—Cuando salgas cierra la puerta —dijo María, ahora incapaz de resistir su temblor—. Hay una corriente terrible.
—Oh, no voy a dejar que mueras congelada, María.
Vitrenko le hizo un gesto a Olga Sarapenko, que salió un momento del almacén después de darle su pistola a Vitrenko. Volvió cargada con un cubo grande. María tuvo el tiempo justo de darse cuenta de que salía vapor del cubo cuando se lo echaron encima. Se puso a gritar cuando el agua hirviendo le quemó la piel desnuda. Sintió la cara, los brazos, el pecho, como si se los hubieran encendido en llamas, y se retorció sobre el suelo polvoriento. La agonía de la quemadura pareció durar una eternidad.
Al final apartó las manos de la cara para ver el daño: se miró los brazos y las piernas esperando encontrar la piel escarlata y cubierta de ampollas. Pero no lo estaba. Las zo nas en contacto con el agua se habían puesto rosadas, nada más. Sin embargo, el dolor la seguía corroyendo. Vitrenko dejó a María un momento mientras se encogía, respirando entrecortadamente.
—Un truquillo que he aprendido con el tiempo —le explicó—. El agua estaba caliente como para tomar un baño. No le hace ningún daño a la víctima, pero si ésta está lo suficientemente congelada la sensación que percibe es la de recibir un cubo de ácido.
Sarapenko trajo un segundo cubo y le echó a María su contenido. Ella volvió a sentir dolor, pero esta vez menos intenso y sólo en las partes a las que el primer cubo no había accedido. La calidez era casi agradable.
—¿Lo ves? —le dijo—. Ahora ya te has acostumbrado.
Sarapenko volvió con un tercer cubo y se lo ofreció a Vitrenko.
—Verás, el sistema nervioso central es muy fácil de despistar: le cuesta distinguir entre calor y frío extremos.
Le echó el tercer cubo por encima. Esta vez, a María le estalló el mundo en un dolor ciego y virulento. Gritó como un animal al sentir cada terminación nerviosa abrasada por la electricidad. Se sentía inmersa en una agonía de la que no veía cómo escapar.
«Ahora —pensó—. Voy a morir.»
Oliver sabía que no debía haberlo hecho. Había sido demasiado arriesgado, pero el riesgo le daba a su apetito una emoción añadida. Si pensaba en ello, se daba cuenta de que tal vez no era más peligroso que volver a acudir a una agencia de citas. Después de su último encuentro existía el peligro de que hubiera corrido la voz. La próxima vez podría encontrarse con que la policía lo estaba esperando. Esto era más fácil y, a diferencia de cuando pagaba a una puta, era más probable que pudiera conocer a alguien, a través de su anuncio, que compartiera su pasión: alguien que deseaba que hiciera lo que hacía.
Un bar distinto, una variación del ambiente retro y elegante, la misma anticipación y observación mientras esperaba su llegada. Su respuesta había sido perfecta.
«Suzi22», entre todas las respuestas recibidas a su anuncio, fue la única que sonó apropiada. Quedaba claro que era auténtica, y la foto que había mandado con su mensaje también parecía auténtica. Era una foto de playa en baja resolución en la que aparecía en bikini, aunque su cara había sido velada deliberadamente. Tenía un cuerpo macizo, no tan grueso en las caderas como le hubiera gustado, si bien era una foto frontal y no se veía muy bien el trasero, que, desde luego, podía ser gloriosamente carnoso. También contaba el hecho de que ella había expresado con mucha claridad los deseos que sentía.
—¿Hans? —Oliver se volvió. No era tan alta y maciza como prometía la foto, pero resultaba algo sexy y tenía el trasero de un tamaño bastante aceptable.
Suficiente para hincarle los dientes.
—Sí… ¿Suzi?
—Soy yo. O no lo soy de veras, igual que supongo que tú tampoco te llamas Hans, pero veamos como van las cosas y a partir de ahí, decidimos.
