaba esperando. Es sobre esos asesinatos, ¿no? Los de las dos últimas noches de las Mujeres de carnaval.
—¿Cree que es el mismo hombre? —preguntó Tansu.
—Sé que es el mismo. Y ustedes también lo saben. Por eso han venido.
—Si estaba convencida de que era el mismo hombre, ¿por qué no lo denunció? —preguntó Fabel.
—¿De qué serviría? Nunca lo atraparán.
—¿Por qué se cambió de nombre?
Andrea miró a Fabel con dureza. Con mirada de hombre.
—¿Y a usted qué más le da?
—Tan sólo me preguntaba si lo había hecho como reacción a la agresión. Si así fue, ¿por qué no se marchó de Colonia? No nació usted aquí, ¿no? Sus padres viven en Francfort, ¿verdad?
—No les habrán dicho dónde vivo, ¿no? —Una repentina sombra de rabia oscureció la expresión de Andrea.
—No, no… —dijo Tansu, tranquilizándola—. No les daríamos… no podemos darles esa información sin su consentimiento.
Tansu miró en dirección a Fabel, y él supo por qué. Por algún motivo, había una atmósfera de hostilidad entre él y Andrea; hostilidad mutua. El comprendía la contrariedad de la mujer ante la intrusión de la policía en la nueva vida que se había construido, lo que no podía comprender era por qué él sentía beligerancia hacia ella.
—¿Cuando empezó a hacer culturismo? —le preguntó.
—Después de sufrir la agresión. Tuve que hacer mucha fisioterapia; tenía que recuperar la fuerza física y para ello hacía ejercicios con pesas. Fue entonces cuando se me ocurrió la idea de reconstruirme, de crear una persona nueva.
—Pero su antiguo yo no tenía nada de malo —intervino Tansu—. Usted fue una víctima. ¿Acaso se culpa de lo que le ocurrió?
—No —dijo Andrea, con tono desafiante—. Sé que el culpable fue ese bastardo, pero la pequeña y bonita Vera Reinartz era demasiado blanda y débil, demasiado acomodaticia. Tenía demasiado miedo. Tal vez por eso la eligió, porque llevaba la palabra víctima escrita en la cara.
—Pero ¿y sus estudios médicos? —preguntó Tansu—. Por lo que he leído, prometía usted muchísimo. Podría haber sido usted una excelente médico.
—Hay otras maneras de brillar —dijo Andrea—. Todo eso forma parte del pasado de Vera Reinartz. Ahora triunfo en otras cosas. Empecé a hacer culturismo seriamente en el año 2000, y ahora soy una experta en esa disciplina, ¿saben? No sólo en el deporte o las técnicas, también en su historia, en la filosofía que hay detrás. ¿Saben que el padre del culturismo moderno fue un alemán? Se llamaba Eugen Sandow.
Empezó como un forzudo de circo y acabó montando las bases de este deporte.
Organizó y fue juez de la primera competición mundial de culturismo. El otro juez fue Arthur Conan Doyle, el escritor británico que inventó a Sherlock Holmes.
—Sandow… —musitó Fabel—. Es el nombre que ha adoptado usted. ¿Por qué?
—Necesitaba ser otra persona; por eso me hice culturista, Herr Fabel. Como le he dicho, fue una metamorfosis total. Necesitaba un nombre nuevo para un cuerpo nuevo.
Andrea se inclinó un poco y apoyó los brazos en el mostrador de la cocina. Al hacerlo, las venas de sus antebrazos sobresalieron con fuerza, azuladas en contraste con la piel bronceada. Fabel advirtió el tirón espasmódico del bíceps, como si tuviera vida propia y separada del cuerpo. Andrea lo sorprendió mirándola.
—¿Me encuentra repulsiva? —le preguntó—. ¿Le parece que la forma de mi cuerpo es un remedio contra la libido? A la mayoría de hombres les ocurre. Pero, en cambio, a otros… oh, no se creería cómo son los otros. Muchos asisten a las competiciones.
