El sindicato de policía Yiddish (46 page)

BOOK: El sindicato de policía Yiddish
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—Enséñenos la orden de registro. —Se trata de Gold, el mexicano del estrecho de Peril que parece un cuchillo carcelario de fabricación propia. Se levanta pesadamente del sofá y se les acerca. En cuanto reconoce a Landsman, su única ceja se enreda en su ápice—. Señora, este no tiene derecho a estar aquí. Mándelo fuera.

—Tranquilo —dice Bina—. ¿Cómo te llamas?

—Se llama Gold —dice Landsman.

—Ah, sí. Gold, mira la situación. Vosotros sois uno, dos, tres, siete. Nosotros somos dos.

—Yo ni siquiera estoy aquí —dice Landsman—. Soy un producto de tu imaginación.

—He venido a hablar con Alter Litvak, y para eso no necesito ningún documento, encanto. Aunque quisiera detenerlo, podría conseguir la orden después. —Le dedica su sonrisa ganadora, un poco manida—. Sinceramente.

Gold vacila. Empieza a mirar a sus seis camaradas a ver qué piensan ellos que debería hacer, pero algún aspecto de ese proceso, o de la vida en general, se le antoja absurdo. Va a la puerta del dormitorio y llama. Al otro lado de la puerta, un grupo de gaitas pinchadas suelta un jadeo agonizante.

La habitación es tan espartana y pulcra como la cabaña de Hertz Shemets, con ajedrez incluido. Sin televisor. Sin radio. Solamente una silla y una librería y un catre plegable en el rincón. El viento del golfo hace traquetear una persiana de acero que llega hasta el suelo. Litvak está sentado en el catre, con las rodillas juntas, un libro abierto sobre el regazo, dando sorbos de una especie de batido nutritivo enlatado con una pajita verde flexible. Cuando Bina y Landsman entran, Litvak deja la lata sobre la librería, al lado del cuaderno pautado. Marca la página con un trozo de cinta y cierra el libro. Landsman ve que se trata de una vieja edición en tapa dura de Tarrasch, posiblemente
Trescientas partidas de ajedrez
. Luego Litvak levanta la vista. Sus ojos son dos peniques deslustrados. Su cara no es más que huecos y ángulos, una anotación en el cuero amarillo de su cráneo. Espera un momento como si ellos hubieran venido a enseñarle un truco de cartas, con una complicada expresión de abuelo en la cara, preparado al mismo tiempo para estar decepcionado y para fingir que está divertido.

—Soy Bina Gelbfish. Y ya conoce a Meyer Landsman.

A ti también te conozco, dicen los ojos del anciano.

—El
reb
Litvak no habla —dice Gold—. Tiene la tráquea lisiada.

—Entiendo —dice Bina. Contempla la devastación provocada por el tiempo, las heridas y la física en el hombre con el que hace diecisiete o dieciocho años bailó la rumba en la boda del primo de Landsman, Shefra Sheynfeld. Ella ha dejado de lado sus modales descarados de mujer
shammes
, aunque no los ha abandonado. Nunca los abandona. Están en su cartuchera, por así decirlo, con el seguro quitado y una mano esperando con los dedos flexionados junto a la cadera—. Señor Litvak, mi detective, aquí presente, me ha estado contando algunas historias bastante descabelladas sobre usted.

Litvak coge su cuaderno, sobre el que está cruzado el esbelto puro de ébano de su pluma Waterman. Abre el cuaderno con los dedos de una mano, se lo extiende sobre la rodilla, estudiando a Bina de la misma forma en que estudia el tablero de ajedrez del Club Einstein, buscando su apertura, viendo una veintena de posibilidades y eliminando diecinueve. Le quita el tapón a su pluma. Está en la última página. Escribe en ella.

«A usted no le gustan las historias descabelladas.»

