El sindicato de policía Yiddish (43 page)

BOOK: El sindicato de policía Yiddish
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El tío Hertz se sirve otro trago de
slivovitz
, lo lleva hasta la mesa y se sienta.

—Empezad por el principio —dice.

—El principio es un yonqui muerto en mi hotel.

—Ajá.

—Lo has estado siguiendo.

—Algo he oído por la radio —dice el anciano—. Y tal vez también he leído algo en el periódico. —Siempre echa a los periódicos la culpa de las cosas que sabe—. Era el hijo de Heskel Shpilman. En el que tenían tantas esperanzas puestas cuando era niño.

—Lo asesinaron —dice Landsman—. Pese a lo que puedas haber leído. Y cuando murió, se estaba escondiendo. Lleva escondiéndose, de una cosa u otra, durante la mayor parte de su vida, pero cuando murió, creo que estaba intentando dar esquinazo a unos hombres de quienes se había escapado. Pude seguir el rastro de sus movimientos hasta el aeródromo de Yakovy en abril del año pasado. Allí apareció el día antes de la muerte de Naomi.

—¿Esto tiene algo que ver con Naomi?

—Esos hombres que estaban buscando a Shpilman, y que suponemos que lo mataron, el pasado abril contrataron a Naomi para que llevara al tipo en avioneta a una granja que dirigen, y que se supone que es una especie de centro de rehabilitación para chavales con problemas. En el estrecho de Peril. Pero cuando llegó allí, al tipo le entró el pánico. Quiso marcharse. Acudió a Naomi en busca de ayuda y ella lo sacó de allí en secreto y lo llevó en avioneta de vuelta a la civilización. A Yakovy. Ella murió al día siguiente.

—¿El estrecho de Peril? —dice el anciano—. ¿O sea, que eran nativos? ¿Me estás diciendo que a Mendel Shpilman lo mataron unos
indios
?

—No —dice Berko—. Esos hombres que tienen el centro de desintoxicación para jóvenes, a unos mil acres bien buenos al norte de la aldea que hay allí, y parece que el sitio ha sido construido con dinero de judíos americanos, esa gente que lo dirige son
yids
. Por lo que creemos, el sitio es una tapadera de su verdadera operación.

—¿Y cuál es la verdadera? ¿Cultivar marihuana?

—Bueno, para empezar tienen un rebaño de vacas lecheras Ayrshire —dice Berko—. Tal vez un centenar de cabezas.

—Eso para empezar.

—Y, además, parece que dirigen una especie de centro de entrenamiento paramilitar. Su líder podría ser un anciano, un judío. Wilfred Dick pudo verlo cuando estuvo allí. Sea quien sea, parece tener vínculos con los
verbovers
, o por lo menos con Aryeh Baronshteyn. Pero no sabemos por qué ni de qué clase.

—Allí también había un americano —dice Landsman—. Llegó en avioneta para reunirse con Baronshteyn y con esos otros judíos misteriosos. Todos parecían un poco preocupados por el americano. Parecían pensar que tal vez no estaba contento con ellos o con cómo estaban llevando las cosas.

El anciano se levanta de la mesa y va hasta un cuchitril que separa sus comidas del sitio donde duerme. De una cava de puros saca uno y lo hace rodar entre las palmas de las manos. Lo hace rodar durante largo rato, hacia un lado y hacia otro, hasta que parece desaparecer por completo de sus pensamientos.

—Odio los enigmas —dice por fin.

—Ya lo sabemos —dice Berko.

—Ya lo sabéis.

El tío Hertz se pasa el puro en una y otra dirección bajo la nariz, inhalando profundamente, con los ojos cerrados, regodeándose no solamente en el olor, le parece a Landsman, sino también en el frescor de la hoja bien lisa contra la carne de sus fosas nasales.

—Esta es mi primera pregunta —dice el tío Hertz, abriendo los ojos—. Y tal vez la única.

Ellos esperan la pregunta mientras él corta la punta del puro, se lo coloca en sus labios estrechos y los mueve hacia arriba y hacia abajo.

—¿De qué color eran las vacas? —dice.

36

—Había una que era roja —dice Berko, despacio, un poco a regañadientes, como si se hubiera perdido el momento en que la moneda desaparecía a pesar de haber estado mirando fijamente las manos del mago.

—¿Toda roja? —dice el anciano—. ¿Roja de los cuernos a la cola?

—Estaba disfrazada —dice Berko—. La habían pintado con espray de una especie de pigmento blanco. No se me ocurre ninguna razón para querer hacer eso más que si hay algo en ella que uno quiere esconder. Como por ejemplo que la vaca sea, ya sabes. —Hace una mueca—. Sin mácula.

—Oh, por el amor de Dios —dice el anciano.

—¿Quién es esa gente, tío Hertz? Tú lo sabes, ¿verdad?

—¿Quién es esa gente? —dice Hertz Shemets—. Son
yids
.
Yids
que tienen un plan. Y ya sé que es una tautología.

Parece incapaz de decidirse a encender su puro. Lo deja, lo vuelve a recoger y lo deja otra vez. A Landsman le da la impresión de que está sopesando un secreto que está bien enrollado en el interior de su hoja de venas oscuras. Un rumbo de acción, un complejo intercambio de piezas.

—Muy bien —dice Hertz por fin—. He mentido: aquí va otra pregunta para vosotros. Meyer, tal vez te acuerdes de un
yid
, cuando eras niño, que solía ir al Club de Ajedrez Einstein. Solía hacer bromas contigo y a ti te caía bien. Un
yid
llamado Litvak.

—Vi a Alter Litvak el otro día —dice Landsman—. En el Einstein.

—¿En serio?

—Ha perdido la voz.

—Sí, tuvo un accidente, el volante le aplastó la garganta. Su mujer se mató. Fue en el bulevar Roosevelt, donde plantaron todos aquellos cerezos negros. El único que no se murió, ese fue el árbol contra el que chocaron. El único cerezo negro de todo el distrito de Sitka.

—Me acuerdo de cuando plantaron aquellos árboles —dice Landsman—. Para la Exposición Universal.

—No te me pongas nostálgico —dice el anciano—. Dios sabe que ya he tenido bastante de judíos nostálgicos, empezando por mí mismo. Nunca verás a un indio nostálgico.

—Eso es porque los esconden cuando se enteran de que tú vienes —dice Berko—. A las mujeres y a los indios nostálgicos. Cállate y háblanos de Litvak.

—Solía trabajar para mí —dice Hertz—. Durante muchos, muchos años.

Su tono se vuelve inexpresivo y a Landsman le sorprende ver que su tío está enfadado. Como todos los Shemets, Hertz heredó un muy mal genio, pero le fue más bien mal para su trabajo, así que en un momento dado tuvo que acabar con él.

—¿Alter Litvak era agente federal? —dice Landsman.

—No. Eso no. El hombre no ha cobrado un sueldo oficial del gobierno, por lo que yo sé, desde que lo licenciaron con honores del ejército americano hace treinta y cinco años.

—¿Por qué estás tan furioso con él? —dice Berko mirando a su padre a través de las ranuras de farol de sus ojos.

A Hertz le sobresalta la pregunta, pero intenta ocultarlo.

—Yo nunca me pongo furioso —dice—. Salvo contigo, hijo. —Sonríe—. Así que sigue yendo al Einstein. No lo sabía. Siempre fue más jugador de cartas que
patzer
. Se le daban mejor los juegos que favorecen el farol. El engaño. El ocultamiento.

Landsman recuerda a la pareja de jóvenes de aspecto rudo a quienes Litvak presentó como sus resobrinos. Había uno de ellos en el bosque del estrecho de Peril, ahora se da cuenta, al volante del Ford Caudillo que tenía la sombra en el asiento de atrás. La sombra de un hombre que no quería que Landsman lo mirara a la cara.