Vienen a mirarme, a mí y a las otras chicas. ¿Sabe que el perfecto tono muscular desaparece a la hora siguiente de acabar la última sesión de ejercicios? Levantamos pesas antes de cada concurso, y luego hacemos toda nuestra rutina de ejercicios. No es un ensayo, es para mantener el tono perfecto hasta que salimos al escenario. —Se inclinó un poco más hacia delante y bajó la voz, como si conspirara—. ¿Saben que algunos de nuestros admiradores masculinos vienen a los camerinos antes o después de la competición? Son hombrecitos que nos piden permiso para tocar nuestros vientres, los muslos, los brazos… sólo para poder sentir el músculo en su tono perfecto. Lo hacen por admiración al deporte, casi con reverencia, pero eso no les impide ponerse un poco duros dentro de sus pantalones. ¿Sabe, Herr Fabel? Lo que para un hombre es carne, para otro es veneno… ¿Qué sería, exactamente, carne para usted?
—Decía usted que sabía que el asesino de la noche del carnaval de las Mujeres es el mismo que la atacó —dijo Fabel, aguantando la mirada de Andrea—. ¿Por qué? ¿Hay algo de aquella noche que ha recordado con los años y que tal vez no figura en su declaración original?
Andrea se rio amargamente:
—¿Sabe, Herr Fabel, que incluso después de todo este tiempo el payaso sigue acosándome?
—Le creo —dijo Tansu—. No se puede vivir una experiencia como ésa sin experimentar estrés postraumático.
—No… no hablo de eso. Eso ya lo superé. Todo esto… —Se puso más tiesa y flexionó el cuerpo—. Creé este físico para dejar todo eso atrás. No fue sólo la violación, aquel bastardo me pegó con tanta brutalidad que pensé que iba a morir.
Bueno, es lo que hice, de alguna manera. Vera murió y yo sobreviví. El tipo dejó un cuerpo roto que yo arreglé. No tengo pesadillas con el payaso que me agredió, ni ataques de pánico postraumáticos. De hecho, me encantaría volver a encontrármelo para romperle todos los huesos del cuerpo. Pero no me refería a eso cuando decía que todavía vuelve a acosarme. El muy enfermo todavía me escribe.
—¿Cómo? —Fabel intercambió una mirada con sus compañeros—. ¿Qué? ¿Le manda emails?
—No. Cartas. Me llegan cada pocos meses.
—Espere un segundo —dijo Scholz—, ¿quiere decir que coge lápiz y papel y le manda cartas por correo?
—Así es como se suelen enviar las cartas, ¿no? —contestó Andrea.
—Pero eso serían pruebas físicas y supondrían más probabilidades de localizarle. —Fabel no podía reprimir su frustración—. ¿Por qué demonios no se ha puesto en contacto con la policía?
Andrea se encogió de hombros.
—Cuando me llegó la primera, no mucho después de la agresión, me quedé aterrorizada. Pero entonces seguía siendo «ella»: dulce, tímida, acomodaticia, demasiado temerosa para hacer nada. Luego decidí cambiar de nombre y todo fue poniéndose en su lugar. Llegaron las siguientes cartas incluso después de que me hubiera cambiado de nombre y de dirección. No son muy frecuentes, pero siguen llegando.
—¿Las ha guardado? —preguntó Scholtz.
Andrea negó con la cabeza.
—Ahora las quemo sin leerlas, pero las que llegué a leer eran todas iguales: ataques iracundos. Hablaba de cuánto deseaba volver a hacerlo, cómo trataba de crear otra ocasión.
—¿Y no le preocupa? —le preguntó Tansu, incrédula.
—No. Ha perdido el poder de asustarme. Tal vez volvamos a encontrarnos, pero es él quién debe temerme.