—No, señor, no me gustan. Es verdad. Llevo muchos años siendo detective de la policía, y puedo contar con los dedos de una mano el número de veces que la versión descabellada que me daba alguien de lo sucedido en un caso ha resultado ser útil o cierta.

«Mala suerte… que te gusten las explicaciones simples en un mundo lleno de judíos.»

—Estoy de acuerdo.

«Ha de ser duro ser mujer policía y judía.»

—A mí me gusta —dice Bina simplemente con sentimiento—. Voy a echarlo de menos cuando se acabe.

Litvak se encoge de hombros como sugiriendo que le gustaría compadecerse, pero no puede. Su mirada de ojos duros y con los bordes de color rojo brillante se desliza hacia la puerta y, con una ceja arqueada, formula una pregunta a Gold. Este niega con la cabeza. Luego se marcha a ver la tele.

—Me doy cuenta de que no es fácil —dice Bina—. Pero supongamos que nos cuenta usted lo que sabe de Mendel Shpilman, señor Litvak.

—Y de Naomi Landsman —interviene Landsman.

«Si cree usted que yo maté a Mendel es que está tan perdida como él.»

—Yo no creo nada de nada.

«Qué suerte.»

—Es un don que tengo.

Litvak se mira el reloj y hace un ruido entrecortado que Landsman toma por un suspiro paciente. Chasquea los dedos y cuando Gold se vuelve, Litvak le hace una señal con el cuaderno lleno. Gold va a la habitación exterior y regresa con un cuaderno nuevo en la mano. Cruza la habitación y se lo pasa a Litvak, junto con una mirada que ofrece prescindir o librarse de los molestos visitantes mediante uno de entre una variedad de métodos interesantes. Litvak le hace una señal al chico para que se vaya, lo manda de vuelta a la puerta con una mano. Luego se mueve a un lado y da unas palmadas en el trozo de cama que acaba de dejar vacío. Bina se abre la cremallera de la parka y se sienta. Landsman se acerca la silla de madera alabeada. Litvak abre el cuaderno por la primera página vacía.

39

Tenían un piloto propio, uno bueno, un veterano de Cuba llamado Frum que pilotaba el transporte diario de pasajeros desde Sitka. Frum había servido a las órdenes de Litvak en Matanzas y en la sangrienta debacle de Santiago. Era fiel al mismo tiempo que estaba completamente desprovisto de fe, una combinación de rasgos muy apreciada por Litvak, que se veía a sí mismo obligado a lidiar con la traición a veces voluntaria de los creyentes. El piloto Frum solamente creía en lo que le decía su panel de instrumentos. Era sobrio, meticuloso, competente, silencioso y duro. Cada vez que dejaba en tierra a un grupo de reclutas en el estrecho de Peril, los chicos salían de la avioneta de Frum con la sensación de saber en qué clase de soldados se querían convertir.

«Manda a Frum», escribió Litvak cuando la persona a cargo, el señor Cashdollar, les hizo llegar la noticia de un nacimiento milagroso en Oregon. Frum se marchó un martes. El miércoles —¿cómo podía ser aquello mero azar?, se preguntaban los creyentes— Mendel Shpilman entró dando tumbos en el gabinete de prodigios que Buchbinder tenía en la séptima planta del hotel Blackpool, diciendo que ya solamente le quedaba una bendición y que estaba listo para usarla sobre sí mismo. Para entonces el piloto Frum estaba a mil quinientos kilómetros de distancia, en un rancho de las afueras de Corvallis, donde Fligler y Cashdollar, que había volado desde Washington, estaban teniendo problemas para alcanzar un acuerdo con el criador del mágico animal rojo.

