Read El sindicato de policía Yiddish Online
Authors: Michael Chabon
Landsman sale de la cama. El descontento se aglomera como un rayo globular en el ajedrez que tiene en el bolsillo de su abrigo. Lo abre y lo contempla y piensa: hay algo que no vi en la habitación. No, no hay nada que no viera. Pero si hubo algo, ya debe de haber desaparecido. Pero es que no hay nada que no viera. Pero debía de haber algo.
Sus pensamientos son una aguja de tatuador que dibuja con tinta un as de picas. Son un tornado que pasa una y otra vez por encima de la misma puñetera caravana aplastada. Se estrechan y se oscurecen hasta describir un círculo negro y diminuto, el agujero de la nuca de Mendel Shpilman.
Recrea la escena con la imaginación, tal como la vio la noche en que Tenenboym llamó a su puerta. La extensión pecosa de la espalda desnuda. Los calzoncillos blancos. La máscara rota de los ojos, la mano derecha caída de la cama para barrer el suelo con los dedos. El ajedrez sobre la mesilla de noche.
Landsman coloca el tablero en la mesilla de noche de Bina, bajo la luz pálida y tenue de la lámpara, que es de porcelana amarilla y tiene una margarita grande y amarilla en la pantalla verde. Las blancas mirando hacia la pared. Las negras —Shpilman, Landsman—, mirando al centro de la habitación
Tal vez sea el ambiente al mismo tiempo familiar y extraño, el marco pintado de la cama, la lámpara de margaritas, las margaritas del papel de pared o la cajonera en cuyo cajón de arriba ella solía guardar su diafragma. O tal vez sean los restos de endorfinas que le quedan en el flujo sanguíneo. Pero mientras está contemplando el tablero, mientras contempla un tablero, por primera vez en su vida se siente bien. De hecho, nota una sensación agradable. El estar ahí de pie, moviendo las piezas con la cabeza, parece ralentizar o por lo menos desplazar la aguja que le está entintando la mancha negra de la cabeza. Se concentra en la coronación de b8. ¿Y si uno cambiara ese peón por un alfil, una torre, una reina o un caballo?
Landsman coge una silla para ocupar el lugar de las blancas en la partida, para sentarse con la imaginación para una partida amistosa con Shpilman. Hay una silla frente al escritorio, pintada haciendo juego con la cama de color verde margarita, en el rincón de la habitación de Bina. Está justo donde estaría el escritorio plegable en relación con la cama en la habitación de Shpilman en el Zamenhof. Landsman se sienta despacio en la silla verde, sin apartar la vista del tablero.
Un caballo, decide. Y luego las negras tienen que mover el peón de d7, pero ¿adónde? Decide terminar la partida, no por ninguna triste esperanza de que eso pueda llevarle hasta el asesino, sino porque de repente necesita de verdad terminar la partida. Y entonces, como si el asiento estuviera cableado para administrarle una descarga eléctrica, Landsman se pone de pie de un salto. Levanta bruscamente con una sola mano la silla verde. Cuatro muescas redondas en la moqueta blanca de pelo corto, débiles pero claras.
Siempre dio por sentado que Shpilman, tal como le informaron todos los empleados de recepción, nunca recibía visitas, que la partida que dejó atrás era una simple forma de solitario de ajedrez jugada de memoria, sacada de las páginas de
Trescientas partidas de ajedrez
, tal vez enfrentándose a sí mismo. Pero si Shpilman tuvo un visitante, tal vez ese visitante cogió una silla para sentarse al otro lado del tablero de su oponente. Al otro lado del ajedrez de cartón de su víctima. Y esa silla de
patzer
fantasma habría dejado muescas en la moqueta. A estas alturas ya se habrían desvanecido o alguien habría pasado el aspirador por encima. Pero puede que todavía fueran visibles en alguna de las fotografías de Shpringer, guardada en alguna caja de algún almacén del laboratorio forense.
