El sindicato de policía Yiddish (51 page)

BOOK: El sindicato de policía Yiddish
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—No van a aceptar a nadie que no tenga papeles.

—Ah, sí —dice Landsman—. Esa es la otra cosa que quiero.

—Está usted hablando de muchos papeles, detective Landsman.

—Pide usted mucho silencio.

—Créame que sí —dice Cashdollar.

Cashdollar examina a Landsman durante un par de largos segundos y Landsman deduce de cierta actitud de alerta en los ojos del hombre, de su mirada expectante, que Cashdollar lleva una pistola escondida encima y que está sintiendo cierto picor en el dedo a juego con ella. Hay formas de mantener la boca de Landsman cerrada más directas que comprar su silencio con un arma y un puñado de documentos. Cashdollar se levanta de la silla y la devuelve con cuidado a su sitio debajo de la mesa. Hace el gesto de meterse el pulgar entre los dientes pero cambia de opinión.

—¿Me puede devolver mis Kleenex, por favor?

Landsman le lanza el paquete, pero le sale el tiro torcido y Cashdollar no acierta a cogerlo. El paquete de Kleenex cae con un plaf dentro de la caja de galletas rancias y aterriza sobre una zona reluciente de mermelada roja. La furia abre un resquicio en la mirada plácida de Cashdollar, a través del cual se pueden ver sombras prohibidas de monstruos y aversiones. «Lo último que quiere —recuerda Landsman— es que haya líos de ninguna clase.» Cashdollar saca un Kleenex del paquete con las puntas de los dedos y lo usa para secarlo, luego devuelve el resto a la seguridad de su bolsillo derecho. Se vuelve a pasar el botón de más abajo de su jersey por el ojal, y en el breve tirón de la cintura de lana sobre la cadera, Landsman divisa el bulto del
sholem
.

—Su compañero —le dice a Landsman— tiene mucho que perder. Muchísimo. Y su ex mujer también. Y es algo que los dos saben muy bien. Tal vez sea hora de que llegue usted a la misma conclusión sobre usted mismo.

Landsman reflexiona sobre las cosas que le quedan por perder: un sombrero porkpie. Un ajedrez de viaje y una Polaroid de un Mesías muerto. Un mapa de demarcaciones de Sitka, profano, improvisado, enciclopédico, escenas de crímenes y antros inmundos y matas de zarzamora, impresos en las circunvoluciones de su cerebro. Una niebla invernal que envuelve el corazón como si fuera una manta, tardes de invierno que se prolongan sin fin como discusiones entre judíos. Fantasmas de la Rusia imperial trazados en la cúpula de bulbo de la catedral de San Miguel y de Varsovia en el bamboleo y los gestos de serrucho de un violinista de café. Canales, barcas de pesca, islas, perros callejeros, fábricas de conservas, restaurantes kosher sin carne. La marquesina de neón del Baranof Theatre reflejada en el asfalto mojado, colores diluyéndose como acuarelas mientras sales de un pase de
El corazón de las tinieblas
de Welles, que acabas de ver por tercera vez, cogido del brazo de la chica de tus sueños.

—A la mierda lo que está escrito —dice Landsman—. ¿Sabe qué? —De repente se siente harto de
ganefs
y de profetas, de pistolas y de sacrificios y del infinito peso gangsteril de Dios. Está cansado de oír hablar de la Tierra Prometida y del derramamiento inevitable de sangre que se necesita para su redención—. No me importa lo que está escrito. No me importa lo que supuestamente se le prometió a un idiota con sandalias cuya fama se basa en el hecho de que estaba dispuesto a degollar a su hijo por una idea descabellada. Me importan un pimiento las vaquillas rojas y los patriarcas y las plagas de langostas. Un puñado de huesos viejos en la arena. Mi patria la llevo en mi sombrero. Está en el bolso de mi ex mujer.

Se sienta. Se enciende otro cigarrillo.

—Váyase a la mierda —concluye Landsman—. Y que se vaya a la mierda también Jesucristo, era un mariquita.

—Punto en boca, Landsman —dice Cashdollar en voz baja, haciendo un gesto que imita el acto de darle la vuelta a una llave en el agujero de su boca.

42

Cuando Landsman sale del Edificio Ickes y se encaja el sombrero en la cabeza vaciada, descubre que el mundo ha navegado hasta adentrarse en un banco de niebla. La noche es una sustancia fría y pegajosa que se le condensa en forma de gotas en las mangas del abrigo. La plaza Korczak es un cuenco lleno de niebla luminosa, manchado aquí y allí por las pisadas de patas de animales de las farolas de sodio. Medio ciego y calado de frío hasta los huesos, camina con dificultad por la calle Monastir hasta la calle Berlevi y luego a la calle Max Nordau, con calambres en la espalda y migraña y una punzada de dolor agudo en la dignidad. El espacio recientemente ocupado por su mente susurra como la niebla en sus oídos y zumba como un banco de tubos fluorescentes. Tiene la sensación de estar sufriendo un tinnitus del alma.