Había, por supuesto, otros pilotos disponibles para llevar a Shpilman en avioneta al estrecho de Peril, pero eran gente de fuera, o bien creyentes jóvenes. En la gente de fuera nunca se podía confiar, y a Litvak le preocupaba que Shpilman pudiera decepcionar a un joven creyente y eso hiciera hablar a las lenguas ponzoñosas. Shpilman se encontraba en un estado muy frágil, según el doctor Buchbinder. Se mostraba agitado y malhumorado, o bien adormilado y apático, y solamente pesaba cincuenta y cinco kilos. La verdad es que no estaba hecho precisamente un Tzaddik Ha-Dor.

Con tan poca antelación, había otro piloto que Litvak consideró, una que también carecía por completo de fe, pero que era discreta y de fiar, y que tenía un antiguo vínculo con Litvak en el que este se atrevía a depositar sus esperanzas. Al principio intentó borrar el nombre de sus pensamientos, pero no paraba de reaparecer. Le preocupaba el hecho de que, si vacilaban, volverían a perder a Shpilman. El
yid
ya se había desdicho dos veces de sendas promesas de hacer tratamiento con Roboy en el estrecho de Peril. Así que Litvak ordenó que buscaran a aquella piloto impía y de fiar y que le ofrecieran el trabajo. Ella lo aceptó, por mil dólares más de los que Litvak tenía pensado pagarle.

—Una
mujer
—dijo el doctor moviendo su torre del lado de la reina, una maniobra que no le reportaba ningún beneficio que Litvak pudiera ver. El doctor Roboy, desde la perspectiva comedida de Litvak, tenía un vicio común entre los creyentes: era todo estrategia y nada de táctica. Era propenso a mover pieza por el mero hecho de moverla, se concentraba demasiado en el objetivo para molestarse con la secuencia intermedia—. Aquí. En este lugar.

Estaban sentados en la oficina de la segunda planta del edificio principal, con vistas al estrecho, el batiburrillo de la aldea india con sus redes y su paseo entarimado lleno de curvas y el brazo saliente del muelle nuevecito para hidroaviones. La oficina era la de Roboy, provista de un escritorio en el rincón para Moish Fligler cuando este venía y se le podía obligar a permanecer detrás de una mesa. Alter Litvak prefería prescindir del lujo de una mesa, de una oficina y de un hogar. Dormía en cuartos de invitados, en garajes o en el sofá de alguien. Su escritorio era una mesa de cocina y su oficina el campo de entrenamiento, el Club de Ajedrez Einstein o la habitación del fondo del Instituto Moriah.

«En este lugar tenemos a hombres que son menos viriles que ella —escribió Litvak en su cuaderno—. La tendría que haber contratado antes.»

Forzó un intercambio de alfiles, abriendo una brecha repentina en el centro de las blancas. Vio que tenía mate, por una o dos vías, al cabo de cuatro movimientos. La perspectiva de la victoria le resultaba tediosa. Se preguntó si alguna vez le habría gustado realmente jugar al ajedrez. Cogió su pluma y escribió un insulto, por mucho que, en casi cinco años, había resultado imposible conseguir fastidiar a Roboy.

«Si tuviéramos a cien como ella, ahora yo estaría dándole a usted una paliza en una terraza con vistas al monte de los Olivos.»

—Humf —dijo el doctor Roboy, manoseando un peón, mirando la cara de Litvak mientras Litvak contemplaba el cielo.

El doctor Roboy estaba sentado dándole la espalda a la ventana, como un paréntesis oscuro que rodeaba el tablero, con la cara larga y prominente distendida por el esfuerzo de adivinar la negrura de su futuro ajedrecístico inmediato. Detrás de él, el cielo del oeste era todo mermelada y humo. Las montañas abolladas eran pliegues de color verde que se veían negros y de color púrpura que se veían negros, con fisuras de color azul luminoso allí donde estaba la nieve blanca. Al sudoeste la luna llena se estaba poniendo temprano, gris y de bordes nítidos, con aspecto de ser una fotografía en blanco y negro de sí misma pegada al cielo.