Oliver sonrió. Además era lista, y sabía lo que quería. Sólo esperaba que hubiera comprendido, totalmente, lo que él quería.
Suzi declinó la oferta de Oliver de invitarla a cenar.
—Vayamos a algún lugar privado —le dijo, con una sonrisa maliciosa y carmesí—. Creo que los dos tenemos un tipo de apetito que un plato de pasta no va a satisfacer.
Oliver sintió que el corazón se le aceleraba y que algo se le movía en la entrepierna.
—Vamos a mi habitación del hotel.
—No —dijo ella—. A tu hotel no. A mi casa. Allí me siento más segura y no tendremos que preocuparnos por… bueno, el ruido.
Oliver lo pensó un poco. La idea de ir a un lugar desconocido no le gustaba.
Había seleccionado aquel hotel con mucho cuidado y tenía que ser cauteloso.
Sabía que, si las cosas no salían como él quería, no sería capaz de controlar su furia y el asunto se podría poner feo. Necesitaba conocer bien la salida del lugar en el que estaba.
—¿Estás segura? —preguntó—. Pensaba que una habitación de hotel era algo así como terreno neutral.
—Mira, Hans —dijo la mujer, todavía con una sonrisa pero con voz decidida—. Los dos sabemos lo que queremos. Somos distintos de los demás por nuestras necesidades. Pero yo preciso tener mis cosas cerca, para después; ya sabes, para evitar infecciones y ese tipo de problemas. Confía en mí, Hans, creo que éste podría ser el inicio de una bonita amistad… ¿Vienes o no? La miró un momento y luego dijo, decidido:
—Está bien. Vamos.
El último cubo contenía agua helada. El shock después del agua caliente había dejado a María sin aliento y, durante varios segundos, sin consciencia. Cuando reaccionó, el corazón le latía con mucha fuerza y sentía un dolor intenso en el brazo izquierdo y en el pecho. Sabía que había gente que había muerto de ataques cardíacos en piscinas de agua fría después de haber estado demasiado tiempo en la sauna. Lo que experi mentaba ahora era lo mismo pero multiplicado por cien. El dolor remitió, pero sabía que su corazón no resistiría muchos más contrastes de temperatura. También era consciente de haber perdido más calor corporal. Empezaban a nublársele los pensamientos.
Vitrenko se puso de pie frente a ella. María levantó la vista hacia él y, por un segundo, vio su antigua cara y su pelo rubio. Luego la ilusión se desvaneció; el pelo se le oscureció, la cara se le deformó alrededor de los mismos ojos. El hombre se agachó y le agarró un puñado del pelo corto, teñido de negro, le empujó la cabeza hacia atrás y la obligó a mirarlo.
—¿Cómo te sentías siendo otra, María? —Los ojos esmeralda de Vitrenko brillaban con una intensa frialdad en su nuevo rostro—. Resulta liberador, ¿no? Durante un tiempo te conviertes realmente en la persona que finges ser. Pensabas que habías conocido a Taras Buslenko. Ah, sí, existe, o al menos existió. Igual que tú, Buslenko se lo tomó todo demasiado en serio. Esto es sólo un negocio; pero Buslenko era un bobo joven y ansioso. Un patriota lleno de ideales románticos sobre la Ucrania que podría ser. Y, exactamente igual que tú, convirtió en un asunto personal su misión de encontrarme y matarme. Así que, todo lo que yo te dije… era en realidad él. Volvió a vivir a través de mí. De alguna manera sí que llegaste a conocer al auténtico Buslenko.
¿Qué te ha parecido conocer a un hombre muerto? —Le soltó el pelo y la cabeza de María cayó hacia delante—. Tú también querías matarme, ¿no, María? Lo deseabas tanto que estabas dispuesta a sacrificar tu vida para acabar con la mía. Pero la auténtica María Klee no estaba a la altura de las circunstancias, ¿no es así? Antes tenías que convertirte en otra persona. Y el motivo por el cual tenías que hacerlo es que estabas demasiado destrozada y aterrorizada. Pero ahora te diré una cosa… la antigua María tenía razón. Deberías haber seguido asustada.
