El señor del carnaval (47 page)

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Authors: Craig Russell

Tags: #Policíaco, #Thriller

BOOK: El señor del carnaval
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Estaban sentados en una esquina de la barra y Fabel se sorprendió de que su vaso de
Stange
fuese rellenándose con regularidad de cerveza
Kölsch
sin que tuviera que pedirlo. Sonrió ante aquellas canciones estridentes en un dialecto que no comprendía y se dio cuenta, alegremente, de que probablemente él también estaba borracho.

Tansu estaba sentada a su lado en la barra y cada vez que se inclinaba para decirle algo sentía el calor de su cuerpo.

—Ha dicho Benni que tenías a Andrea bajo sospecha —le
comentó
Tansu—. ¿Cómo?

—Por una combinación de cosas, como lo que dijiste de que la Virgen
Kolsch
suele ser un hombre. El carnaval gira siempre en torno al hecho de convertirse en otro, de sacar lo que tenemos encerrado dentro. Desde el principio vi algo en Andrea que me inquietaba. Cuando estaba en la catedral, de visita, un turista me preguntó si sabía por qué había un rinoceronte en uno de los vitrales. Entre todas aquellas metáforas de la resurrección, es un símbolo de fuerza y de ira justiciera. Fue en eso en lo que se convirtió Andrea. Mataba a esas mujeres porque le recordaban a ella misma como Vera. Mató a Vera como identidad, legalmente, pero luego pasó a matarla una y otra vez físicamente. Y la última pista fue el gran trozo de nalga que le faltaba a Ansgar Hoeffer. A partir de ahí ya no hacía falta ser Sherlock Holmes para deducir el resto.

Dejaron de hablar del caso y Fabel se sintió deslizándose cada vez más en un agradable estado de ebriedad. Cada vez les resultaba más difícil entenderse por encima del ruido del pub, y su conversación se hizo más limitada. Otro grupo del Präsidium de la Policía se acercó a ellos, y el consenso fue que debían ir a otro local.

Fabel advirtió que Scholz desapareció por la puerta del pub acompañado de una bella muchacha disfrazada de monja.

—Simone Schilling —le aclaró Tansu—. Nuestra jefa de forenses.

Fabel se dejó arrastrar fuera del pub hasta la calle por la corriente de cuerpos. Las travesías estaban repletas de juerguistas y de pronto se dio cuenta de que se había quedado separado del grupo de policías y que era arrastrado por un animado mar de fiesteros. El aire nocturno le hacía sentir todavía más ebrio y sintió un poco de su vieja ansiedad ante la posibilidad de perder el control.

—Pensaba que te habíamos perdido… —Se volvió y advirtió a Tansu a su lado—. Creo que será mejor que vayamos a un lugar más tranquilo. Pero antes, hay una tradición de la noche de las mujeres que insisto en reclamar… Exijo un beso.

—Bueno —dijo Fabel, sonriendo— si lo dicta la ley…

Se inclinó hacia delante con la intención de darle a Tansu un casto beso en la mejilla, pero ella le sujetó la cara entre las manos y lo acercó a ella. Sintió que le deslizaba su lengua en la boca.

Capítulo doce

24 28 febrero

1

La luz estaba encendida y María se despertó con frío y dolor. Los escalofríos y el sufrimiento en todo el cuerpo se combinaban como un grupo de cuerda tocando una nota continua, pero de pronto la herida de la cabeza que le había hecho La Nariz con su pistola tomó protagonismo. Por un momento pensó que habían vuelto a encender la refrigeración, pero luego se dio cuenta de que era sólo la reacción de su cuerpo ante los maltratos sufridos. Para María, el frío ya no significaba muerte, sino que todavía era capaz de sentir. Significaba vida.