—Quiero que intente recordar lo que contenían esas cartas, Andrea —le dijo Fabel con firmeza—. Quiero que se tome el tiempo de escribir todo lo que recuerde. Hágalo esta noche y mañana mandaremos a alguien para que venga a recogerlo aquí mismo.
Como le he dicho, cualquier cosa nos puede dar pistas sobre su identidad.
—¿Qué hay de su nombre?
Fabel tardó unos segundos en darse cuenta de que Andrea hablaba en serio:
—¿Firma las cartas?
—Todas. El nombre que utiliza es Peter Stumpf.
Fabel oyó refunfuñar a Scholz.
—¿Significa el nombre Peter Stumpf algo para usted? —le preguntó Fabel a Andrea.
—Nada.
—Pero es evidente que para usted sí —le dijo a Scholz.
—Desde luego. Pero ya lo hablaremos luego.
Cuando andaban de vuelta al coche de Scholz, alguien al otro lado de la calle llamó la atención de éste.
—¡Hola, Ansgar! —llamó Scholz. Fabel y Tansu lo siguieron hasta la otra acera—. ¿Recuerdas el restaurante al que te llevé, el Speisekammer? —le preguntó a Fabel—. Éste es Ansgar Hoeffer, su chef. El mejor de Colonia, en mi opinión, y esto es decir mucho. ¿Cómo estás, Ansgar?
—Bien… ¿y tú? —respondió el cocinero. Era un hombre más bien alto, con la cabeza en forma de huevo y el escaso pelo muy corto. Sus ojos parecían grandes y tristones tras las gafas, pero lo que más le llamó la atención a Fabel era que parecía claramente incómodo.
—El mejor —insistió Scholz—. ¿Qué te trae a esta parte de la ciudad?
Ansgar volvió a mostrar una expresión de agobio.
—Bueno, tenía unos cuantos recados que hacer. ¿Qué tal la cena del otro día?
—Ansgar se dirigió ahora a Fabel.
—Oh, perdona, no te he presentado… —dijo Scholz—. Ansgar, éste es el Erster Hauptkommissar Fabel de la Policía de Hamburgo. Está aquí en una misión.
Fabel y Ansgar se dieron la mano.
—Exquisita —dijo Fabel—. Tomamos los dos el ragú de cordero. Estaba delicioso.
Después de un breve intercambio de conversación banal, se despidieron y se marcharon cada uno por un lado; Ansgar hacia el centro con paso decidido.
—Un magnífico cocinero —dijo Scholz cuando llegaron al coche.
—Hum… —exclamó Fabel, mientras volvía a mirar en dirección a Ansgar y se fijaba en que Tansu también lo hacía.
Se metieron en el coche, pero Scholz no arrancó.
—Esta tía era más friqui de lo normal —dijo—. Parecía una especie de
drag queen
mal disfrazada. ¿De qué va todo esto?
—Lo que le ocurrió sería suficiente para hacerle perder la chaveta a cualquiera —dijo Tansu—. Lo que yo intuyo es que rechaza su propia feminidad. Diga lo que diga, creo que se culpa de lo que le ocurrió.
—No —se opuso Fabel—. Culpa a Vera Reinartz de lo ocurrido, como si Vera fuese una persona distinta. ¿No os habéis fijado en que no dejaba de referirse a su yo pasado en tercera persona?
—Es el nombre con el que firmaban esas cartas lo que me ha interesado —dijo Scholz—: Peter Stumpf. Ahora estoy convencido de que quien violó a Andrea es nuestro asesino. Tenías razón, Jan.
—En realidad, fue Tansu la primera en verlo.
—Es un buen toque lírico —dijo Scholz, ignorando la rectificación de Fabel—. Una referencia local. Hacia el oeste de Colonia hay un pueblo llamado Bedburg cuyo habitante más famoso, o más infame, fue Peter Stumpf. Vivió allí en el siglo XVI, y se le conocía como la Bestia de Bedburg… Fue uno de los primeros asesinos en serie documentados en Alemania. También sufrió la ejecución más espeluznante que se recuerda.