—Estaba allí —le dice Landsman a Berko—. En el estrecho de Peril. Era el hombre misterioso del coche.

—¿Qué hizo Litvak para ti? —dice Berko—. ¿Durante todos esos muchos, muchos años?

Hertz vacila, mira primero a Berko, luego a Landsman y por fin de nuevo al primero.

—Un poco de esto y un poco de aquello. Todo de forma no oficial. Tenía una serie de habilidades útiles. Es posible que Alter Litvak fuera el hombre con más talento que he conocido. Entiende los sistemas y el control. Es paciente y metódico. Antes era increíblemente fuerte. Buen piloto y mecánico con formación. Tenía una orientación maravillosa. Muy eficaz como profesor. Como entrenador. Mierda.

Baja la vista con expresión vagamente asombrada para mirar las mitades del puro que acaba de partir, una en cada mano. Las deja sobre su plato de manchas de salsa y extiende una servilleta sobre la prueba de su emoción.

—El
yid
me traicionó —dice—. Me vendió a ese periodista. Se pasó años recogiendo pruebas contra mí y luego se las dio todas a Brennan.

—¿Y por qué hizo eso? —dice Berko—. Si era tu
yid

—De verdad que no sé la respuesta. —Hertz niega con la cabeza, odiando los enigmas y enfrentado con este durante el resto de su vida—. Dinero, tal vez, aunque yo nunca vi que fuera algo que le interesara. Ciertamente, no por sus creencias. Litvak no tiene creencias. Cero convicciones. Cero lealtad salvo hacia los hombres que lo sirven a él. Él vio adónde iban las cosas cuando estos tipos que hay ahora conquistaron Washington. Supo que yo estaba acabado antes incluso de que yo lo supiera. Supongo que decidió que era el momento oportuno. Tal vez se cansó de trabajar para mí y quería quedarse con mi puesto. Incluso después de que los americanos se libraran de mí y cerraran sus operaciones oficiales, seguían necesitando a un hombre en Sitka. Y por lo que pagaban la verdad es que no podían encontrar a nadie mejor que Litvak. Tal vez simplemente se cansó de perder conmigo al ajedrez. Tal vez vio la posibilidad de vencerme y la aprovechó. Pero nunca fue mi
yid
. El Estatus Permanente nunca significó nada para él. Ni tampoco, estoy seguro, la causa para la que está trabajando ahora.

—La vaquilla roja —dice Berko.

—Entonces la idea, perdonadme —dice Landsman—, pero explicádmelo otra vez. Vale, yo tengo una vaquilla roja sin un solo defecto. Y de alguna forma, la consigo llevar a Jerusalén.

—Entonces la matas —dice Berko—. Y la quemas hasta no dejar más que cenizas, y luego haces una pasta con las cenizas y con ella embadurnas un poco a tus sacerdotes. De otra forma, no pueden entrar en el Santuario, en el Templo, porque no son puros. —Mira a su padre en busca de aprobación—. ¿Es así?

—Más o menos.

—Vale, pero esto es lo que no entiendo. ¿No hay… cómo se llama…? —dice Landsman—. La mezquita esa. En la colina donde antes estaba el Templo, ¿no?

—No es una mezquita, Meyerle. Es un santuario —dice Hertz—. Qubbat As-Sajra. La Cúpula de la Roca. El tercer lugar más sagrado del islam. Construido en el siglo séptimo por Abd al-Malik, en el lugar exacto donde habían estado los dos Templos de los Judíos. El lugar adonde Abraham fue a sacrificar a Isaac, donde Jacob vio la escalera que ascendía hasta el cielo. El ombligo del mundo. Sí. Si quisieras reconstruir el Templo y volver a instituir los viejos rituales, como forma de acelerar la venida del Mesías, entonces tendrías que hacer algo con la Cúpula de la Roca. Te estorba.

—Bombas —dice Berko con indiferencia exagerada—. Explosivos. ¿Es una de las cosas que hace Alter Litvak?

