Read El sindicato de policía Yiddish Online
Authors: Michael Chabon
Landsman tiene a un bebé en brazos. El bebé llora, sin ninguna razón grave. A Landsman su llanto le oprime el corazón de forma placentera. Le resulta un alivio descubrir que tiene a un bebé gordo y guapo que huele a gofres y a jabón. Le estruja los pies gordezuelos y calcula el peso del pequeño hombrecito que tiene en brazos, al mismo tiempo insignificante y enorme. Se gira hacia Bina para darle la buena noticia: todo ha sido una equivocación. Aquí está su niño. Pero no hay ninguna Bina a quien decírselo, solamente el recuerdo en las narices de Landsman del olor de la lluvia sobre el pelo de ella. Y entonces se despierta y se da cuenta de que el niño que está llorando es Pinky Shemets, a quien le están cambiando el pañal, o bien está formulando una protesta por una u otra razón. Landsman parpadea y el mundo se entromete en forma de un tapiz de batik, y él se siente vaciado, igual que la primera vez, por la pérdida de su hijo.
Landsman está tumbado en la cama de Berko y Ester-Malke, de lado, mirando la pared y la escena en lino teñido de jardines balineses y aves silvestres. Alguien lo ha desvestido y lo ha dejado en calzoncillos. Se incorpora hasta sentarse. La piel del cogote le pica y de pronto un cordón de dolor se tensa. Landsman se palpa el lugar de la herida. A su alrededor, un extraño trozo de cuero cabelludo sin pelo. Los recuerdos caen los unos sobre los otros con un ruido de palmadas, como si fueran fotografías recién salidas de la cámara de la muerte del doctor Shpringer. Un empleado jocoso de urgencias, una radiografía, una inyección de morfina, un algodón acechante empapado de Betadine. Antes, la luz de una farola trazando rayas en el techo de vinilo blanco de una ambulancia. Y antes de eso. Antes del trayecto en ambulancia. Nieve fangosa de color púrpura. Vapor de los contenidos derramados de la tripa de un hombre. Una avispa en su oído. Un chorro rojo saliendo a presión de la frente de Rafi Zilberblat. Una cifra de agujeros en una superficie blanca de yeso. Landsman se aparta del recuerdo de lo que ha pasado en el aparcamiento del Big Macher tan deprisa que choca de bruces con la punzada de perder a Django Landsman en su sueño.
—Pobre de mí —dice Landsman.
Se seca los ojos. Daría una de sus glándulas, o un órgano poco importante, por un
papiros
.
Se abre la puerta del dormitorio y entra Berko, trayendo un paquete casi lleno de Broadways.
—¿Te he dicho alguna vez que te quiero? —dice Landsman, sabiendo muy bien que la respuesta es no.
—No lo has dicho nunca, gracias a Dios —dice Berko—. Estos me los ha dado la vecina, la mujer de Fried. Le he dicho que se los incautaba la policía.
—Te estoy locamente agradecido.
—Tomo nota del adverbio.
Berko también toma nota del hecho de que Landsman ha estado llorando. Una ceja se eleva, permanece suspendida y desciende suavemente como un mantel que se posa en una mesa.
—¿El bebé está bien? —dice Landsman.
—Dientes.
Berko coge una percha de un gancho que hay en la parte de atrás de la puerta del dormitorio. En la percha está la ropa de Landsman, limpia y cepillada. Berko busca dentro del bolsillo del blazer de Landsman y saca una caja de cerillas. Luego va hasta la cama y le ofrece los
papiros
y las cerillas.
—Para ser sinceros —dice Landsman—, no sé muy bien qué estoy haciendo aquí.
—Ha sido idea de Ester-Malke. Sabiendo lo que piensas de los hospitales. Han dicho que no hacía falta que te quedaras.
—Siéntate.
En la habitación no hay sillas. Landsman se aparta un poco y Berko se sienta en el borde de la cama, provocando el pánico entre los muelles de la misma.
—¿Seguro que no pasa nada si fumo?
—Seguro que sí pasa. Ponte al lado de la ventana.
Landsman escora el cuerpo para salir de la cama. Cuando sube la persiana de bambú de la ventana, le sorprende ver que está lloviendo a cántaros. El olor a lluvia se cuela por los cinco centímetros que está entreabierta la ventana, lo cual explica la fragancia del pelo de Bina que notaba en el sueño. Landsman mira hacia abajo en dirección al aparcamiento del edificio de apartamentos y observa que la nieve se ha derretido y que se la ha llevado la lluvia. La luz también le resulta rara.
—¿Qué hora es?
—Las cuatro y media… y treinta y dos —dice Berko sin mirarse el reloj.
—¿De qué día?
—Del domingo.
Landsman abre la ventana del todo y apoya una nalga en el antepecho. La lluvia le cae sobre la cabeza dolorida. Enciende su
papiros
, da una calada larga y trata de decidir si esa información le inquieta.
—Hacía mucho que no hacía eso —dice—. Dormir durante un día entero.
