Read El sindicato de policía Yiddish Online
Authors: Michael Chabon
—Gracias por avisar —dice el tío Hertz, soltando los despojos de la mano de Landsman.
—Este tenía muchas ganas de darte una sorpresa —dice Landsman, señalando con la cabeza a Berko—. Pero yo sabía que tú querrías salir a cazar algo.
El tío Hertz junta las palmas de las manos y hace una reverencia. Como verdadero ermitaño que es, se toma muy en serio sus deberes como anfitrión. Si la caza no va bien, entonces sacará algo bien grasiento del congelador y lo pondrá en el fogón con un poco de zanahoria y cebolla y un puñado bien triturado de esas hierbas que cultiva y cuelga en un cobertizo que tiene al lado de su cabaña. Se encargará de que haya hielo para el whisky y cerveza fría para el estofado. Y por encima de todo, aparecerá bien afeitado y con corbata.
El anciano le dice a Landsman que entre en la casa y Landsman obedece, lo cual deja a Hertz ahí fuera de pie enfrentándose a su hijo. Landsman se los queda mirando, parte interesada en el caso igual que todos los hombres judíos desde que Abraham hizo que Isaac se tumbara en la cima de aquella montaña y desnudara su caja torácica latiente bajo el cielo. El anciano estira el brazo y coge la manga de la camisa de leñador de Berko. Manosea la tela con los dedos. Berko se somete al examen con una expresión de verdadero dolor en la cara. Tiene que estar matándole, Landsman lo sabe, el hecho de aparecer delante de su padre vestido con nada que no sean sus mejores galas italianas.
—Bueno, pues, ¿dónde está el Gran Buey Azul? —dice por fin el viejo.
—No lo sé —dice Berko—. Pero creo que debe de tener los pantalones de tu pijama.
Berko se alisa la arruga que su padre le ha hecho en la manga. Pasa junto al anciano y entra en la casa.
—Gilipollas —dice en voz baja, o casi. Y se excusa para ir al retrete.
—
Slivovitz
—dice el anciano, y va hacia las botellas, un
skyline
apretujado que parece una réplica en miniatura del
shvartsn-yam
sobre una bandeja de esmalte negro—. ¿Verdad?
—Agua con gas —dice Landsman. Cuando su tío enarca una ceja, se encoge de hombros—. Tengo un médico nuevo. Uno indio. Quiere que deje la bebida.
—¿Y desde cuando escuchas tú a los médicos o a los indios?
—Desde nunca —admite Landsman.
—La automedicación es una tradición en la familia Landsman.
—También lo es ser judío —dice Landsman—. Y mira adónde nos ha llevado.
—Corren tiempos extraños para ser judío —admite el anciano.
Regresa del mueble-bar y le ofrece a Landsman un vaso de tubo rematado con un
yarmulke
de rodaja de limón. Luego se sirve a sí mismo un vaso generoso de
slivovitz
y lo levanta en dirección a Landsman con una expresión de crueldad divertida que Landsman conoce bien y en la cual ya hace tiempo que ha dejado de ver ninguna diversión.
—Por los tiempos extraños —dice el anciano.
Se lo bebe de un trago, y cuando mira a Landsman, resplandece como un hombre que acaba de hacer un comentario ingenioso que ha hecho romper en carcajadas a todos los presentes. Landsman sabe lo mucho que debe de estar matando a Hertz el ver que el esquife que él se pasó tantos años impulsando con la pértiga, con toda su habilidad y su fuerza, ahora navega a la deriva y se acerca cada vez más a las cascadas de la Revocación. Se sirve un segundo trago corto y lo vacía sin mostrar ninguna señal de placer. Ahora le llega el turno a Landsman de enarcar una ceja.
—Tú tienes a tu médico —dice el tío Hertz—. Y yo tengo al mío.
La cabaña del tío Hertz consiste en una única habitación alargada con un desván que llega a tres de sus paredes. Todos los adornos y el mobiliario están hechos de asta, hueso, tendón, piel y cuero. Al desván se llega por una abrupta escalera de cámara que hay al fondo, junto a la cocinilla. En un rincón está la cama del anciano, pulcramente hecha. Junto a la cama, en una mesa pequeña y redonda, hay un tablero de ajedrez. Las piezas son de palisandro y arce. A uno de los caballos blancos de arce le falta la oreja izquierda. Uno de los peones negros de palisandro tiene una mancha de color claro en el pomo. El tablero muestra un aire abandonado y caótico. En medio de las piezas de un extremo hay un inhalador Vicks, una posible amenaza al rey blanco en e1.
—Veo que estás jugando con la Defensa de Eucalipto Mentolado —dice Landsman, dándole la vuelta al tablero para verlo mejor—. ¿Es una partida por correspondencia?
Hertz está casi encima de Landsman, soltándole su aliento de coñac de ciruela, con un regusto de fondo a arenque tan aceitoso e intenso que hasta se le notan las espinas. Agobiado, Landsman lo vuelca todo al suelo con un ruido seco.
—Siempre fuiste el maestro de ese movimiento —dice Hertz—. El Gambito de Landsman.
—Mierda, tío Hertz, lo siento. —Landsman se agacha y tantea con la mano debajo de la cama del anciano en busca de piezas.
—¡No te preocupes! —dice el anciano—. No pasa nada. No era una partida, solo estaba tonteando. Ya no juego por correspondencia. El sacrificio lo es todo para mí. Me gusta deslumbrar a mi adversario con alguna combinación descabellada y hermosa. Y resulta duro hacerlo en una postal. ¿Reconoces el tablero y las piezas?
Hertz ayuda a Landsman a devolver las piezas a su caja, también de arce, recubierta de terciopelo verde. El inhalador se lo mete en un bolsillo.
—No —dice Landsman.
Landsman es quien, al ejecutar el Gambito de Landsman durante una rabieta hace muchos años, acabó con la oreja del caballo blanco.
—¿Tú qué crees? Se lo regalaste tú.
Hay cinco libros amontonados en la mesilla de al lado de la cama del anciano. Una traducción al yiddish de Chandler. Una biografía en francés de Marcel Duchamp. Un libro de tapa blanda que ataca los astutos planes de la Tercera República Rusa y que fue popular en Estados Unidos el año pasado. Una guía de campo Peterson de mamíferos marinos. Y algo titulado
Kampf
, en el alemán original, escrito por Emanuel Lasker.
Se vacía el depósito del retrete y se oye a Berko echándose agua sobre las manos.
—De repente todo el mundo está leyendo a Lasker —dice Landsman. Coge el libro, pesado, negro y con el título repujado en letras negras doradas, y le sorprende un poco descubrir que no tiene nada que ver con el ajedrez. No hay diagramas, no hay figuritas de reinas y caballos, solamente una página tras otra de espinosa prosa en alemán—. ¿Así que el tipo también era filósofo?
—Él lo consideraba su verdadera vocación. Pese a ser un genio del ajedrez y de las matemáticas avanzadas. Siento decir que como filósofo tal vez no fuera un genio tan grande. ¿Por qué? ¿Quién más está leyendo a Emanuel Lasker? Ya nadie lee a Emanuel Lasker.
—Hoy eso es todavía más cierto que hace una semana —dice Berko saliendo del cuarto de baño, secándose las manos con una toalla.
Su naturaleza lo hace gravitar hacia la mesa del comedor. La enorme mesa de madera maciza está puesta para tres personas. Los platos son de hojalata esmaltada, los vasos de plástico y los cuchillos tienen mangos de hueso y unos filos temibles, del tipo que se podría usar para desgajar el hígado todavía latiente del abdomen de un oso. