Read El sindicato de policía Yiddish Online
Authors: Michael Chabon
—Le ayudé a acabar con todo —dice por fin Hertz—. Esperé hasta que estuvo colocado. Muy, pero que muy colocado. Luego saqué la pistola de Gaystik. La envolví con la almohada. La Detective Special del treinta y ocho de Gaystik. Puse al chico boca abajo. Le disparé en la nuca. Fue rápido. No hubo dolor.
Se relame otra vez y Berko le ayuda a dar otro trago de agua fría.
—Qué lástima que no te saliera tan bien contigo mismo —dice Berko.
—Creí que estaba haciendo lo correcto, que eso detendría a Litvak. —El anciano habla en tono quejumbroso, infantil—. Pero luego los cabrones decidieron intentarlo sin él.
Ester-Malke destapa un frasco de cristal de mezcla de frutos secos que hay en la mesilla de al lado del sofá y se mete un puñado en la boca.
—No creáis que no estoy totalmente trastornada y horrorizada por todo esto, amigos —dice ella poniéndose de pie—. Pero soy una mujer cansada en su primer trimestre de embarazo y me voy a la cama.
—Yo quiero quedarme con él, cariño —dice Berko. Y añade—: Por si está fingiendo y trata de robar el televisor cuando estemos dormidos.
—No te preocupes —dice Bina—. Ya está detenido.
Landsman está de pie junto al sofá, mirando cómo sube y baja el pecho del anciano. La cara de Hertz tiene los huecos y las facetas de una punta de flecha descascarillada.
—Es un mal hombre —dice Landsman—. Siempre lo fue.
—Sí, pero lo compensó siendo un padre terrible. —Berko se queda mirando a Hertz un largo rato con ternura y desprecio. Con su vendaje el anciano parece una especie de swami demente—. ¿Qué vas a hacer?
—Nada, ¿qué quieres decir con qué voy a hacer?
—No lo sé, tienes esa especie de tic nervioso. Parece que vayas a hacer algo.
—¿El qué?
—Eso te estoy preguntando.
—No voy a hacer nada —dice Landsman—. ¿Qué puedo hacer?
Ester-Malke acompaña a Bina y a Landsman por el pasillo hasta la salida del apartamento. Landsman se pone su sombrero porkpie.
—Bueno, pues —dice Ester-Malke.
—Bueno, pues —dicen Bina y Landsman.
—Veo que los dos os estáis marchando juntos.
—¿Quieres que nos marchemos por separado? —dice Landsman—. Yo puedo bajar por las escaleras y Bina puede coger el ascensor.
—Landsman, déjame que te diga algo —dice Ester-Malke—. Todos esos disturbios que están teniendo lugar en Siria, en Bagdad, en Egipto. En Londres. Coches ardiendo. Gente que pega fuego a embajadas. ¿Has visto lo que ha pasado en Yakovy? Esos putos maníacos estaban bailando, de tan felices que se sentían por esta locura, el suelo se ha hundido sobre el apartamento de debajo. Un par de niñas que estaban durmiendo en su cama han muerto aplastadas. Esa es la clase de mierda que nos espera ahora. Coches ardiendo y bailes homicidas. No tengo ni idea de dónde va a nacer este bebé. Mi suegro asesino y suicida está durmiendo en mi sala de estar. Y entretanto, estoy recibiendo una vibración muy extraña de vosotros dos. Así que dejadme que os diga que si tú y Bina estáis planeando volver a juntaros, perdón, pero ya es lo que me faltaba.
Landsman piensa en eso. Cualquier prodigio parece posible. Que los judíos lo recojan todo y pongan rumbo a la tierra prometida para atracarse de uvas gigantes y lanzar sus barbas al viento del desierto. Que el Templo se reconstruya, a toda prisa y en nuestros días. Que la guerra termine, que la buena vida y la abundancia y la justicia sean universales, y que la humanidad pueda disfrutar del espectáculo regular de leones y corderos cohabitando. Que todos los hombres sean rabinos, todas las mujeres libros sagrados y todos los trajes vengan con dos pares de pantalones. Que la semilla de Meyer, incluso ahora, pueda estar deambulando por la oscuridad con rumbo a la redención, chocando con la membrana que separa el legado de los
yids
que lo han hecho a él del de los
yids
cuyos errores, penas, esperanzas y calamidades se invirtieron en la producción de Bina Gelbfish.
—Tal vez sea mejor que yo coja las escaleras.
—Ve adelantándote por las escaleras, Meyer —dice Bina.
Pero cuando por fin llega abajo del todo, la encuentra a ella al pie de la escalera, esperándolo.
—¿Por qué has tardado tanto? —dice ella.
—He tenido que parar un par de veces.
—Tienes que dejar de fumar. Otra vez.
—Es verdad. Lo haré. —Saca su paquete de Broadways, donde quedan quince por encender, y lo tira a la papelera del vestíbulo trazando una trayectoria parabólica, como si fuera una moneda de diez centavos que transporta un deseo a una fuente. Se siente un poco aturdido, un poco trágico. Está listo para el gesto grandioso, el error operístico. La palabra es probablemente maníaco—. Pero eso no es lo que me ha hecho tardar.
—Te has hecho daño de verdad. Dime que no te has hecho daño de verdad, paseándote por ahí tan duro y tan macho cuando necesitas estar en el maldito hospital. —Ella le busca la tráquea con los dedos de las dos manos, lista, como siempre, para estrangular a Landsman y demostrarle así cuánto le importa—. ¿Te has hecho mucho daño, idiota?
—Solo en el alma, cariño —dice Meyer. Aunque supone que es posible que la bala de Rafi Zilberblat le haya arrugado algo más que el cráneo—. Simplemente me he tenido que parar un par de veces. Para pensar. O para no pensar, no lo sé. Cada vez que me permito a mí mismo, ya sabes,
respirar
, solo durante diez segundos, con el aire lleno de esta cosa que les hemos dejado hacer impunemente, no lo sé, siento que me estoy asfixiando un poco.
Landsman se deja caer en un sofá cuyos cojines de color amoratado emiten un fuerte aroma de Sitka a moho, cigarrillos, una salobridad complicada que es mitad mar tormentoso y mitad sudor en el forro de un sombrero de fieltro. El vestíbulo del edificio Dniéper es todo de color púrpura sangre y corteza dorada, con postales ampliadas y teñidas a mano de los grandes centros turísticos del mar Negro en la época zarista. Mujeres con sus perrillos falderos en paseos marítimos bañados por el sol. Hoteles majestuosos que nunca alojaron a ningún judío.
—Es como una piedra en mi vientre, ese trato que hemos hecho —dice Landsman—. Lo noto ahí dentro.
Bina pone los ojos en blanco, con los brazos en jarras, y echa un vistazo a la puerta. Luego va con él y deja caer su bolso y se desploma a su lado. ¿Cuántas veces, se pregunta él, puede ella hartarse de él y aun así no hartarse lo bastante?
—No me puedo creer realmente que tú aceptaras —dice ella.
—Lo sé.
—Se supone que aquí la pelotilla soy yo.
—Dímelo a mí.
—La lameculos.
—Me está matando.
—Si no puedo confiar en ti para que mandes a la mierda a los peces gordos, Meyer, ¿para qué te tengo?
Él intenta explicarle a ella, entonces, las consideraciones que lo han llevado a llevar a cabo su propia versión personal del trato. Enumera algunas de las pequeñas cosas —las fábricas de conservas, los violinistas, la marquesina del Baranof Theatre— que quiso conservar de Sitka cuando estaba negociando con Cashdollar.
—Tú y tu maldito
Corazón de las tinieblas
—dice Bina—. No pienso volver a aguantar esa película. —Encoge la boca hasta convertirla en una marca dura—. Te has olvidado de algo, capullo. En esa lista tan bonita. Yo diría que te falta una cosa en ella.
—Bina.
—¿No tienes sitio para mí en esa lista tuya? Porque confío en que sepas que tú estás en el puto número uno de la mía.
—Pero ¿cómo es posible? —dice Landsman—. Simplemente no veo cómo puede ser.
—¿Por qué no?
—Porque, ya sabes, te fallé. Te decepcioné. Tengo la sensación de que te decepcioné terriblemente.
—¿En qué sentido?
—Por lo que te obligué a hacer. A Django. No sé ni cómo soportas mirarme.
—¿Me
obligaste
? ¿Crees que me
obligaste
a matar a nuestro bebé?
—No, Bina, yo…
—Déjame que te diga algo, Meyer. —Ella le coge de la mano, clavándole las uñas en la piel—. El
día
en que tú tengas tanto control sobre mis acciones, será porque alguien te esté preguntando si ella quiere el cajón de pino o una simple mortaja blanca. —Ella le suelta la mano, se la vuelve a coger y le acaricia las pequeñas lunas feroces que le ha grabado en la carne—. Oh, por Dios, tu mano, lo siento. Meyer, lo siento.
Por supuesto, Landsman también lo siente. Ya se ha disculpado ante ella varias veces, solo y en presencia de otros, oralmente y por escrito, formalmente con expresiones calculadas y en espasmos incontenidos: «Lo siento lo siento oh cómo lo siento». Se ha disculpado por su locura, por su conducta errática, por sus depresiones y diatribas, por los años de exaltación y desesperación cíclicas. Se ha disculpado por dejarla, y por suplicarle que le dejara volver con ella, y por echar abajo la puerta de su antiguo apartamento cuando ella se negó. Se ha humillado, y se ha desgarrado las vestiduras, y se ha postrado a los pies de ella. Y la mayor parte del tiempo, Bina, como la mujer buena y atenta que es, le ha ofrecido a Landsman las palabras que él quería oír. Él ha rezado para que ella lloviera y ella ha mandado fríos chaparrones. Pero lo que él necesita de verdad es una inundación que limpie su maldad de la faz de la tierra. Eso o la bendición de un
yid
que ya nunca volverá a bendecir a nadie.