«Pero me han roto la mente», pensó para sus adentros, serenamente. Sabía que había algo distinto en su manera de pensar; en su manera de sentir, también. Yacía y pensaba en María Klee como si fuera alguien a quien conocía, y no ella misma. Tal vez María Klee hubiese muerto, pero fuera quien fuese, o lo que quedase de ella, estaba decidida a sobrevivir. Sabía, tumbada, herida y destrozada en un almacén vacío, que su única estrategia para resistir era distanciarse de su propia carne: centrar la mente y usar los pocos recursos internos que le quedaban para pensar cómo saldría de aquella situación.

Se levantó a duras penas, abrigándose con la manta, y se acercó a la puerta maciza del almacén refrigerado. Apoyó un lado de la cabeza contra el frío acero, pero era demasiado grueso como para dejar pasar los sonidos de la habitación contigua.

Repasó el circuito de aquella gran nevera de carne en busca de cualquier cosa que le pudiera resultar útil como arma. No había nada. Y aunque hubiera encontrado algo, dudaba de que un arma improvisada le hubiera resultado de utilidad contra La Nariz y su pistola. Regresó al colchón y se sentó, evaluando la situación. La estaban alimentando. Eso significaba que, por alguna razón, Vitrenko la quería con vida, aunque tal vez sólo fuera cosa de días. Se tocó con cuidado la herida inflamada que tenía en la cabeza para recordarse que parecía haber otras consideraciones respecto a su bienestar. Su estatus era de rehén, y no podían haberla mantenido en un entorno más adecuado: no era más que un trozo de carne al que conservaban hasta que pudiera servir de algo más útil.

La siguiente comida se la trajo Olga Sarapenko. La otra, La Nariz. Tal vez se turnaban. Si quería intentar escapar, tendría que concentrarse en la zorra de Sarapenko. María sabía que contra La Nariz no tenía ninguna posibilidad, y ni siquiera en el caso de que estuviese totalmente en forma sabía si estaría a la altura de Olga Sarapenko. Pero si algo había aprendido en todos aquellos años en la Mordkommission era que cualquiera puede matar a otro. No es cuestión de fuerza, lo que cuenta es la intención asesina, no tener límites.

María sabía que, incluso si Vitrenko pretendía usarla como moneda de cambio, no había posibilidad de que la dejara sobrevivir. Y cuando ya no le valiera para satisfacer sus necesidades, la mataría de alguna manera que se ajustara a su perverso sentido de la justicia natural. Sería un asesinato sucio, lento y doloroso. Volvió a concentrarse en su situación inmediata. Huiría de Vitrenko y del destino que tenía planeado para ella, ya fuera liberándose o pereciendo en el intento. Escaparía, en carne o en espíritu.

Su plan empezó a cobrar forma.

Cabía la posibilidad de que en el edificio sólo estuvieran o La Nariz u Olga Sarapenko. La farsa de su operación de vigilancia había jugado a favor suyo. No, eso no era cierto. El ejercicio tuvo otro objetivo: Vitrenko sospechó una traición y puso a Molokov bajo vigilancia electrónica.

La muerte ya planeaba sobre Molokov mucho antes de que María entrara en escena. Vitrenko dijo que la misión de Buslenko había empezado en serio pero luego había sido traicionada. Tal vez Oiga Sarapenko hubiera formado realmente parte de la operación.

No había visto a ningún otro guardia. Cuando Sarapenko o La Nariz le llevaron comida y abrieron la puerta, María no oyó ningún sonido de actividad en el exterior.

Lo peor que podía pasar sería que La Nariz estuviera ahí fuera al entrar Sarapenko.

Pensó y repasó las distintas posibilidades en su cabeza, revisando todas las posibles maneras de derribar a Sarapenko. Ellos debían de estar preparados para casi cualquier cosa; para encontrársela escondida detrás de la puerta, fingiendo estar enferma o muerta, o lanzándoles un ataque repentino. Tenía que pensar en algo extraordinario, inesperado, para cuando Olga Sarapenko entrara con la comida.