—Necesito dormir… —fue lo único que María fue capaz de decir.
—De acuerdo —dijo Vitrenko. Sonrió y de pronto su voz se volvió cálida y amable. Se convirtió en Buslenko otra vez—. Te dejaré dormir, María. Con mantas, para que estés calentita. Fuera de la nevera, abrigada. Te daré una bebida caliente antes de que te duermas. Los códigos de acceso… lo único que me tienes que dar son los códigos de acceso, o decirme dónde están. Entonces, te dejaré salir de aquí para que duermas.
María se dio cuenta de que había dejado de temblar. Empezaba a sentir un poco más de calor, incluso más sueño. Sus párpados de plomo sucumbieron lentamente a la gravedad. Iba a engañar a Vitrenko. Los ojos se le abrieron de golpe cuando él le dio otra bofetada en la cara.
—María… no te duermas. Si te quedas aquí dormida, te morirás. Ahí fuera puedes dormir y vivir. Dame los códigos de acceso.
—He olvidado…
Los ojos de María empezaban a cerrarse de nuevo. Vitrenko se puso a gritar y María pensó vagamente que era así como debían de sonar los insultos en ucraniano.
Sintió que la bota de Vitrenko volvía a estrellarse contra sus costillas, pero estaba demasiado dormida y demasiado lejos de su propia carne como para sentir cualquier dolor.
María cerró los ojos y se durmió.
—Es aquí… —dijo Suzi.
Ella había insistido en que cogieran su coche, lo cual a Oliver le pareció bien porque pensó que se ahorraba que un taxista pudiera identificarlo. Pero también significaba que no tendría una vía rápida de escape. Suzi lo guio escaleras arriba hasta su apartamento. Había un pequeño recibidor con unas cuantas puertas, todas cerradas menos una. La que estaba abierta, advirtió Oliver, daba a un dormitorio.
Esperó a que ella lo hiciera pasar al salón, pero Suzi lo llevó directamente hacia la cama.
—¿Cómo? —Oliver sonrió maliciosamente—. ¿Nada de preliminares? —Observó la habitación. Era sorprendentemente poco personal, casi funcional, lo cual resultaba extraño teniendo en cuenta la fuerte personalidad de Suzi.
—Tal vez un poco de conversación, antes… —dijo la mujer. Se sentó al borde de la cama y dio unos golpecitos a su lado—. Luego, a divertirnos.
Oliver se sentó. Suzi empezaba a molestarle. Siempre se había considerado un depredador, pero ahora era casi como si fuera ella quien llevara el baile. De pronto, la situación le pareció menos atractiva y Oliver se dio cuenta de que le estaban quitando buena parte de su goce. No se había dado cuenta hasta ese momento de que mucho de su placer lo proporcionaba la sensación de poder sobre ellas. Y del horror que les provocaba. El asombro. El pavor.
«No —pensó—. Ahora bailaremos al son de mi música.» Sintió que sucumbía a la rabia. Si la chica no hacía exactamente lo que él quería, le partiría la cara. Ahora no importaban ni ella ni sus necesidades, sino él y las suyas.
—¿Habías hecho esto antes? —le preguntó Suzi. Llevaba el pelo recogido en un moño y se lo deshizo. Tenía un tono rojo glorioso, mucho más intenso que el de Sylvia, la que le despertó el apetito hacía tantos años.
—Claro que lo he hecho —dijo—. Montones de veces. ¿Por qué no te desnudas?
Venga, empecemos.
—Todavía no —dijo Suzi—. Quiero saber si lo has hecho con otras chicas.
—Pues claro, ya te lo he dicho.
—¿Y les gustó?