—No pasa nada —dice Landsman.
Ella se levanta y va a la papelera del vestíbulo y pesca del interior el paquete de Broadways de Landsman. Del bolsillo de su abrigo saca un Zippo mellado, que tiene grabada la insignia del 75.º Regimiento de los Rangers, y enciende un
papiros
para cada uno de ellos.
—En su momento hicimos lo que parecía mejor, Meyer. Teníamos algunos datos. Conocíamos nuestras limitaciones. Y a eso lo llamamos elección. Pero no tuvimos elección. Y lo único que tuvimos fue, no sé, tres datos birriosos y un mapa de las demarcaciones de nuestras limitaciones. De las cosas que sabíamos que no podíamos soportar. —Saca su
shoyfer
de su bolsa y se lo da a Landsman—. Y ahora mismo, si me lo preguntas, y me da la sensación de que me lo estabas preguntando, tampoco se puede decir que tengas elección.
Como él se queda allí sentado, con el teléfono en la mano, ella se lo abre y marca un número y se lo pone en la mano. Él se lo lleva al oído.
—Dennis Brennan —dice el principal y único ocupante de la oficina en Sitka de uno de los diarios más importantes de América.
—Brennan. Soy Meyer Landsman.
Landsman vuelve a vacilar. Tapa con el pulgar el micrófono del teléfono.
—Dile que venga para aquí pitando y que nos vea detener a tu tío por asesinato —dice Bina—. Dile que tiene veinte minutos.
Landsman intenta sopesar los destinos de Berko, de su tío Hertz, de Bina, de los judíos, de los árabes, de todo el planeta impío y sin hogar, contra la promesa que le hizo a la señora Shpilman, y que se hizo a sí mismo, por mucho que haya perdido la fe en el destino y en las promesas.
—Yo no estaba obligada a esperar a que bajaras tu lamentable pellejo a rastras por esas escaleras birriosas —dice Bina—. Ya lo sabes. Podría haber salido simplemente por esa maldita puerta.
—Sí, ¿y por qué no lo hiciste?
—Porque te conozco, Meyer. Veía lo que te estaba pasando por la cabeza, sentado ahí arriba, escuchando a Hertz. Veía que tenías algo que necesitabas decir. —Ella le vuelve a acercar el teléfono a los labios y se los roza con los de ella—. Así que adelante, dilo
ya
. Estoy cansada de esperar.
Durante días Landsman ha estado pensando que perdió su oportunidad con Mendel Shpilman, que en el exilio de ambos en el hotel Zamenhof, sin siquiera darse cuenta, él desperdició su única posibilidad de algo parecido a la redención. Pero no existe el Mesías de Sitka. Landsman no tiene casa ni futuro ni más destino que Bina. La tierra que a él y a ella les prometieron solamente estaba delimitada por los flecos de su dosel nupcial, por las esquinas dobladas de sus carnets de socios de una fraternidad internacional cuyos miembros llevan todo su patrimonio en un bolsón y su mundo entero en la punta de la lengua.
—Brennan —dice Landsman—, tengo una historia para ti.
(Preparado por el profesor Leon Chaim Bach, con la ayuda de Sherryl Mleynek)
Alefbeys:
alfabeto (sobre todo el alfabeto hebreo, que es el que usa el yiddish.
Bik:
(del ruso, jerga local de Sitka; literalmente, «toro») guardaespaldas, hombre fornido.
Bulgar:
tipo de danza tradicional que tocan los
klezmorim
.
Dybbuk:
espíritu parásito, fantasma incansable que posee el alma de un vivo.
Emes:
verdad.
Feh:
interjección que denota asco.
Forspiel:
pequeña recepción que tiene lugar antes de una boda en casa de la futura novia.
Freylekh:
tipo de danza tradicional que tocan los
klezmorim
.
Gabay:
ayudante del rabino. En el mundo hasídico, secretario privado o ayudante personal de un rabino.
Ganef:
ladrón, criminal.
Goy:
persona judía, gentil; plural
goyim
.
Haskomo:
carta oficial de aprobación rabínica.
Kaddish:
por abreviación, el Kaddish del Doliente, oración que santifica y alaba a Dios, recitada en recuerdo de los muertos.
Kaynahora:
fórmula (abreviación de
kayn ayn hora
, «fuera el mal ojo») que se usa de forma preventiva después de que se mencione algo afortunado o un resultado feliz.
Kibitzer:
alguien que agobia haciendo comentarios no deseados.
Klezmorim:
músicos que tocan las animadas danzas instrumentales de los judíos de Europa del Este.
Koyenim:
la clase sacerdotal del Israel anterior al exilio.
Kreplach:
buñuelos rellenos, normalmente hervidos en sopa.
Kugel:
guiso estofado, dulce o salado, que se suele preparar con patatas o fideos.
Latke:
(jerga local de Sitka) policía uniformado, agente de calle; literalmente, «tortita», en referencia burlona a la gorra plana de los policías.
Luftmensh:
(literalmente, «hombre de aire»; plural
luftmenshen
) soñador, cabeza hueca.