—Debía de ser que lo necesitabas —comenta Berko en tono insulso. Echa una mirada de reojo en dirección a Landsman—. Ester-Malke es quien te ha quitado los pantalones. Solamente para que lo sepas.
Landsman tira la ceniza por la ventana.
—Me han disparado.
—Te ha rozado una bala. Dicen que es más bien una especie de quemadura. No han necesitado dar puntos.
—Eran tres. Rafael Zilberblat. Un
pisher
que me pareció que era su hermano. Y una chati. El hermano se llevó mi coche y mi cartera. Mi placa y mi
sholem
. Y me dejó allí.
—Así es como se ha reconstruido.
—Quería llamar para pedir ayuda, pero el pequeño judío cara de rata también me quitó el
shoyfer
.
La mención del teléfono de Landsman hace sonreír a Berko.
—¿Qué? —dice Landsman.
—Tu
pisher
estaba conduciendo tranquilamente. Dirección norte por la autopista Ickes, con rumbo a Yakovy, Fairbanks o Irkutsk.
—Ajá.
—Y le sonó el teléfono. Y tu
pisher
lo cogió.
—¿Y eras tú?
—Bina.
—Me gusta.
—Dos minutos al teléfono con el tal Zilberblat le bastaron para sacarle su paradero, su descripción y el nombre del perro que tenía a los once años. Un par de
latkes
lo pillaron cinco minutos más tarde delante de Krestov. Tu coche está bien. En tu cartera todavía quedaba dinero.
Landsman finge que se interesa por la forma en que el fuego convierte el tabaco curado en copos de ceniza.
—¿Y mi placa y mi pistola? —dice.
—Ah.
—Ah.
—Tu placa y tu pistola están ahora en manos de tu oficial superior.
—¿Y tiene intención de devolvérmelas?
Berko extiende un brazo y alisa el hoyo que Landsman ha dejado en la superficie de la cama.
—Fue estrictamente en acto de servicio —dice Landsman, y su tono le suena lastimero incluso a él mismo—. Me dieron un chivatazo sobre Rafi Zilberblat. —Se encoge de hombros y se pasa los dedos por el vendaje que tiene en la nuca—. Solo quería hablar con el
yid
.
—Tendrías que haberme llamado primero.
—No quería molestarte en sábado.
No es excusa, y le sale todavía menos convincente de lo que Landsman pretendía.
—
Nu
, soy un idiota —admite Landsman—. Y también un mal policía.
—Regla número uno.
—Lo sé. Me apetecía hacer algo en aquel mismo momento. No pensé que fuera a salir como salió.
—En todo caso —dice Berko—, el
pisher
, el hermano pequeño, se hace llamar Willy Zilberblat. Ha confesado de parte de su hermano. Dice que claro que Rafi mató a Viktor. Con la mitad de unas tijeras.
—Qué te parece.
—Dejando de lado todo lo demás, yo diría que Bina tiene razones para estar contenta contigo por este asunto. Lo has resuelto con mucha eficacia.
—La
mitad
de unas tijeras.
—No me digas que no es ingenioso.
—Hasta frugal.
—Y la chati a la que trataste con tanta dureza… ¿también fuiste tú?
—Fui yo.
—Muy bonito, Meyer. —No hay sarcasmo ni en el tono de Berko ni en su cara—. Le has clavado un balazo a Yacheved Flederman.
—Imposible.
—Menudo día has tenido.
—¿La enfermera?
—Nuestros colegas de la Brigada B están encantados contigo.
—¿La que mató a aquel viejo, cómo se llamaba, Herman Pozner?
—Era el único caso que tenían abierto del año pasado. Creían que se había ido a México.
—Joder —dice Landsman en americano.
—Tabatchnik y Karpas ya han hablado con Bina a tu favor, tengo entendido.
Landsman aplasta el
papiros
contra el costado del edificio y luego tira la colilla bajo la lluvia. Tabatchnik y Karpas les están dando toda una lección a Landsman y a Shemets; no hay color entre unos y otros.
—Hasta cuando tengo buena suerte —dice—, en realidad es mala. —Suspira—. ¿Hemos oído algo de la isla de Verbov?
—Ni pío.
—¿Nada en los periódicos?
—Ni en el
Licht
ni en el
Rut
. —Se trata de los dos diarios más importantes de los sombreros negros—. Ningún rumor que yo haya oído. Nadie está hablando del tema. Nadie. Silencio total.
Landsman se levanta del antepecho de la ventana y va al teléfono que tiene en la mesilla junto a la cama. Marca un número que memorizó hace años, hace una pregunta y cuelga.
—Los
verbovers
recogieron el cuerpo de Mendel Shpilman anoche.
El teléfono da un salto en la mano de Landsman, gorjeando como un pájaro robótico. Él se lo pasa a Berko.
—Parece que está bien —dice Berko al cabo de un momento—. Sí, me imagino que necesitará descansar. Muy bien. —Baja el auricular y se lo queda mirando, tapando el micrófono con la yema del pulgar—. Tu ex mujer.
—Me han dicho que estás bien —le dice Bina a Landsman cuando este se pone al teléfono.