—De modo que el violador y torturador de Andrea tiene como referencia a ese Peter Stumpf. ¿Por qué te hace pensar eso que es nuestro caníbal de carnaval?
—Porque eso es exactamente lo que fue Peter Stumpf: un caníbal. Se supone que devoró a docenas de víctimas. Decía que cambiaba de aspecto y que había vendido el alma a Satanás a cambio de la capacidad de convertirse en lobo, y que prefería conservar su forma humana para violar a sus víctimas antes de convertirse en lobo para devorarlas. Tal vez nuestro asesino crea que ha convertido a un violador en caníbal.
—Creo que eso es llevarlo un poco demasiado lejos, pero estoy de acuerdo: puede que esté intentando afirmar que sufre algún tipo de transformación. Tal vez sea el disfraz de payaso. Lo más importante es que podríamos tener su ADN por su agresión a Vera… o Andrea. Dices que Stumpf sufrió la peor ejecución de las que están documentadas. ¿Es eso significativo?
En la sonrisa irónica de Scholz había un deje macabro.
—El cura de nuestro colegio nos lo contó en la catequesis. Un pequeño cuento de terror para ilustrar las lecciones de catecismo. Peter Stumpf era un rico granjero que confesó libremente y sin tortura previa ser un nigromante y brujo desde la infancia.
Dijo haber recibido varias veces la visita de Satanás, quien le regaló un cinturón mágico que le daba una fuerza sobrenatural a cambio de su alma. El precio de esta fuerza sobrehumana, sin embargo, fue mayor que su alma… el cinturón lo convertía en un lobo. Confesó haber destripado y haber devorado a montones de víctimas, hombres, mujeres, niños. Tenía especial debilidad por las mujeres embarazadas, al parecer: dos festines en uno. Después de juzgarlo, lo ataron a una rueda y le partieron los brazos, las piernas y las costillas con el lado romo de un hacha. Creían que, como hombre lobo, existía el peligro de que volviera de la tumba, de modo que romperle las extremidades era la manera de impedírselo. Luego le arrancaron trozos de carne mientras estaba todavía vivo, con unas tenazas al rojo. Y para acabar, lo decapitaron y lo quemaron. Una auténtica mortificación de la carne.
—Pues no funcionó —dijo Fabel, tristemente—. Porque ahora es como si Peter Stumpf hubiera vuelto a la vida.
Fabel tuvo la impresión de que Scholz había permitido que Tansu los acompañara a interrogar a Peter Schnaus tan sólo porque no le quedaba de camino dejarla antes en el Präsidium. Scholz llamó para asegurarse de que Schnaus estaría en la dirección que les habían dado antes de ir a Aachenerstrasse. Buschbell estaba al norte de Frechen, explicó, y por tanto era mejor evitar volver a pasar por el centro.
—Casualmente —dijo Scholz—, Bedburg está también en esta dirección… el pueblo natal del infame Peter Stumpf.
Buschbell y Frechen estaban tan sólo a nueve kilómetros del centro, y Fabel advirtió la continuidad del paisaje urbano. Sin embargo, Buschbell era más abierto y arbolado, y claramente al límite del término municipal de Colonia.
—¿Qué te ha parecido Schnaus por teléfono? —preguntó Fabel.
—Culpable —dijo Scholz—. Algo que no sabría definir, pero sonaba avergonzado de saber que la policía iba a verlo para tener una conversación con él.
Aparcaron frente a una casa con aspecto de ser razonablemente cara y con el jardín más grande que los que Fabel había visto en Colonia desde su llegada. Era la casa de alguien que ganaba un salario medio alto; no la mansión de un millonario, pero sí lo bastante ostentosa para indicar un saldo bancario respetable, a lo que debía añadirse la presencia de un Mercedes E500 en el sendero de entrada.