Cuando entra arrastrándose en el vestíbulo del Zamenhof, Tenenboym le entrega dos cartas. Una es del comité, que le informa de que la audiencia por su conducta en relación con las muertes de Zilberblat y Flederman ha sido programada para la mañana siguiente a las nueve. La otra es una comunicación de la nueva propietaria del hotel. Una tal señora Robin Navin del grupo hotelero Joyce/Generali le ha escrito para informar a Landsman de que se avecinan cambios emocionantes para el Zamenhof en los meses siguientes, que se darán a conocer el primero de enero en el Luxington Parc de Sitka. Parte de esa emoción general emana del hecho de que a Landsman se le ha cancelado el contrato mensual de alquiler, con fecha efectiva del primero de diciembre. Todas las casillas de detrás del mostrador de recepción contienen sobres blancos y alargados, todos ellos encajados en el mismo ángulo fatídico hacia la izquierda en papel acanalado de ochenta gramos. Salvo la casilla etiquetada como 208. En esa no hay nada.

—¿No se ha enterado de nada de lo que ha pasado? —dice Tenenboym después de que Landsman regrese de su viaje epistolar al futuro resplandeciente y gentil del hotel Zamenhof.

—Lo he visto por televisión —dice Landsman, aunque el recuerdo le parece de segunda mano, empañado, un constructo que sus interrogadores le han implantado a base de preguntar sin parar.

—Al principio han dicho que era un error —dice Tenenboym con un palillo dorado meciéndose en una comisura de su boca—. Que unos árabes estaban fabricando bombas en un túnel situado debajo del Monte del Templo. Luego han dicho que ha sido deliberado. Que estaban luchando unos contra otros.

—¿Suníes y chiíes?

—Puede ser. Que alguien no ha tenido suficiente cuidado con un lanzacohetes.

—¿Sirios y egipcios?

—Los que sean. Ha salido el presidente diciendo que tal vez van a intervenir. Que es una ciudad santa para todo el mundo.

—Sí que ha ido rápido —dice Landsman.

El único correo que tiene es una postal que anuncia un gran descuento por hacerse miembro vitalicio de un gimnasio en el que Landsman estuvo haciendo ejercicio durante unos meses antes de su divorcio. Por aquella época se le sugirió que el ejercicio podía irle bien para su estado de ánimo. Fue una buena sugerencia. Landsman no se acuerda de si resultó ser correcta o no. La postal muestra a un judío gordo a la izquierda y a un judío delgado a la derecha. El judío de la izquierda está demacrado, insomne, anquilosado, desgreñado, tiene unas mejillas que parecen dos cucharadas de crema agria y unos ojillos mezquinos y luminosos. El judío de la derecha es esbelto, está bronceado y tiene la barba bien cortada y se le ve relajado y lleno de confianza. Se parece mucho a uno de los jóvenes de Litvak. El judío del futuro, piensa Landsman. La postal lleva a cabo la afirmación inverosímil de que el judío de la izquierda y el judío de la derecha son la misma persona.

—¿Ha visto a la gente de aquí salir a las calles? —dice Tenenboym, cuyo palillo dorado hace clic-clic contra un premolar—. ¿En televisión?

Landsman dice que no con la cabeza.

—Me imagino que estarían bailando.

—Y menudos bailes. Desmayos. Llanto. Un orgasmo multitudinario.

—No me cuente eso antes de comer, se lo suplico, Tenenboym.

—Bendiciendo a los árabes por pelear entre ellos. Bendiciendo el recuerdo de Mahoma.

—Eso parece cruel.

—Uno de esos sombreros negros ha salido diciendo que se va a trasladar a la Tierra de Israel y así conseguirá un buen asiento para cuando aparezca el Mesías. —Se saca el palillo de la boca, examina la punta en busca de señales de un tesoro y lo devuelve a su sitio, decepcionado—. Si me preguntan a mí, yo metería a todos esos chiflados en un avión enorme y los mandaría a todos allí a hacer puñetas, mal rayo los parta.

—¿Eso dice usted, Tenenboym?

—Pilotaría yo mismo el avión.

Landsman vuelve a meter la carta del grupo hotelero Joyce/ Generali en su sobre y se la pasa por encima del mostrador a Tenenboym.

—Tire eso por mí, ¿quiere?

—Tiene usted treinta días, detective —dice Tenenboym—. Encontrará algo.

—Pues claro que sí —dice Landsman—. Todos encontraremos algo.

—A menos que algo nos encuentre primero, ¿verdad?

—¿Y qué me dice de usted? ¿Van a dejarle conservar su trabajo?

—Mi situación está pendiente de revisión.

—Eso parece buena señal.

—O mala.

—Una de dos.