—Bueno, tal vez no tanto como te gustará a ti. Ellas no lo entendieron.
—¿No querían que lo hicieras, pero tú se lo hiciste igualmente?
—Yo que sé… sí, supongo. ¿Y eso qué más da? —Oliver frunció el ceño. Todo eso le estaba arruinando la velada. ¿Por qué tenía que hablar tanto, la mala puta? La agarró con fuerza por los hombros—. Decías en tu respuesta que era esto lo que querías.
Hagámoslo.
—¿Quieres morderme?
—Sí —dijo Oliver, sin aliento. El deseo y la rabia le dejaban sin oxígeno—.
Voy a
morderte.
—¿Quieres ver cómo sangro y arrancarme la carne de las nalgas? —Suzi se le acercó más. Podía oler su cuerpo, su pelo—. ¿Cómo mordiste a las otras?
—Sí… —Empezó a tirar de su blusa. Vio el bulto de sus pechos. Carne maciza, cálida.
—Todavía no —dijo ella con firmeza, y lo apartó—. Háblame de ellas…
—Les hice daño. —Oliver sintió renacer la furia en su interior—. Les hice mucho, mucho daño, ¡y ahora te lo voy a hacer a ti, puta asquerosa! —le gritó—. No eres más que una coqueta y una zorra, pero ahora te voy a dar una auténtica lección. Te voy a morder y a follar, y si no te estás quieta te mataré a patadas. —Se le echó encima y trató de darle un puñetazo a un lado de la cara.
Pero el golpe no llegó a su objetivo. Sintió un dolor agudo en la parte interior
del
antebrazo, seguido de una agónica explosión en la entrepierna, donde ella le estrelló la rodilla. Su furia se convirtió en confusión, y luego en miedo, cuando se dio cuenta de que ella le había torcido el brazo hasta la espalda y lo estrellaba contra la pared.
Ahora no se podía mover. Tampoco veía demasiado, puesto que tenía la mejilla apretada contra la pared. Oyó otros ruidos; golpes, gritos. La habitación se llenó de figuras oscuras. Iban armados. Sintió otras manos sobre su cuerpo. Esposas. Suzi lo giró sobre sí mismo. Se apartó los gruesos mechones rizados y cobrizos de la cara.
—Y ahora, Hans… ahora te diré mi nombre real, como te había prometido: es Tansu Bakrac. Kommissarin Tansu Bakrac. Y tú, pervertido de mierda, estás detenido.
Mientras lo sacaban del apartamento, Oliver se dio cuenta de que las puertas que daban al recibidor ahora estaban abiertas. Daban a estancias vacías, sin muebles. Era allí donde habían estado esperando los otros policías; por eso ella lo había llevado directamente al dormitorio: todo había sido una farsa. Probablemente habían grabado cada una de las palabras que le dijo desde su encuentro en el hotel.
En el pasillo había otra pareja de policías vestidos de paisano. Por supuesto, Oliver reconoció al más bajito y de pelo oscuro, que ahora lo miraba atónito. Suzi se volvió hacia el agente más alto y rubio, al que Oliver no había visto nunca, y le sonrió.
—Menudo favorcito me pidió…
—¿Qué te ocurre, Benni? —preguntó Fabel mientras Tansu y los agentes uniformados llevaban a Hans a uno de los coches patrulla que esperaban fuera—. Parece que has visto un fantasma.
—Mierda… —dijo Scholz, todavía con expresión incrédula—. Maldita sea…
—¿Qué pasa? —La sonrisa triunfante de Tansu se había convertido en una mueca de preocupación.
—¿No sabéis quién era? Acabáis de arrestar a Herr Doktor Oliver Lüdeke.
—¿El patólogo forense?
—El mismo. Ahora sí que la mierda va a empezar a salpicar por todos lados.
—Claro, un forense… —musitó Fabel—. Un experto en extraer una cantidad precisa de carne humana.