María fue amargamente consciente de la ironía que representaba que fuese la comida, aquello que había evitado durante tanto tiempo, lo que ahora le ofrecía la única oportunidad de supervivencia. Pensó en todas las veces que se había provocado el vómito para vaciar su cuerpo de alimentos. En cómo había perfeccionado la técnica.

Fue entonces cuando la idea empezó a tomar forma.

Calculó que le quedaban unas cuatro o cinco horas hasta la siguiente comida.

Debía emplear aquel tiempo con astucia.

2

Fabel parpadeó bajo la luz que dibujaba franjas a través de la habitación, colándose entre los estores de la ventana. Le dolía la cabeza y sentía la boca seca y pastosa. Se incorporó apoyándose en los codos. Estaba solo en una cama ancha y baja. El aire olía a café, pero era un aroma más fuerte e intenso de lo que estaba acostumbrado. Miró el poster que había colgado en la pared de enfrente, de un paisaje que parecía de otro planeta: unas esbeltas torres de roca que culminaban con una piedra cónica más oscura. El sol, del alba o del anochecer, teñía las torres de un tono dorado rojizo y algunas rocas tenían ventanas agujereadas, por lo que daba la impresión de que estaban habitadas por elfos o por alguna raza extraterrestre.

—Capadocia —dijo Tansu, al volver de la cocina. Llevaba un batín de seda que le delataba las curvas—. Las chimeneas encantadas. ¿Has estado alguna vez en Turquía? —Se sentó a un lado de la cama y le puso la taza de café entre las manos.

—Gracias —dijo Fabel—. No, no he estado nunca. Escúchame, Tansu…

Ella sonrió y le puso los dedos en los labios:

—Tómate el café. Te sentirás mejor. ¿Tienes resaca?

—Un poco… No estoy acostumbrado a beber tanto.

—Es lo que tiene el carnaval… te permite soltarte un poco. —Se levantó con decisión—. Voy a ducharme. Coge lo que quieras para desayunar…

—Estoy bien —dijo Fabel—. Será mejor que me ponga en marcha. Estaba pensando que me gustaría comprarle algo a mi hija. Un recuerdo de Colonia.

—¿Estás casado? —le preguntó Tansu, en un tono que sugería que de le daba igual si lo estaba o no.

—Divorciado.

—Tendrás suerte si encuentras algo abierto. Tal vez haya un par de tiendas en Hohestrasse.

El día era frío y claro, lo cual intensificaba un grado o dos las punzadas en la cabeza de Fabel. Cuando llegó al hotel se encontró a todo el personal de recepción con llamativas pelucas pelirrojas y narices postizas. Se permitió la reflexión de viejo cascarrabias de que esta gente no sabía nunca cuándo parar. Quería irse a casa, regresar a Hamburgo. Tenía ganas de hablar con Susanne y dejar atrás todo aquello.

Incluida Tansu. Pero antes tenía que encontrar a María y llevársela con él.

Se duchó y se puso ropa limpia; un jersey de cashmere de cuello vuelto y unos pantalones de pana. La cazadora le olía a tabaco y la colgó fuera del armario para que se aireara, así que se puso el abrigo antes de volver a salir. Trató de llamar a Susanne a la oficina pero, cuando le salió el contestador, decidió no dejar ningún mensaje.

Llamó al móvil de Scholz, pues éste le había dicho que tenían que quedar en el Präsidium y almorzar en la cafetería. Como resultaría difícil encontrar un taxi, Scholz dijo que le mandaría un coche patrulla a recogerlo.

Cuando Fabel llegó al Präsidium, un miembro de seguridad lo acompañó hasta el garaje, donde estaban decorando una enorme estructura sobre ruedas. Scholz estaba enfrascado en una acalorada discusión con un agente uniformado alto y delgado. Al menos, la disputa estaba encendida por la parte de Scholz: el agente de uniforme estaba apoyado en la carroza y asentía cansinamente con la cabeza.

