Read El sindicato de policía Yiddish Online
Authors: Michael Chabon
—Bina, gracias. Bina, escucha lo de ese tipo. No se llamaba Lasker. Ese tipo…
Ella le tapa la boca con la mano. Hacía tres años que no lo tocaba. Probablemente sería excesivo decir que la oscuridad se disipa al tocarle ella los labios con las yemas de sus dedos. Pero sí que tiembla, y la luz se filtra por las grietas.
—No sé nada del tema —dice ella. Aparta la mano. Da un sorbo de café instantáneo y hace una mueca—. Puaj.
Ella deja la taza, recoge su bolso y va hasta la puerta. Se detiene y se gira para mirar a Landsman, que está allí de pie vestido con el albornoz que ella le regaló para su treinta y cinco cumpleaños.
—Menudo morro tienes —dice ella—. No me puedo creer que tú y Berko fuerais allí.
—Teníamos que decirle que su hijo estaba muerto.
—Su
hijo
.
—Mendel Shpilman. El único hijo del rabino.
Bina abre la boca y la vuelve a cerrar. No tan asombrada como interesada, clavando sus dientes de terrier en la información, royendo el hueso ensangrentado de la misma. Landsman se da cuenta de que a ella le gusta cómo cede bajo la brusca presión de su mandíbula. Sus ojos, sin embargo, adoptan una fatiga que Landsman reconoce. Bina nunca perderá su apetito de detective por las historias de la gente, piensa Landsman, de retroceder cavilando por ellas desde el estallido final de violencia hasta la primera equivocación. Pero a veces los
shammes
se cansan un poco de esa hambre.
—¿Y qué ha dicho el rabino? —Ella suelta el pomo de la puerta con aire de arrepentimiento auténtico.
—Parecía un poco resentido.
—¿Parecía sorprendido?
—No especialmente, pero no sé qué conclusión sacar de eso. Me imagino que el chaval ya llevaba mucho tiempo cayendo por la rampa. ¿Acaso creo que Shpilman le habría metido una bala a su propio hijo? En teoría, seguro. Y Baronshteyn lo haría hasta dos veces.
El bolso de ella golpea el suelo como si fuera un cadáver. Bina se pone de pie y se da un masaje circular en el hombro para aliviar el dolor. Landsman podría ofrecerle ser él quien le dé el masaje, pero se contiene con sabiduría.
—Supongo que puedo esperar una llamada telefónica —dice ella—. De Baronshteyn. Tan pronto como haya tres estrellas en el cielo.
—Bueno, yo no le escucharía con demasiada atención cuando intente contarte lo destrozado que está porque Mendel Shpilman se encuentra fuera de circulación. A todo el mundo le encanta que regrese el hijo pródigo, salvo al que ha estado durmiendo con su pijama.
Landsman da un sorbo del café, horrorosamente amargo y dulce.
—El hijo pródigo.
—Fue una especie de niño prodigio. En el ajedrez, con la Torá y con los idiomas. Hoy he oído una historia según la cual le curó el cáncer a una mujer, y no es que me lo crea, pero aun así… Supongo que dentro del mundo de los sombreros negros circulaban muchas historias sobre él. Se decía que podía ser el Tzaddik Ha-Dor. ¿Sabes lo que es?
—Más o menos. Sí. En todo caso, sé lo que quiere decir la palabra —dice Bina. Su padre, Guryeh Gelbfish, es un hombre con cultura en el sentido tradicional, y cierta parte de su aprendizaje la ha dilapidado en su única descendiente, su hija—. El hombre justo de su generación.
—Lo que se cuenta es que esos tipos, esos
tzaddik
, han estado apareciendo con puntualidad, uno en cada generación, durante los últimos dos mil años más o menos, ¿verdad? Esperando con impaciencia. Aguardando a que el momento sea oportuno, o a que el mundo esté preparado, o bien, según dicen algunos, a que el momento sea inoportuno y el mundo esté lo menos preparado posible. De algunos de ellos se saben cosas. La mayoría llamaron muy poco la atención. Supongo que la idea es que el Tzaddik Ha-Dor podría ser cualquiera.
