El sindicato de policía Yiddish (25 page)

BOOK: El sindicato de policía Yiddish
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—¿Has oído algo alguna vez sobre el hijo de Heskel Shpilman? —dice Landsman, dejando los donuts y la taza de té—. Un chaval llamado Mendel.

Benito se queda de pie, con las manos unidas detrás de la espalda, como un chaval al que llaman para que recite un poema en la escuela.

—A lo largo de los años —dice—. Un par de cosas. Yonqui, ¿no?

Landsman arquea una ceja enmarañada apenas medio centímetro. Uno no contesta a las preguntas de los
shtinkers
, sobre todo a las retóricas.

—Mendel Shpilman —decide Benito—. Lo he visto unas cuantas vez. Un tipo raro. Habla un poco tagalo. Canta una poca canción filipina. ¿Qué pasa? No está muerto, ¿verdad?

Landsman sigue sin decir nada, pero le cae bien Benny Taganes y siempre le parece un poco maleducado atosigarlo. Para cubrir el silencio, coge el
shtekeleh
y le da un bocado. Sigue caliente, y tiene un regusto de vainilla, y la corteza cruje entre sus dientes como el glaseado de caramelo de un cuenco de natillas. Mientras Landsman se lo está metiendo en la boca, Benito lo observa con la frialdad calculadora de un director de orquesta que le está haciendo una prueba a un flautista.

—Está bueno, Benny.

—No me insulte, detective, se lo ruego.

—Lo siento.

—Ya sé que es bueno.

—El mejor.

—No hay nada en su vida que se le acerque.

Eso es tan sencillamente cierto que el sentimiento hace aflorar un reguero de lágrimas a los ojos de Landsman, que se come otro donut para disimular.

—Alguien estaba buscando a ese
yid
—dice Benito con su yiddish áspero y fluido—. Hace dos, tres meses. Un par de tipos.

—¿Los viste tú?

Benito se encoge de hombros. Nunca le ha revelado a Landsman sus tácticas ni sus operaciones, los primos y los sobrinos y la red de sub-
shtinkers
que trabajan para él.

—Alguien los vio —dice—. Puede que fuera yo.

—¿Eran sombreros negros?

Benito reflexiona sobre la pregunta durante un rato y Landsman nota que le inquieta de una forma científica, casi placentera. Después niega con la cabeza de forma lenta y firme.

—Sombreros negros no —dice—. Pero barbas sí.

—¿Barbas? ¿Qué quieres decir, que eran religiosos?


Yarmulkes
pequeños. Barbas cortas. Jóvenes.

—¿Rusos? ¿Acentos?

—Si alguien me ha hablado de esos jóvenes, el que me lo contó no me dijo nada de acentos. Si los vi yo mismo, entonces lo siento, no me acuerdo. Eh, ¿qué pasa, por qué no está usted apuntando esto, detective?

En los primeros tiempos de su colaboración, Landsman hacía grandes alardes de tomarse la información de Benito muy en serio. Ahora saca su cuaderno y garabatea un par de líneas, solamente para mantener feliz al rey de los donuts. No está seguro de qué pensar de esos dos o tres judíos jóvenes y pulcros, religiosos pero sin sombreros negros.

—¿Y qué estaban buscando exactamente, por favor? —dice.

—Paraderos. Información.

—¿Y la consiguieron?

—No en Mabuhay Donuts. No de un Taganes.

A Benito le suena el
shoyfer
, lo abre y se lo lleva a la oreja. Toda dureza abandona las líneas que le rodean la boca. Su cara se vuelve ahora como su mirada, suave y rebosante de sentimiento. Se pone a parlotear cariñosamente en tagalo. Landsman capta el sonido parecido a un mugido de su propio apellido.

—¿Cómo está Olivia? —pregunta Landsman en cuanto Benito cierra su teléfono y vierte un metro de yeso frío en el molde de su cara.

—No puede comer —dice Benito—. Se le acabaron los
shtekelehs
.

—Qué lástima.

Han acabado. Landsman se levanta, devuelve el cuaderno al bolsillo y se come el último bocado. Se siente más fuerte y más contento de lo que ha estado durante semanas, o tal vez meses. La muerte de Mendel Shpilman tiene algo, una historia a la que aferrarse, y eso le está sacudiendo de encima el polvo y las arañas. O tal vez es el donut. Se dirigen a la puerta, pero Benito le pone una mano en el brazo a Landsman.

—¿Por qué no me pregunta usted nada más, detective?

—¿Qué te gustaría que te preguntase? —Landsman frunce el ceño y luego da con una pregunta vacilante—. ¿Tal vez tú también te has enterado de algo hoy? ¿Algo procedente de la isla de Verbov?

Cuesta imaginarlo, pero no es inconcebible que el rumor del enfado de los
verbovers
por la visita de Landsman al rabino haya llegado a oídos de Benito.

—¿La isla de Verbov? No, otra cosa. ¿Sigue usted investigando lo de Zilberblat?