Landsman coge el
elevatoro
hasta el quinto piso. Recorre el pasillo, con el abrigo enganchado de un dedo doblado sobre el hombro y aflojándose la corbata con la otra mano. La puerta de su habitación silba su sencilla canción: cinco-cero-cinco. No significa nada. Luces en la niebla. Tres números arábigos. Inventados en la India, en realidad, igual que el juego del ajedrez, pero diseminados por los árabes. Suníes, chiíes, sirios, egipcios. Landsman se pregunta cuánto tiempo tardarán las diversas facciones que luchan en Palestina en darse cuenta de que ninguna de ellas ha sido responsable del ataque. Un día o dos, tal vez una semana. Lo bastante como para que la confusión total se asiente, Litvak coloque a sus chicos en sus puestos y Cashdollar mande el apoyo aéreo. Y antes de que uno se dé cuenta, Tenenboym estará trabajando como encargado de noche del Luxington Parc de Jerusalén.

Landsman se mete en la cama y saca su ajedrez de bolsillo. Su atención revolotea a lo largo de las líneas de fuerza y salta de cuadrado en cuadrado en busca del asesino de Mendel Shpilman y Naomi Landsman. Landsman descubre, para su sorpresa y alivio, que ya sabe quién es el asesino: se trata del físico nacido en Suiza, ganador del premio Nobel y jugador mediocre de ajedrez Albert Einstein. Einstein con su pelo parecido a una niebla y su enorme jersey-chaqueta y sus ojos como túneles que se hundían en las profundidades del mismo tiempo. Landsman persigue a Albert Einstein por el hielo blanco como la leche y blanco como la tiza, saltando de un cuadrado a otro en sombras, a través de tableros relativistas de culpabilidad y expiación, a través de la tierra imaginaria de los pingüinos y los esquimales que los judíos nunca consiguieron acabar de heredar.

Su sueño mueve un caballo, y con fervor característico, su hermana pequeña Naomi empieza a explicarle a Landsman la famosa teoría einsteiniana del Eterno Retorno del Judío y cómo solamente se puede explicar en términos del Eterno Exilio del Judío, una prueba que el gran hombre dedujo de observar el balanceo del ala de una avioneta y los movimientos de un penacho oscuro de humo que se elevaba de la ladera de una montaña nevada. El sueño da a luz a otros sueños lentos como icebergs, y el hielo emite un zumbido y un brillo fluorescente. En un momento dado, el zumbido que ha atormentado a Landsman y a su gente desde el amanecer de los tiempos, y que algunos han confundido insensatamente con la voz de Dios, se queda atrapado en las ventanas de la habitación 505 como la luz del sol en el corazón de un iceberg.

Landsman abre los ojos. Por los resquicios de las persianas de lamas, la luz del día zumba como una mosca atrapada. Naomi vuelve a estar muerta, y ese tonto de Einstein es inocente de todas las fechorías del caso Shpilman. Landsman no sabe nada en absoluto. Nota un dolor en el abdomen que al principio confunde con pena antes de decidir, un momento más tarde, que lo que siente en realidad es hambre. El deseo, de hecho, de comer col rellena. Mira la hora en su
shoyfer
, pero se le ha muerto la batería. El encargado de día le informa, cuando Landsman llama a recepción, de que son las 9.09 de la mañana del jueves. ¡Col rellena! Todos los miércoles por la noche hay noche rumana en el Vorsht, y a la mañana siguiente a la señora Kalushiner siempre le quedan algunas sobras. La vieja bruja sirve el mejor
sarmali
de todo Sitka. Ligero y denso al mismo tiempo, cambiando la salsa agridulce por el chile, todo regado con crema agria y rematado con ramitos de eneldo fresco. Landsman se afeita y se pone el mismo traje contrahecho y una corbata que descuelga del pomo de la puerta. Está listo para consumir su peso en
sarmali
. Pero cuando baja al vestíbulo, echa un vistazo al reloj que hay encima de las casillas del correo y se da cuenta de que llega nueve minutos tarde a su audiencia ante el comité de inspección.

Para cuando Landsman llega pataleando como un perro sobre baldosas mojadas al final del pasillo del barracón de la administración y a la habitación 102, lo hace veintidós minutos tarde. Y no encuentra nada más que una larga mesa chapada con cinco sillas, una para cada miembro del comité de inspección, y a su oficial al mando, sentada en el borde de la mesa, con las piernas colgando, cruzadas a la altura de los tobillos, con sus zapatos de salón de punta afilada dirigido directamente al corazón de Landsman. Las cinco enormes sillas de cuero de respaldo alto están vacías.

Bina tiene un aspecto desastroso y al mismo tiempo increíblemente atractivo. Lleva el traje de color marrón gaviota arrugado y mal abotonado. Su pelo parece estar recogido en la nuca con una pajita de plástico de refresco. Las medias le han desaparecido hace tiempo, y sus piernas están desnudas y moteadas de pecas de color claro. Landsman recuerda con un extraño placer cómo ella destrozaba las medias en las que se le había hecho una carrera, rompiéndolas hasta convertirlas en una borla de furia antes de tirarlas a la basura.

—Deja de mirarme las piernas —dice ella—. Para ya, Meyer. Mírame a la cara.

Landsman obedece y mira fijamente las bocas de cañón de la mirada de cañón doble de ella.

—Me he dormido —dice—. Lo siento. Me retuvieron veinticuatro horas y para cuando…

—A mí me han retenido treinta y una horas —dice ella—. Acabo de salir.

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