El sindicato de policía Yiddish (41 page)

BOOK: El sindicato de policía Yiddish
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—Cuando se restaure el
Templo
—dice Landsman, pensando en Buchbinder el dentista y en su museo loco—. ¿Eso es después de que venga el Mesías?

—Hay gente —dice Berko lentamente, empezando a entender lo que Landsman está empezando a entender— que dice que el Mesías se esperará a que se reconstruya el Templo. Y a que se restaure el culto en el altar. Sacrificios de sangre, sacerdotes, todo el rollo ese de los cantos y los bailes.

—Así que si consiguieras una vaquilla roja, digamos, y tuvieras todas las herramientas listas, por ejemplo, y todos los sombreros raros y demás cosas, y si, hum, si construyeras el Templo… ¿básicamente podrías
obligar
al Mesías a venir?

—No es que yo sea un hombre religioso, Dios lo sabe —interviene Dick—, pero me siento obligado a señalar que el Mesías
ya vino
, y vosotros lo matasteis al muy hijo de puta, cabrones.

Oyen una voz humana a lo lejos, amplificada por un altavoz y que habla el extraño hebreo del desierto. Al oírla, a Landsman le da un vuelco el corazón y da un paso hacia la camioneta.

—Salgamos de aquí —dice—. He pasado algún tiempo con esos tipos y tengo la poderosa sensación de que no son muy amables.

Cuando vuelven a estar a salvo en la camioneta, Dick arranca el motor pero mantiene el vehículo en punto muerto con el freno puesto. Permanecen ahí sentados, llenando la cabina de humo de cigarrillos. Landsman le gorrea a Dick uno de sus pitillos de tabaco negro y se ve obligado a admitir que es un buen ejemplo del oficio de quien lo ha liado.

—Voy a poner la directa y a decir esto, Willie —dice Landsman después de fumarse el Nat Sherman hasta la mitad—. Y me gustaría ver cómo intentas negarlo.

—Haré lo que pueda.

—De camino a aquí, veníamos hablando, y tú has aludido a cierta cantidad de… eh… olores que venían de este lugar.

—¿Ah, sí?

—Una peste a dinero, dijiste.

—Hay dinero detrás de estos vaqueros, de eso no cabe duda.

—Pero desde la primera vez que oí hablar de este sitio, hay algo que no ha parado de darme vueltas en la cabeza. Ahora creo haber visto la mayor parte de la operación. Desde el letrero que hay en el muelle de hidroaviones hasta estas vacas. Y todavía me da más vueltas en la cabeza.

—¿Y qué es?

—O sea, lo siento, no me importa cuánto dinero vayan tirando por ahí. Me creo que un miembro de tu consejo tribal pueda aceptar un soborno de un judío de vez en cuando. Los negocios son los negocios, un dólar es un dólar, y etcétera. Quién sabe, yo he oído afirmar que el flujo de fondos ilegales que cruza la Línea Divisoria en ambas direcciones es lo más parecido que los judíos y los indios van a conseguir nunca a la paz, el amor y el entendimiento.

—Qué tierno.

—Obviamente, estos judíos, sea lo que sea lo que están haciendo, no quieren compartir la noticia con los demás judíos. Y el distrito es como una casa con demasiada gente donde no hay bastantes dormitorios. Todo el mundo conoce la vida de todo el mundo. En Sitka nadie tiene secretos, no es más que un gran
shtetl
. Si tienes un secreto, lo lógico es intentar esconderlo aquí.

—Pero…

—Pero con peste o sin ella, con negocios o sin ellos, lo siento, es imposible que los tlingit permitan nunca que un puñado de judíos venga aquí, al corazón de los territorios
indianer
, y construya todo esto. No me importa cuánta guita judía corra de mano en mano.

—Me estás diciendo que ni siquiera los indios somos tan cobardes y degenerados como para darle esa clase de punto de apoyo a nuestro peor enemigo.