Viktor Zilberblat es uno de los once casos pendientes que se supone que Landsman y Berko tendrían que estar resolviendo con efectividad. A Zilberblat lo mataron a puñaladas el marzo pasado delante de la taberna de Hofbrau, en el Nachtasyl, el viejo barrio alemán, a unas cuantas manzanas de aquí. El cuchillo era pequeño y poco afilado, y el asesinato tenía un aire de improvisación.

—Alguien ha visto al hermano —dice Benito Taganes—. Rafi. Rondando por ahí.

A nadie le entristeció ver muerto a Viktor, y mucho menos a su hermano, Rafael. Viktor había maltratado a Rafael, lo había engañado, humillado y se había quedado con su dinero y con su mujer. Después de la muerte de Viktor, Rafael se marchó de la ciudad con paradero desconocido. Las pruebas que vinculan a Rafael con el cuchillo son, en el mejor de los casos, poco concluyentes. Dos testigos no muy de fiar lo situaron a sesenta kilómetros del Nachtasyl durante un par de horas antes y después de la hora probable del asesinato de su hermano. Pero Rafi Zilberblat tiene unos antecedentes policiales largos y monótonos, y las cosas le van a ir muy bien, reflexiona Landsman, a la vista de la rebaja de los requisitos de pruebas que implica la nueva estrategia del departamento.

—Rondando ¿por dónde? —dice Landsman.

La información es como un trago de café negro. Se sorprende a sí mismo retorciéndose alrededor de la libertad de Rafael Zilberblat como una serpiente de cincuenta kilos.

—La tienda Big Macher, ahora está cerrada, en Granite Creek. Alguien lo ha visto rondando por allí. Llevando cosas. Una lata de propano. Tal vez está viviendo dentro de la tienda vacía.

—Gracias, Benny —dice Landsman—. Lo comprobaré.

Landsman hace el gesto de salir del apartamento. Benito Taganes lo agarra de la manga. Le alisa el cuello del abrigo a Landsman con una mano paternal. Le limpia las migas de azúcar de canela.

—La mujer de usted —dice—. ¿Está aquí otra vez?

—En toda su gloria.

—Una mujer simpática. Benny le manda saludos.

—Le diré que te visite.

—No, no le diga nada. —Benny sonríe—. Ahora ella es su jefa.

—Siempre fue mi jefa —dice Landsman—. Simplemente ahora es oficial.

La sonrisa se desvanece y Landsman aparta la mirada del espectáculo de los ojos afligidos de Benito Taganes. La mujer de Benito es una mujercilla sin voz y sombría, pero en sus buenos tiempos la señorita Olivia se comportaba como si fuera jefa de medio mundo.

—Mejor para usted —dice Benito—. Le hace falta.

21

Landsman se pone un cargador extra de munición en el cinturón y conduce hasta el norte de la ciudad, más allá de Halibut Point, donde la ciudad empieza a desvanecerse y el agua se adentra en la tierra y se pone a palparla como si fuera el brazo de un policía. Saliendo de la carretera de Ickes, las ruinas de un centro comercial marcan el fin del sueño del Sitka judío. El impulso de llenar hasta el último espacio vacío de aquí a Yakovy con los judíos del mundo se agotó en este aparcamiento. El Estatus Permanente no llegó nunca, ni tampoco se produjo la entrada de carne judía nueva procedente de los rincones amargos y los callejones oscuros de la diáspora. Las urbanizaciones proyectadas siguen siendo simples líneas sobre el papel azul que llena un cajón de acero.

La tienda de la cadena Big Macher de Granite Creek murió hace unos dos años. Las puertas están cerradas con una cadena y a lo largo de su flanco sin ventanas donde una vez hubo el nombre de la tienda escrito en yiddish y en caracteres romanos, solamente queda una sucesión críptica de agujeros y puntos de ficha de dominó, un braille del fracaso.

Landsman deja su coche en la mediana y cruza andando el vacío gigantesco y congelado del aparcamiento en dirección a la puerta principal. Aquí no hay tanta nieve amontonada como en las calles del centro de la ciudad. El cielo está despejado y es de color gris pálido, con rayas de un gris más oscuro estilo piel de tigre. Landsman suelta un soplido contrariado mientras desfila hacia las puertas de cristal, que tienen los picaportes inmovilizados como si fueran brazos con un trozo colgante de cadena encauchada en azul. Landsman trae la idea de llamar a las puertas sosteniendo la insignia en alto y haciendo vibrar su actitud a modo de campo de fuerza, y de que ese galgo sigiloso de hombre que es Rafi Zilberblat va a salir dócil y parpadeando a la luz deslumbrante de la nieve.

La primera bala ennegrece el aire de al lado de la oreja derecha de Landsman como un moscardón zumbante. Él no sabe que es una bala hasta que oye, o recuerda haber oído, un estallido amortiguado y luego un estruendo de cristales. Para entonces ya está cayendo boca abajo sobre la nieve, echándose boca abajo en el suelo, donde la siguiente bala encuentra su nuca y le quema como un reguero de gasolina tocado por una cerilla. Landsman saca como puede su
sholem
, pero tiene una telaraña en la cabeza o por encima de la cara, y le afecta una parálisis de pesar. Su plan no era un plan ni era nada, y resulta que le ha salido mal. Tampoco tenía nada previsto por si le salía mal. Nadie sabe dónde está salvo Benito Taganes, con su mirada de melaza y su silencio casi universal. Landsman va a morir en un aparcamiento desolado en los márgenes del mundo. Cierra los ojos. Cuando los abre, la telaraña se ha vuelto más densa y en ella centellea una especie de rocío. Pasos en la nieve, más de una persona. Landsman levanta su pistola y apunta a través de las ristras centelleantes de lo que sea que va mal en su cabeza. Dispara.

Hay un grito de dolor, femenino, un jadeo, y luego la mujer le desea a Landsman un cáncer de testículos. La nieve llena las orejas de Landsman y se le funde por el cuello del abrigo y cogote abajo. Alguien le quita la pistola y trata de incorporarlo a rastras. Palomitas de maíz en el aliento. Landsman se incorpora dando tumbos y la venda que le está tapando los ojos se disipa un poco. Ahora puede ver el hocico bigotudo de Rafi Zilberblat, y junto a las puertas del Big Macher, a una rubia de bote regordeta y tirada de espaldas a quien la vida se le está escapando del vientre sobre la nieve roja y humeante. Y un par de pistolas, una de ellas en la mano de Zilberblat y apuntando a la cabeza de Landsman. Al ver el brillo de la automática se disipa la telaraña de pesar y remordimientos de Landsman. El olor a palomitas, procedente del interior de la tienda abandonada, altera su percepción del olor a sangre y le saca la dulzura. Landsman agacha la cabeza y suelta su Smith & Wesson.

Zilberblat estaba tirando con tanta fuerza de la pistola que cuando Landsman abre la mano, el otro se cae de espaldas sobre la nieve. Landsman trepa encima de Zilberblat. Ahora está limitándose a actuar, sin un solo pensamiento en la cabeza. Arranca su
sholem
de la mano del otro y le da la vuelta, y el mundo aprieta el gatillo de todas sus pistolas. A Zilberblat le crece un cuerno de sangre en la coronilla. Ahora las telarañas las tiene Landsman en los oídos. Lo único que oye es el aliento en el fondo de su propia garganta y los latidos de su sangre.

Durante un instante una paz extraña se abre como un paraguas dentro de Landsman mientras se pone a horcajadas encima del hombre al que acaba de matar, con las rodillas ardiendo en la nieve. Todavía conserva la suficiente presencia de ánimo como para entender que esa tranquilidad no es necesariamente una buena señal. Luego las dudas se empiezan a agolpar en torno a la conciencia del desastre que acaba de provocar, como peatones juntándose alrededor de un suicida que se ha tirado desde una cornisa. Landsman se pone de pie tambaleándose. Ve las vísceras sobre su abrigo, los jirones de cerebro, un diente.

Dos seres humanos muertos sobre la nieve. El olor a palomitas, un hedor mantecoso a pies, le abruma.

Mientras está ocupado soltando la papilla sobre la nieve, otro hombre sale de la tienda Big Macher. Un joven con hocico de rata y zancadas largas. A Landsman todavía le queda la agudeza suficiente para identificarlo como a un Zilberblat. Este Zilberblat tiene los brazos levantados y una expresión frenética en la cara. Las manos vacías. Pero cuando ve a Landsman sangrando y vomitando a cuatro patas, abandona su proyecto de rendirse. Coge la automática que hay tirada en el suelo junto a los despojos de su hermano. Landsman se escora hasta incorporarse y el reguero de fuego que tiene en la parte de atrás de la cabeza se inflama. Siente que el suelo cede bajo sus pies y luego se produce una negrura rugiente.

Después de morir, se despierta tirado boca abajo en la nieve. No nota la nieve que tiene en la mejilla. El pitido salvaje de sus oídos ha desaparecido. Se encorva hasta quedar sentado. La sangre de su nuca ha esparcido rododendros por la nieve. El hombre y la mujer a los que disparó no se han movido, pero no hay rastro del joven Zilberblat que tal vez lo ha disparado a él y lo ha matado, o tal vez no. Con una claridad de pensamiento repentina, y una sospecha cada vez mayor de que se ha olvidado de morirse, Landsman se palpa la ropa. Le han desaparecido el reloj, la cartera, las llaves del coche, el móvil, la pistola y la placa. A continuación busca con la mirada su coche aparcado a lo lejos, junto a la carretera de entrada. Cuando ve que su Super Sport no está, sabe que sigue vivo, porque solamente la vida le podría ofrecer un panorama tan amargo.

—Otro puto Zilberblat —dice—. Y todos son así.

Tiene frío. Considera la posibilidad de entrar en el Big Macher, pero el hedor a palomitas lo mantiene a raya. Aparta la vista de las puertas bostezantes y levanta la mirada hacia lo alto de la colina y las montañas que hay detrás, negras de tantos árboles. Luego se sienta sobre la nieve. Al cabo de un rato se tumba. Se está caliente y cómodo, y huele a polvo fresco, así que cierra los ojos y se queda dormido, encogido en su pequeño y acogedor agujero oscuro en la pared del hotel Zamenhof. Y por una vez en su vida, la claustrofobia no le molesta, ni una pizca.

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