—Los hombres lo desprecian y lo rechazan —dice Bina, o más bien lo recita—. Es un hombre triste y familiarizado con la desgracia.
—Eso es lo que estaba diciendo yo —dice Landsman—. Cualquiera. Un vagabundo. Un académico. Un yonqui. Hasta un
shammes
.
—Supongo que es posible —dice Bina. Lo analiza mentalmente, el camino que va desde el superdotado obrador de milagros de los
verbovers
hasta el yonqui asesinado en un albergue de la calle Max Nordau. La historia concuerda de una forma que parece entristecerla—. En todo caso, me alegro de no ser yo.
—¿Es que ya no quieres redimir al mundo?
—¿Yo quería redimir al mundo antes?
—Creo que sí, en efecto.
Ella se queda pensando, frotándose un costado de la nariz con el dedo, intentando recordar.
—Supongo que lo he superado —dice ella, pero Landsman no se lo traga. Bina nunca ha dejado de querer redimir al mundo. Simplemente dejó que el mundo al que estaba intentando redimir se fuera volviendo más y más pequeño hasta que, llegado cierto punto, se podía encajar dentro del sombrero de un policía desesperanzado—. Ahora solo me dedico a los pollos parlantes.
Probablemente debería salir después de decir esa línea, pero decide quedarse durante otros quince segundos de tiempo irredento, apoyada en la puerta, mirando cómo Landsman toquetea las puntas raídas del cinturón de su albornoz.
—¿Qué le vas a decir a Baronshteyn cuando llame? —dice Landsman.
—Que tu comportamiento ha sido completamente incorrecto y que me encargaré de que comparezcas ante un consejo. Que tal vez te tenga que quitar la placa. Intentaré pelear, pero con este
shomer
de la Sociedad de Enterradores en camino, Spade, maldito sea, no tengo mucho espacio para maniobrar. Y tú tampoco.
—Muy bien, ya me has avisado —dice Landsman—. Estoy avisado.
—¿Y qué vas a hacer?
—¿Ahora? Ahora quiero charlar un poco con la madre. Shpilman dijo que nadie había sabido nada de Mendel ni hablado con él. Pero por alguna razón, me da la impresión de que no es cierto.
—Batsheva Shpilman. Va a ser una charla complicada —dice Bina—. Sobre todo para un hombre.
—Cierto —dice Landsman con nostalgia teatral.
—No —dice Bina—. No, Meyer. Olvídalo. Estás solo.
—Va a estar en el funeral. Lo único que tienes que hacer es…
—Lo único que tengo que hacer —dice Bina— es mantenerme alejada de los
shomers
, vigilar mi trasero y dejar que pasen los dos próximos meses sin pegarle fuego.
—Yo estaré encantado de vigilarte el trasero —dice Landsman, por los viejos tiempos nada más.
—Vístete —dice Bina—. Y hazme un favor, ¿quieres? Limpia esta porquería. Mira esta pocilga. No me puedo creer que estés viviendo así. Dios bendito, ¿no te avergüenzas de ti mismo?
Hubo un tiempo en que Bina Gelbfish creía en Meyer Landsman. O bien creía, a partir del momento en que lo conoció, que el hecho de conocerlo tenía cierto sentido, que detrás de su matrimonio había una intención discernible. Estaban entretejidos como un par de cromosomas, claro que lo estaban, pero mientras que Landsman no veía en ese entretejimiento nada más que un enredo, una maraña arbitraria de mentiras, Bina veía la mano del Artífice de Nudos. Y a cambio de la fe de ella, Landsman la recompensó con su fe en la Nada misma.
—Solo cuando veo tu cara.
Landsman le gorrea media docena de
papiros
al encargado de los fines de semana, Krankheit, y luego mata una hora encendiéndolos mientras los informes sobre el muerto de la 208 le hacen entrega de su lastimosa narración de proteínas, marcas de grasa y polvo. Tal como ha dicho Bina, no ofrecen nada nuevo. El asesino parece haber sido un profesional, un
shlosser
habilidoso que no ha dejado ningún rastro de su paso. Las huellas dactilares del muerto coinciden con las que hay registradas de un tal Menachem-Mendel Shpilman, detenido siete veces por asuntos de drogas durante los últimos diez años, con diversos alias, incluyendo Wilhelm Steinitz, Aron Nimzovitch y Richard Réti. Esto, y no más, es lo que está claro.