—Digamos que los judíos somos los conspiradores más malvados del mundo y que dirigimos el mundo desde nuestras bases secretas en el lado oscuro de la luna. Pero hasta nosotros tenemos nuestras limitaciones. ¿Te gusta más eso?

—No te lo voy a discutir.

—Los indios nunca lo permitirían a menos que esperaran a cambio una recompensa muy grande. Grande de verdad. Tan grande como el distrito, por ejemplo.

—Por ejemplo —dice Dick, con una voz que suena incómoda.

—Yo pensaba que la participación americana en todo esto era el canal que alguien ha usado para hacer desaparecer el expediente del choque de Naomi. Pero ningún judío podría garantizar nunca una recompensa tan grande.

—Jersey de pingüinos —dice Berko—. Él arregla las cosas para que los indios se queden con el distrito bajo soberanía nativa cuando nosotros nos hayamos marchado. Y a cambio de eso, los indios ayudan a los
verbovers
y a sus amigos a instalar su pequeña granja lechera secreta aquí arriba.

—Pero ¿qué saca de eso jersey de pingüinos? —dice Landsman—. ¿Qué gana Estados Unidos?

—Acabas de llegar a un lugar de gran oscuridad, Hermano Landsman —dice Dick, poniendo la camioneta en marcha—. En el que me temo que vas a tener que entrar sin Wilfred Dick.

—Odio decir esto, primo —le dice Landsman a Berko poniéndole una mano sobre el hombro—, pero creo que vamos a tener que ir al Lugar de la Masacre.

—Me cago en la puta —dice Berko en americano.

35

A sesenta y ocho kilómetros al sur de las afueras de Sitka, una casa construida a base de tablones reciclados y tejas grises se tambalea sobre dos docenas de pilones encima de un cenagal. Una ciénaga anónima, atestada de osos y propensa a las flatulencias de metano. Un cementerio de botes de remos, aparejos de pesca, camionetas y, en algún lugar de sus profundidades, una docena de cazadores de pieles rusos con sus perros-soldado aleutianos. En un extremo del cenagal, entrando en el bosque, una magnífica casa larga tradicional tlingit está siendo desmantelada por las zarzas y el garrote del diablo. En el otro extremo se extiende una playa pedregosa, donde hay disperso un millar de piedras negras sobre las cuales un pueblo antiguo labró formas de animales y estrellas. Fue en esa playa, en 1854, donde esos doce
promyshlennikis
y aleutianos a las órdenes de Yevgeny Simonof encontraron su final sangriento a manos de un jefe tlingit llamado Kohklux. Más de un siglo más tarde, la tataranieta del Jefe Kohklux, la señora Pullman, se convirtió en la segunda mujer india de un jugador de ajedrez judío de metro sesenta y cinco y jefe de espías llamado Hertz Shemets.

En el ajedrez, igual que en los asuntos secretos de Estado, el tío Hertz era famoso por su sentido del tiempo, por un exceso de prudencia y una tediosa dilatación de los preparativos. Leía a sus oponentes, hacía un estudio fatídico de los mismos. Buscaba el patrón de debilidad, el complejo sin resolver, el tic. Durante veinticinco años dirigió una campaña secreta contra la gente del otro lado de la Línea Divisoria, intentando debilitar su control de los territorios
indianer
, y en ese tiempo se volvió una autoridad reconocida sobre su cultura y su historia. Aprendió a saborear el idioma tlingit, con sus vocales de caramelo y sus consonantes para masticarlas. Emprendió una profunda investigación de la fragancia y el peso de las mujeres tlingit.