Landsman se pone los pantalones, se abotona la camisa y se anuda la corbata. Coge su abrigo de la puerta y, llevando sus zapatos en la mano, va a arropar con las sábanas a Bina. Cuando se inclina para apagar la lámpara de la mesilla de noche, del bolsillo del abrigo se le cae un rectángulo de cartulina. Es la postal que ha recibido del gimnasio que antes frecuentaba, con su oferta de un carnet de socio vitalicio que sirve para los próximos dos meses. Examina el lado satinado de la postal, con su judío encantado. Antes, después. Gordo, delgado. Empiece aquí, termine allí. Sabio, feliz. Caos, orden. Exilio, patria. Antes, un pulcro diagrama en un libro, con su cuadrícula meticulosamente tachada en los cuadrados negros y anotada como una página del Talmud. Después, un viejo tablero maltrecho con un inhalador Vicks en el b8.
Entonces Landsman lo siente. Una mano posada sobre la de él, dos grados más cálida de lo normal. Una aceleración, un despliegue como el de un estandarte en sus pensamientos. Antes y después. El contacto de Mendel Shpilman, húmedo, electrizante, transmitiendo alguna clase de extraña bendición sobre Landsman. Y después nada más que el aire frío del dormitorio de infancia de Bina Gelbfish. La vagina en flor de O’Keeffe en la pared. El Shnapish de peluche mustio sobre un estante, junto al reloj de pulsera y los cigarrillos de Bina. Y Bina, sentada en la cama, apoyada en un codo, mirándolo, más o menos igual que miraba a aquellos niños ir a por aquella desventurada piñata en forma de pingüino.
—Todavía haces eso de silbar —dice ella—. Cuando estás pensando. Como Oscar Peterson pero sin piano.
—Mierda —dice Landsman.
—¿Qué, Meyer?
—¡Bina! —Es Guryeh Gelbfish, esa vieja marmota silbadora, desde el otro lado del pasillo. A Landsman le sobreviene momentáneamente un terror antiguo—. ¿Quién hay ahí contigo?
—¡Nadie, papá, vete a dormir! —Y bajando la voz, ella repite—: ¿Meyer, qué?
Landsman se sienta en el borde de la cama. Antes, después. La exaltación del acto de entender, después el pesar sin fin del acto de entender.
—Ya sé qué clase de pistola mató a Mendel Shpilman —dice.
—Muy bien —dice Bina.
—No era una partida de ajedrez —dice Landsman al cabo de un momento—. Lo que había en el tablero de la habitación de Shpilman. Era un
problema
. Ahora resulta obvio, tendría que haberlo visto, con lo rara que era la colocación de las piezas. Aquella noche alguien vino a ver a Shpilman, y Shpilman le planteó un problema. Uno difícil. —Mueve las piezas de su ajedrez de bolsillo, cogiéndolas con seguridad, con pulso firme—. Las blancas están a punto de coronar a un peón, fíjate. Y él quiere que corone un caballo. Eso se llama coronar a la baja, porque lo normal es que quieras una reina. Con un caballo aquí, él cree que tiene tres formas distintas de llegar al mate. Pero es una equivocación, porque deja a las negras, que eran Mendel, una vía para alargar la partida. Si tienes las blancas, no debes hacer caso de lo más obvio. Te limitas a hacer un movimiento tonto, aquí en c2. Al principio ni siquiera lo ves. Pero después de hacerlo, cada movimiento que hacen las negras lleva directamente al mate. No pueden moverse sin condenarse a sí mismas. No tienen buenos movimientos.
—No tienen buenos movimientos —dice Bina.
—A eso lo llaman
Zugzwang
—dice Landsman—. «Obligación de mover.» Quiere decir que a las negras les iría mejor si pudieran simplemente pasar.
—Pero no se puede pasar, ¿verdad? Hay que hacer algo, ¿no?
—Exacto —dice Landsman—. Aunque sepas que solo te va a llevar a que te hagan jaque mate.