Landsman considera la posibilidad de pedir que le traigan una pinta, pero acaba dándose una ducha caliente. El alcohol le ha fallado, la idea de la comida le revuelve el estómago y, hay que afrontarlo, si alguna vez fuera realmente a suicidarse, ya hace mucho tiempo que lo habría hecho. Así que muy bien, el trabajo es una broma, pero sigue siendo trabajo. Y ese es el verdadero contenido del archivador de acordeón que Bina le ha traído, el verdadero mensaje que le ha entregado a través de la línea divisoria de la política del departamento, el alejamiento marital y las carreras que se alejan en direcciones opuestas:
continúa con lo tuyo
.
Landsman libera el último traje limpio de su saco de plástico, se afeita el mentón y le saca un buen brillo a su sombrero porkpie con su cepillo para sombreros. Hoy está fuera de servicio, pero estar de servicio no significa nada, hoy no significa nada; nada significa nada más que un traje limpio, tres Broadways sin fumar, el bamboleo de la resaca justo detrás de sus ojos y el murmullo del cepillo contra el fieltro color marrón whisky de su sombrero. Y de acuerdo, tal vez un resto en su habitación de hotel del olor de Bina, del cuello amargo de su camisa, de su jabón de verbena, del olor a mejorana de su axila. Baja en el ascensor sintiéndose como si acabara de salir de debajo de la sombra vertiginosa de un piano en caída libre, con una especie de repiqueteo jazzístico en los oídos. El nudo de su corbata de seda acanalada dorada y verde le presiona la laringe con su pulgar como si fuera un remordimiento oprimiendo una conciencia culpable, un recordatorio de que está vivo. Su sombrero reluce tanto como una foca.
Nadie ha quitado la nieve de la calle Max Nordau. Los equipos de limpieza de Sitka, reducidos a esqueletos, se concentran en las arterias principales y en la autopista. Landsman le deja el Super Sport al tipo del garaje después de recuperar sus chanclos de goma del maletero. Luego echa a dar zancadas cuidadosas a través de los montones de nieve de treinta centímetros de espesor que lo separan del Mabuhay Donuts de la calle Monastir.
El donut chino al estilo filipino, o
shtekeleh
, es la gran contribución del distrito de Sitka a los gastrónomos del mundo. En su forma presente no se puede encontrar en las Filipinas. Ningún chino de buen comer lo reconocería como fruto de sus freidoras nativas. Igual que Yahvé, que era el dios sumerio de las tormentas, el
shtekeleh
no lo inventaron los judíos, pero el mundo no concebiría ni a Dios ni el
shtekeleh
si no fuera por los judíos y por los deseos de estos. Una panatela de masa frita no del todo dulce y no del todo salada, rebozada de azúcar, con la corteza crujiente, blanda por dentro y repleta de burbujas de aire. Lo mojas en tu taza de plástico de té con leche y cierras los ojos y durante diez segundos grasientos pareces divisar una posibilidad de cosas mejores.
El maestro secreto del donut chino al estilo filipino es Benito Taganes, propietario y rey de las cubetas burbujeantes del Mabuhay. El Mabuhay, oscuro, diminuto e invisible desde la calle, abre toda la noche. Hace de desagüe de los bares y cafés después de la hora del cierre, concentra a los malvados y a los culpables a lo largo de su mostrador de formica descascarillado y rezuma los cotilleos de los criminales, los policías, los
shtarkers
, los
shlemiels
, las putas y las aves nocturnas. Con la grasa aplaudiendo en las freidoras, los ventiladores de la salida de humos rugiendo, y el estéreo portátil emitiendo a todo volumen lo nostálgicos
kundimans
de la infancia de Benito en Manila, la clientela ventila sus secretos a mansalva. Una neblina dorada de aceite kosher flota en el aire y aturde los sentidos. ¿Quién podría oír algo con las orejas llenas de KosherFry y los lamentos de Diomedes Maturan? Sin embargo, Benito Taganes sí que oye, y además recuerda. Benito te podría trazar el árbol genealógico de Alexei Lebed, el jefe de la mafia rusa, salvo por el hecho de que en el mismo no encontrarías abuelos y sobrinas, sino recogedores de dinero de extorsiones, asesinatos y cuentas bancarias en el extranjero. Te podría cantar un
kundiman
de esposas que permanecen fieles a sus maridos encarcelados y de maridos que están en la cárcel porque sus mujeres los han delatado. Sabe quién guarda la cabeza de Peludo Markov en su garaje, y qué inspector de narcóticos está en la nómina de Anatoly Moskowits la Bestia Salvaje. Lo que pasa es que solo Meyer Landsman sabe que él sabe todo eso.