—Cada vez que mira usted por la ventana —dijo Roboy—, creo que es porque están aquí. Ojalá dejara de hacerlo. Me está poniendo nervioso. —Derriba su rey, se aparta del tablero y despliega su cuerpo de mantis gigantesca, una articulación detrás de otra—. No puedo jugar, lo siento. Gana usted. Estoy demasiado nervioso.

Se puso a caminar de un lado a otro por la oficina.

«No entiendo por qué se preocupa tanto, a usted le toca el trabajo fácil.»

—¿Ah, sí?

«Él tiene que redimir a Israel, usted solamente tiene que redimirlo a él.»

Roboy dejó de caminar y se giró para mirar a Litvak, que dejó su pluma y se puso a devolver las piezas a su caja de madera de arce.

—Hay trescientos chicos dispuestos a morir protegiendo su espalda —dijo Roboy, malhumorado—. Treinta mil
verbovers
van a arriesgar sus vidas y sus fortunas por ese hombre. Van a desarraigar sus hogares y poner en peligro a sus familias. Si los siguen más gente, entonces estamos hablando de millones. Me alegro de que pueda usted hacer broma con eso. Me alegro de que no le ponga nervioso asomarse por esa ventana y contemplar el cielo y saber que por fin él está de camino.

Litvak dejó de guardar las piezas y volvió a mirar por la ventana. Cormoranes, gaviotas, una docena de vistosas variaciones sobre la idea del pato normal que no tenían traducción al yiddish. En cualquier momento cualquiera de ellos, con las alas desplegadas sobre el fondo de la puesta del sol, se podía confundir con un Piper Super Cub que se acercara volando bajo procedente del sudoeste. Mirar al cielo también estaba poniendo nervioso a Litvak. Pero la suya no era por definición una ocupación que atrajera a hombres con talento para la espera.

«Confío en que sea el Tz H-D, de verdad.»

—No es verdad —dijo Roboy—. Está mintiendo. Usted está solamente metido en esto por la emocion. Por el juego.

Después del accidente que le quitó a Litvak su voz y a su mujer, fue el doctor Rudolf Buchbinder, el dentista loco de la calle Ibn Ezra, quien le reconstruyó la mandíbula y restauró su mampostería en acrílico y titanio. Y cuando Litvak descubrió que se había vuelto adicto a los calmantes, fue el dentista quien lo mandó a buscar tratamiento con un viejo amigo suyo, el doctor Max Roboy. Y años más tarde, cuando Cashdollar le pidió a su hombre en Sitka ayuda para cumplir la misión divinamente inspirada del presidente de América, Litvak pensó de inmediato en Buchbinder y Roboy.

Se tardó mucho más, por no mencionar hasta la última gota de
chutzpah
que tenía Litvak, en convencer a Heskel Shpilman para que entrara en el plano. Un sinfín de
pilpul
y de regateos con Baronshteyn. Resistencia férrea por parte de un montón de funcionarios de carrera del Departamento de Justicia que veían a Shpilman y a Litvak —y con razón— como un capo mafioso y un sicario, respectivamente. Por fin, después de meses de falsas alarmas y cancelaciones, tuvo lugar una reunión con el gran hombre en los Baños de la avenida Ringelblum.

Un martes por la mañana, con la nieve trazando torpes movimientos helicoidales en su descenso, diez centímetros de nieve en el suelo. Demasiado reciente, demasiado fresca para la máquina quitanieves. En la esquina de Ringelblum con Glatshteyn, un vendedor de castañas, con nieve sobre el paraguas rojo, el susurro y el resplandor del hornillo de asar, los surcos paralelos de las ruedas de su carro enmarcaban el lodo de sus pisadas en la nieve. Un silencio tan completo que permitía oír los golpes sordos de la maquinaria interna de la garita de señales de los semáforos y la vibración del busca del pistolero que estaba junto a la puerta. Un par de pistoleros, con esas enormes barbas rojas que usaban para proteger el cuerpo del rabino
verbover
.

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