—Maldito carnaval —masculló Scholz cuando saludaba a Fabel—. ¿Qué tal anoche?

Fabel escrutó la expresión de Scholz en busca de algún rastro de sarcasmo. No encontró ninguno y no pudo evitar sentirse aliviado por el hecho de que Scholz hubiera desaparecido antes y no se hubiera enterado de lo ocurrido entre él y Tansu.

—Muy bien. Creo que todos nos merecíamos un poco de fiesta, i Estás preparado para volver a interrogar a Andrea Sandow?

—Antes vamos a comer, ¿no?

Mientras se dirigían hacia el ascensor, Fabel se volvió un momento a mirar la carroza.

—Parece una antigua máquina de guerra medieval. Debajo podrías esconder un ejército. Tal vez deberías haberla llamado «El caballo de Troya».

La sonrisa de Scholz revelaba que la carroza de la Policía de Colonia no admitía chistes.

—Todavía no le hemos sacado nada a Sandow. Prepárate para una tarde infructuosa. De hecho, he conseguido que luego venga un loquero a hacerle una evaluación psiquiátrica.

Se sentaron junto a la ventana de la cafetería. Fabel pidió un café y un bocadillo de jamón, pero le costaba comer. La resaca se le combinaba con una aversión a la carne que había desarrollado en el transcurso del caso. Permanecía junto a la ventana con vistas a la vida ajena de una ciudad desconocida. Todavía tenía ganas de marcharse a casa, pero sabía que volvería a Colonia. Tendría que hacerlo. Era una ciudad que se apoderaba de uno.

—Escúchame, Benni —dijo, finalmente—. He cumplido mi parte del trato: te he ayudado a arrestar a tu caníbal. Ahora te toca a ti. Estoy preocupado por María Klee y necesito que me ayudes a encontrarla. Y olvídate de la necesidad de ser discreto: también hablaré con la Agencia Federal contra el Crimen. Si no la encontramos pronto acabará descubriéndose ante Vitrenko y la matarán.

—Ya estoy en ello. —Scholz sonrió—. Verás, acostumbro a cumplir mis promesas.

He mandado a equipos uniformados a comprobar todos los hoteles. Hice copias de la foto que me diste y les he dicho que podría haberse teñido el pelo de negro.

—Gracias, Benni. Necesito salir yo también a investigar.

—Pero te necesitaré aquí al menos un par de días más, para ayudarme con los interrogatorios de Andrea Sandow. Aunque eso no te robará todo el tiempo, principalmente porque no creo que le saquemos ni una sola palabra. Entre tanto, podemos ir coordinando la búsqueda de María.

Después del almuerzo se dirigieron a la sala de interrogatorios. Llevaron a Andrea Sandow, totalmente limpia de maquillaje y con el pelo peinado severamente hacia atrás. Su cara, limpia de cosméticos, parecía todavía más masculina. Scholz dirigió el interrogatorio, pero Andrea no rompió nunca su silencio y mantuvo la mirada, fija y dura, concentrada en Fabel. Después de veinte infructuosos minutos, lo dejaron.

—Veremos qué dice luego el psiquiatra —dijo Scholz—. Pero debo decir que Andrea parece tener algo contigo. Era como si yo no estuviera.

—Cierto —dijo Fabel—. Me he llevado la impresión de que mi presencia empeoraba las cosas.

—¿Por qué no te tomas el resto de la tarde libre? Pareces bastante acabado después de anoche.

—¿Y María…?

—Para cuando regreses ya me habré puesto al día con los uniformados y sabremos si tenemos alguna pista sobre su paradero —dijo Scholz—. Mientras tanto, trata de descansar. Al fin y al cabo, acabas de resolver tu último caso de asesinato…

Fabel sonrió cansinamente.

—Tal vez tengas razón. Me sentaría bien dormir un poco.

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