—Un donut,
reb
Taganes —dice Landsman en cuanto entra dando tumbos por el callejón, sacudiéndose la corteza de nieve de sus chanclos.
La tarde de sábado en Sitka yace muerta como un Mesías fracasado y envuelto en su harapo retorcido de nieve. En la acera no había nadie, y por la calle apenas pasaban coches. Pero aquí dentro de Mabuhay Donuts hay tres o cuatro desechos, solitarios y borrachos entre una curda y la siguiente, apoyados en el mostrador centelleante de resina, sorbiendo el té de sus
shtekelehs
y trabajando en los cálculos de sus siguientes equivocaciones.
—¿Solo uno? —dice Benito. Es un hombre bajito y grueso con la piel del mismo color que el té lechoso que sirve y con las mejillas picadas de viruelas como un par de lunas oscuras. Aunque tiene el pelo negro, ya pasa de los setenta. De joven fue campeón de peso mosca de Luzon, y debido a sus gruesos dedos y a los salamis tatuados de sus antebrazos a veces lo confunden con un cliente bravucón, lo cual redunda en beneficio de los intereses de su negocio. Sus grandes ojos de color caramelo lo traicionan, así que los mantiene encapuchados y abatidos. Pero Landsman los ha mirado fijamente. Para manejar a un
shtinker
hay que ver el corazón roto que se esconde detrás de la cara más inexpresiva—. Parece que necesita usted comerse un par, tal vez tres, detective.
Benito aparta de un codazo al sobrino o primo que tiene trabajando en la cesta de la freidora y mete una cuerda de masa cruda en la grasa como quien encanta a una serpiente. Unos minutos más tarde, Landsman tiene en la mano un paquete de papel bien prieto y lleno de paraíso.
—Tengo esa información que querías sobre la hija de la hermana de Olivia —dice Landsman mientras da un bocado caliente y azucarado.
Benito saca una taza de té para Landsman y luego señala con la cabeza el callejón. Se pone su anorak y salen los dos. Benito se saca un llavero de la trabilla del cinturón y abre una puerta de hierro que hay a dos puertas de distancia de Mabuhay Donuts. Ahí es donde Benito tiene a su amante, Olivia, en tres habitaciones pequeñas y limpias con un retrato de Warhol de Dietrich y un olor amargo a vitaminas y gardenias podridas. Olivia no está. Últimamente la mujer ha estado entrando y saliendo del hospital, muriéndose por entregas, cada una de las cuales tiene un final lleno de suspense. Benito le hace una señal a Landsman para que se siente en un sillón de cuero rojo ribeteado en blanco. Por supuesto, Landsman no tiene ninguna información para Benito sobre ninguna hija de ninguna hermana de Olivia. Y Olivia tampoco es una mujer, pero Landsman es el único que sabe eso de Benito Taganes, el rey de los donuts. Hace años, un violador reincidente llamado Kohn asaltó a la señorita Olivia Lagdameo y descubrió su secreto. La
segunda
gran sorpresa que se llevó Kohn aquella noche fue la aparición casual del agente de policía Landsman. Lo que le hizo Landsman a la cara de Kohn le provocó a aquel
momzer
dificultades para hablar durante el resto de su vida. Así que es una mezcla de gratitud y vergüenza, y no el dinero, lo que impulsa el flujo de información de Benito hacia el hombre que salvó a Olivia.