Después de casarse con la señora Pullman (nadie llamaba a la mujer, que en paz descanse, señora Shemets), Shemets se empezó a interesar por la victoria de su tatarabuelo sobre Simonof. Se pasaba horas en la biblioteca de Bronfman, estudiando mapas de la era zarista. Anotó entrevistas llevadas a cabo por misioneros metodistas con viejas tlingit de noventa y nueve años que habían sido niñas de seis cuando los martillos de guerra se pusieron a trabajar sobre todos aquellos duros cráneos rusos. Y descubrió que en el estudio llevado a cabo por el Servicio Geológico americano en 1949, el que fijó las fronteras finales del distrito de Sitka, el Lugar de la Masacre había sido incluido de alguna forma en territorio tlingit. Aunque se encuentra al oeste de la sierra de Baranof, el Lugar de la Masacre pertenece legalmente a los nativos, un emblema verde de cultura india pintado en el lado judío de la isla de Baranof. Cuando Hertz descubrió aquella equivocación, hizo que la madrastra de Berko comprara aquellas tierras con dinero —tal como documentaría más tarde Dennis Brennan— cogido de su fondo para sobornos de la
COINTELPRO
. Y en ellas construyó su casa de patas arácnidas. Y así es como, al morir la señora Pullman, Hertz Shemets heredó el Lugar de la Masacre de Simonof. Lo declaró la reserva india más espantosa del mundo, y a sí mismo el indio más espantoso del mundo.

—Gilipollas —dice Berko con menos rencor del que habría esperado Landsman, contemplando la morada destartalada de su padre a través del parabrisas del Super Sport.

—¿Cuándo fue la última vez que lo viste?

Berko se gira hacia su compañero con los ojos en blanco, como si estuviera registrando un archivo interno en busca de alguna pregunta que necesitara una respuesta menos larga.

—Déjame que te pregunte una cosa, Meyer. Si tú fueras yo, ¿cuándo habría sido la última vez que lo viste?

Landsman aparca el Super Sport detrás del Buick Roadmaster del anciano, una bestia de color azul manchado de barro, con paneles de madera falsa y un adhesivo que anuncia, en yiddish y en americano, «
EL MUNDIALMENTE FAMOSO LUGAR DE LA MASACRE DE SIMONOF Y LA GENUINA CASA LARGA TLINGIT
». Aunque la atracción para visitantes lleva un tiempo difunta, el adhesivo está nuevo y reluciente. Sigue habiendo una docena de cartones de ellos amontonados en la casa larga.

—Dame una pista —dice Landsman.

—Chistes sobre prepucios.

—Ah, ya.

—Hasta el último chiste sobre prepucios que ha existido nunca.

—No tenía ni idea de que hubiera tantos —dice Landsman—. Fue una experiencia educativa.

—Vamos —dice Berko, saliendo del coche—. Terminemos de una vez con esto.

Landsman echa un vistazo a la mole de la Genuina Casa Larga, perdida en la espesura reseca de zarzamoras y garrotes del diablo, una ruina pintada de colores chillones. Hertz Shemets la construyó con la ayuda de dos cuñados indios suyos, su sobrino Meyer y su hijo Berko un verano después de que el chico se fuera a vivir a la calle Adler. La construyó para divertirse, sin ninguna idea de convertirla en la atracción turística para visitantes de paso en que intentó convertirla sin éxito después de su destitución. Aquel verano Berko tenía quince años y Landsman veinte. El niño trabajó hasta la última superficie de su personalidad para conformarla a la curvatura de la de Landsman. Dedicó dos meses largos a la tarea de entrenarse para manejar una sierra eléctrica Skilsaw tal como lo hacía Landsman, con un
papiros
colgando del labio y el humo escociéndole en los ojos. Para entonces Landsman ya estaba decidido a hacer los exámenes de entrada en la policía, y aquel verano Berko declaró que él quería hacer lo mismo, aunque si Landsman se hubiera puesto a decir que quería convertirse en una moscarda, Berko habría encontrado una forma de que le gustara la mierda.

Como la mayoría de los policías, Landsman navega con doble casco para protegerse de la tragedia y estabilizarse contra los bandazos y las tormentas. De lo que tiene que preocuparse es de los bajíos, de las fisuras apenas visibles, de las pequeñas desviaciones de fuerza de torsión. El recuerdo de aquel verano, por ejemplo, o la idea de que ya hace tiempo que ha agotado la paciencia de un chaval que en el pasado habría esperado un millar de años para pasar una hora con él disparando a latas apoyadas en una cerca con un rifle de aire comprimido. La imagen de la Casa Larga rompe una faceta diminuta pero que todavía estaba intacta del corazón de Landsman. Todas las cosas que construyeron, durante su breve estancia en esta esquina del mapa, disueltas entre las matas de zarzamoras y el olvido.