Landsman puede ver que todo empieza a significar algo para ella, no como evidencia o prueba de un problema de ajedrez, sino como parte de la historia de un crimen. Un crimen cometido contra un hombre que se encontró con que ya no le quedaban buenos movimientos.
—¿Cómo haces eso? —dice ella, incapaz de reprimir por completo un leve asombro por aquella demostración de agilidad mental por parte de él—. ¿Cómo obtienes la solución?
—La verdad es que la he
visto
—dice Landsman—, pero en el mismo momento no sabía que la estaba viendo. Ha sido una foto de «después», en realidad la foto
equivocada
, de la foto de «antes» de la habitación de Shpilman. Un tablero donde las blancas tenían tres caballos. Pero los juegos de ajedrez no vienen con tres caballos. Así que a veces hay que usar otra cosa para representar esa pieza que no tienes.
—¿Como un penique? ¿O una bala?
—Cualquier cosa que uno lleve en el bolsillo —dice Landsman—. Como un inhalador Vicks.
—La razón de que nunca progresaras en el ajedrez, Meyerle, es que no odias lo bastante el hecho de perder.
Hertz Shemets, fugado del hospital con una fea herida superficial y ese olor a caldo de cebolla y a jabón de gaulteria típico del General de Sitka, está tumbado en el sofá de la sala de estar de su hijo, con las flacas espinillas sobresaliendo del pijama como dos fideos sin cocer. Ester-Malke tiene una entrada para el enorme sillón de cuero de brazos de Berko, mientras que Bina y Landsman ocupan las localidades baratas, un taburete plegable y la otomana de cuero del sillón de brazos. Ester-Malke parece soñolienta y confusa, encorvada dentro de su albornoz, manoseando con la mano izquierda algo que lleva en el bolsillo y que Landsman supone que es la prueba de embarazo de la semana pasada. Bina lleva la camisa por fuera y el pelo hecho un desastre: la impresión que produce recuerda a arbustos, a alguna clase de seto decorativo. La cara de Landsman reflejada en el espejo del entrepaño es un impasto de sombras y caspa. Solamente Berko Shemets es capaz de resultar elegante a esta hora de la madrugada, apoyado en la mesilla del café que hay junto al sofá, vestido con un pijama de color gris rinoceronte, con la raya y los dobladillos pulcramente planchados y con sus iniciales bordadas en el bolsillo en crewel de color gris ratón. Bien peinado y con las mejillas eternamente inocentes de barba o de cuchilla.
—La verdad es que prefiero perder —dice Landsman—. Para ser sinceros. Si empiezo a ganar, me entran sospechas.
—Yo lo odio. Y sobre todo odiaba perder con tu padre. —La voz del tío Hertz es un graznido amargo, la voz de su propia tíaabuela llamando desde el otro lado de la tumba o del Vistula. Tiene sed, está cansado, compungido y dolorido, ya que ha rechazado cualquier medicación más fuerte que una aspirina. El interior de su cabeza tiene que estar retumbándole como un portazo del capó de un coche—. Pero perder con Alter Litvak es casi igual de malo.
Los párpados del tío Hertz le tiemblan y luego se posan sobre sus ojos. Bina da un par de palmadas y los ojos se abren de golpe.
—Habla, Hertz —dice Bina—. Antes de que el cansancio te haga entrar en coma o algo parecido. Tú conocías a Shpilman.
—Sí —dice Hertz. Sus párpados amoratados tienen el lustre venoso del cuarzo púrpura o del ala de una mariposa—. Yo lo conocía.
—¿Cómo lo conociste? ¿En el Einstein?
Empieza a asentir, pero luego inclina la cabeza a un lado y cambia de opinión.
—Lo conocí cuando era niño. Pero no lo reconocí cuando lo volví a ver. Había cambiado demasiado. De niño era gordo. De mayor, no. Era flaco. Un yonqui. Empezó a frecuentar el Einstein, a jugar al ajedrez por dinero para drogas. Yo lo veía allí. Frank. No era el
patzer
de costumbre. De vez en cuando, no lo sé, yo perdía cinco o diez dólares con él.