—Eso dicen —dice Landsman.
—Tómate tu tiempo —sugiere ella—. Date un descanso.
Él tarda un segundo en registrar la importancia de sus palabras, de tan amable y sereno que es el tono de ella.
—Tú no me harías eso —dice—. Bina, por favor, dime que no es verdad.
—Dos muertos. Por tu pistola. Sin más testigos que un chaval que no vio lo que pasaba. Es automático. Suspensión con paga, en espera de que el consejo inspeccione el caso.
—Se pusieron a dispararme. Yo tenía un soplo fiable, me acerqué al lugar con la pistola en la funda, fui educado como un ratón. Y ellos se pusieron a dispararme a mí.
—Y por supuesto, tendrás ocasión de contar tu versión. Entretanto, voy a dejar tu placa y tu pistola en esta bonita bolsa de plástico roja de Hello Kitty donde las llevaba Willy Zilberblat, ¿de acuerdo?
—Esto puede tardar semanas en resolverse —dice Landsman—. Para cuando me devuelvan al servicio, puede que la División Central de Sitka
ya no exista
. Aquí no hay motivos para una suspensión, y tú lo sabes. En las presentes circunstancias, me puedes mantener en el servicio activo mientras la inspección avanza y seguir dirigiendo este caso tal como dice el manual.
—Hay manuales y manuales —dice Bina.
—No seas críptica —dice, y añade en americano—: ¿Qué coño pasa?
Bina tarda dos largos segundos en contestar.
—He recibido una llamada del inspector jefe Vayngartner. Anoche —dice—. Poco después de oscurecer.
—Ya veo.
—Y me dijo que
él también
había recibido una llamada. Y la había recibido
en su casa
. Y me imagino que el estimado caballero que había al otro lado de la línea tal vez estuviera un poco molesto por ciertas conductas de las que puede que el detective Meyer Landsman hiciera gala en el vecindario de ese caballero el viernes por la tarde. Creando altercados públicos. Mostrando una grave falta de respeto por la población local. Operando sin autoridad ni aprobación.
—¿Y Vayngartner respondió?
—Dijo que eras un buen detective, pero que se sabía que tenías ciertos problemas.
Y ahí, Landsman, tienes el epitafio para tu lápida.
—¿Y qué le dijiste tú a Vayngartner? —dice él—. Cuando te llamó para estropearte tu noche de sábado.
—Mi noche de sábado. Mi noche de sábado es como un burrito al microondas. Es muy difícil estropear algo que ya era tan malo de entrada. Pues resulta que le dije al inspector jefe Vayngartner que te habían disparado.
—¿Y él qué dijo?
—Dijo que a la luz de esas nuevas pruebas, tal vez tendría que replantearse sus creencias ateas de toda la vida. Y que yo tenía que hacer lo que pudiera para asegurarme de que estuvieras cómodo, y de que descansaras mucho durante una temporadita. Así que es lo que estoy haciendo. Estás suspendido, con paga completa, hasta nuevo aviso.
—Bina. Bina, por favor. Tú ya me conoces.
—Sí.
—Si no puedo trabajar… Tú no puedes…
—No tengo más remedio. —La temperatura de su voz baja tan de repente que en la línea telefónica tintinean cristales de hielo—. Ya sabes qué poco margen tengo en una situación como esta.
—¿Quieres decir cuando unos gángsters mueven hilos para evitar que continúe la investigación de un asesinato? ¿Te refieres a esa clase de situación?
—Yo respondo ante el inspector jefe —explica Bina como si estuviera hablando con un burro. Sabe perfectamente que no hay nada que Landsman odie más que el que lo traten como si fuera tonto—. Y tú respondes ante mí.
—Ojalá no hubieras llamado a mi teléfono —dice Landsman al cabo de un momento—. Habría sido mejor que me dejaras morir.
—No seas melodramático —dice Bina—. Ah, y no las merecen.
—¿Y qué se supone que tengo que hacer ahora, además de dar las gracias por que me corten las pelotas?
—Eso es cosa tuya, detective. Tal vez podrías probar a pensar en el futuro, para variar.
—El futuro —dice Landsman—. ¿Como qué, por ejemplo? ¿Coches que vuelan? ¿Hoteles en la luna?
—Me refiero a
tu
futuro.
—¿Quieres ir a la luna conmigo, Bina? Tengo entendido que todavía aceptan judíos.
—Adiós, Meyer.
Ella cuelga. Landsman corta la conexión por su lado y se queda un minuto sin hacer nada, mientras Berko lo mira desde la cama. Landsman siente que lo acomete una última ráfaga de rabia y de entusiasmo, como si se desalojara una bola de tierra del interior de una tubería. Y después se queda vacío.
Se sienta en la cama. Se mete bajo las sábanas, vuelve la cara hacia la escena balinesa que hay en la pared y cierra los ojos.
—Esto, ¿Meyer? —dice Berko. Pero Landsman no le contesta—. ¿Estás planeando pasar mucho tiempo más en la cama?