—Berko —dice mientras avanzan haciendo crujir el suelo por el barro medio congelado de la reserva india más espantosa del mundo. Coge a su primo del codo—. Siento haber sido un desastre total.

—No hace falta que te disculpes —dice Berko—. No es culpa tuya.

—Ya estoy bien. Vuelvo a ser yo —dice Landsman, y en ese momento sus palabras le parecen ciertas—. No sé cómo ha pasado. Tal vez ha sido la hipotermia. O meterme en todo este rollo con Shpilman. O dejar la bebida. Pero vuelvo a ser el que era.

—Ajá.

—¿A ti no te lo parece?

—Claro. —Berko podría estar mostrándose de acuerdo con un niño o con un chiflado. O podría no estar de acuerdo en absoluto—. Tienes buena pinta.

—Un refrendo categórico.

—No quiero hablar de esto ahora, no te importa, ¿verdad? Solamente quiero entrar ahí, aporrear al viejo con nuestras preguntas y volver a casa con Ester-Malke y los niños. Te parece bien, ¿no?

—Está bien, Berko. Claro.

—Gracias.

Caminan pesadamente por una nieve fangosa y congelada, por zonas irregulares de grava, por charcos helados, cada uno de ellos recubierto de una fina piel de tambor de hielo. Una escalera de dibujos animados, astillada, bamboleante, que lleva a una puerta delantera de cedro descolorido por la acción de los elementos. La puerta cuelga torcida, toscamente acondicionada para el invierno con gruesas tiras de caucho.

—Cuando dices que no es culpa mía… —empieza a decir Landsman.

—¡Joder! Tengo que mear.

—Lo que estás insinuando es que crees que estoy loco. Mentalmente enfermo. No responsable de mis actos.

—Voy a llamar a esta puerta.

Llama un par de veces, lo bastante fuerte como para poner en peligro las bisagras.

—Que no estoy en condiciones de llevar placa —dice Landsman, deseando de corazón ser capaz de dejar el tema—. En otras palabras.

—La llamada la hizo tu ex mujer, no yo.

—Pero tú no estás en desacuerdo.

—¿Qué sé yo de enfermedades mentales? —dice Berko—. No es a mí a quien han detenido por correr desnudo por los bosques, a tres horas de casa, después de sacarle los sesos a un hombre con un somier de hierro.

Hertz Shemets sale a abrir, con un afeitado tan reciente como un par de gotitas de sangre. Lleva un traje gris de franela por encima de una camisa blanca y una corbata de color amapola. Huele a vitamina B, a espray de almidón y a pescado ahumado. Es más diminuto que nunca y se tambalea como un hombre de madera apoyado en un bastón.

—Muchachote —le dice a Landsman rompiendo varios huesos de la mano de su sobrino.

—Tienes buen aspecto, tío Hertz —dice Landsman.

Ahora que lo tiene más cerca, ve que el traje está desgastado en los codos y las rodillas. La corbata da testimonio de alguna sopa comida en el pasado y ha sido anudada por entre las solapas blandas no de una camisa, sino de una camisa de pijama blanca metida a toda prisa por dentro de la cintura de los pantalones. Pero Landsman no es quien para criticar. Lleva su traje de emergencia, desprendido de la ranura del fondo de su maletero y alisado de cualquier modo, un traje negro de viscosilla y mezcla de lana con unos botones dorados que pretenden parecer monedas romanas. Se lo cogió prestado una vez, para un funeral al que recordó en el último minuto que tenía planeado asistir, a un jugador poco afortunado que se llamaba Gluksman. El traje se las apaña para parecer al mismo tiempo funerario y chillón, tiene unas arrugas feroces y huele al maletero de un Detroit.

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