—¿Y eso lo odiabas? —dice Ester-Malke, y aunque no sabe nada de nada de Shpilman, parece haberse anticipado a la respuesta de él o haberla adivinado.
—No —dice su suegro—. Es raro, pero no me importaba.
—Te caía bien.
—A mí no me cae bien nadie, Ester-Malke.
Hertz se relame, con cara de dolor, con la lengua fuera. Berko se levanta de su asiento y coge un vaso largo de plástico de la mesilla del café. Se lo acerca a los labios a su padre y el hielo tintinea dentro del vaso. Ayuda a Hertz a vaciar medio vaso sin derramar nada. Hertz no le da las gracias. Se queda allí acostado un largo rato. Se puede oír cómo el agua desciende por su interior.
—El jueves pasado —dice Bina. Chasquea los dedos—. Vamos. Fuiste a su habitación. En el Zamenhof.
—Fui a su habitación. Él me invitó. Me pidió que le llevara la pistola de Melekh Gaystik. Quería verla. No sé cómo sabía que yo la tenía, no se lo dije. Parecía saber muchas cosas de mí que yo no le había contado nunca. Y me contó la historia. De que Litvak lo estaba presionando para que volviera a representar el papel del Tzaddik a fin de reclutar a los sombreros negros. Que se había estado escondiendo de Litvak pero que se había cansado de esconderse. Llevaba toda la vida escondiéndose. Así que dejó que Litvak lo encontrara otra vez, pero se arrepintió de inmediato. No sabía qué hacer. No quería seguir con la droga. Tampoco quería dejarla. No quería ser lo que no era, pero no sabía cómo ser lo que era. Así que me preguntó si yo querría ayudarlo.
—Ayudarlo ¿cómo? —dice Bina.
Hertz frunce los labios, se encoge de hombros y su mirada se desplaza furtivamente hasta un rincón oscuro de la sala. Tiene casi ochenta años, y antes de esto nunca ha confesado nada.
—Me enseñó ese maldito problema suyo, el mate en dos movimientos —dice Hertz—. Me dijo que lo había sacado de un ruso. Me dijo que si yo lo solucionaba, entendería cómo se sentía.
—
Zugzwang
—dice Bina.
—¿Eso qué es?
—Es cuando no tienes buenos movimientos —dice Bina—. Pero aun así tienes que mover pieza.
—Oh —dice Ester-Malke, poniendo los ojos en blanco—.
Ajedrez
.
—Lleva días volviéndome loco —dice Hertz—. Todavía no puedo hacer mate en menos de tres movimientos.
—Alfil a c2 —dice Landsman—. Signo de admiración.
Hertz tarda un rato que a Landsman le parece largo, con los ojos cerrados, en entenderlo, pero por fin el anciano asiente.
—
Zugzwang
—dice.
—¿Por qué, viejo? ¿Por qué pensó que harías semejante cosa por él? —dice Berko—. Apenas os conocíais.
—Él me conocía. Me conocía muy bien, no sé realmente cómo. Sabía lo mucho que odio perder. Y que no podía permitir que Litvak llevara a cabo esa locura. No podía. El trabajo de toda mi vida. —Debe de tener un regusto amargo en la boca. Hace una mueca—. Y ahora mira qué ha pasado. Lo han hecho.
—¿Entraste por el túnel? —dice Meyer—. ¿En el hotel?
—¿Qué túnel? Entré por la puerta principal. No sé si te has dado cuenta, Meyerle, pero no es que vivas exactamente en un edificio de alta seguridad.
Dos o tres minutos largos se desenrollan de su madeja. En su balcón cerrado, Goldy y Pinky murmuran y sueltan palabrotas y aporrean sus camas como gnomos en sus forjas de las profundidades de la tierra.