—Demoliciones —dice el anciano. Echa mano de su copa, pero ya no hay nada—. Sí, el
yid
es un experto.

Landsman se aparta de la mesa y se pone de pie. Coge su sombrero de la puerta.

—Tenemos que volver —dice—. Tenemos que hablar con alguien. Se lo tenemos que decir a Bina.

Abre su teléfono, pero tan lejos de Sitka no hay señal. Va al teléfono que hay en la pared, pero el número de Bina lo manda directamente al buzón de voz.

—Tienes que encontrar a Alter Litvak —le dice—. Encuéntralo y retenlo y no lo dejes marchar.

Cuando se vuelve hacia la mesa, ve a padre e hijo todavía sentados a ella. Berko le está haciendo alguna pregunta intensa a Hertz Shemets sin decirle nada. Berko tiene las manos dobladas en el regazo como un niño que se porta bien, y si mantiene los dedos entrelazados es solamente para evitar que representen alguna clase de travesura o daño. Al cabo de un intervalo que a Landsman le parece un rato muy largo, el tío Hertz baja la vista.

—La sinagoga de Saint Cyril —dice Berko—. Los disturbios.

—Los disturbios de Saint Cyril —admite Hertz Shemets.

—Maldita sea.

—Berko…

—¡Maldita sea! Los indios siempre
dijeron
que la habían volado los judíos.

—Tienes que entender la presión que estábamos soportando —dice Hertz— por entonces.

—Oh, lo entiendo —dice Berko—. Créeme. Los malabarismos. La delgada línea.

—Esos judíos, esos fanáticos, la gente que se mudaba a las zonas en disputa. Estaban poniendo en peligro la situación del distrito entero. Confirmando los peores miedos de los americanos sobre lo que haríamos si nos concedían el Estatus Permanente.

—Ajá —dice Berko—. Sí. Vale. ¿Y qué me dices de mamá? ¿Ella también estaba poniendo en peligro el distrito?

Entonces el tío Hertz habla, o, mejor dicho, el viento emerge de sus pulmones a través de las puertas de sus dientes de una forma que se parece al habla humana. Se mira el regazo y vuelve a hacer el mismo ruido, y Landsman se da cuenta de que está diciendo que lo siente. Hablando un idioma que no le han enseñado nunca.

—¿Sabes? Creo que lo he sabido siempre —dice Berko levantándose de la mesa. Coge su abrigo y su gorro del gancho—. Porque nunca me caíste bien. Ya desde el primer minuto, cabrón. Vamos, Meyer.

Landsman sigue a su compañero al exterior. Cuando está saliendo, se tiene que apartar de en medio para que Berko vuelva a entrar. Berko tira a un lado su gorro y su abrigo. Se da dos golpes en la cabeza, con las dos manos a la vez. Luego aplasta una esfera invisible, más o menos del tamaño del cráneo de su padre, entre sus dedos extendidos.

—Llevo toda la vida intentándolo —dice por fin—. ¡O sea, joder, mírame! —Se arranca el solideo de la parte de atrás de la cabeza y lo sostiene en alto, contemplándolo con horror repentino como si fuera la carne de su cuero cabelludo. Lo arroja en dirección al anciano. El solideo golpea a Hertz en la nariz y cae en el mismo montón donde están la servilleta, el puro roto y la salsa de arce—. ¡Mira esta mierda! —Se agarra la pechera de la camisa y la abre de un tirón provocando un desparrame de botones. Deja al descubierto el panel blanco y feo de su chal de oración con flecos, como si fuera el chaleco antibalas más endeble del mundo, su Kevlar blanco sagrado, decorado con una raya de azul criatura marina—. Odio esta puta mierda. —Se pasa el chal por la cabeza, se lo saca con un movimiento de los hombros y lo tira, lo cual lo deja con una simple camiseta blanca de algodón—. Todos los malditos días de mi vida me levanto por la mañana y me pongo esta mierda y finjo que soy algo que no soy. Algo que no seré nunca. Por
ti
.

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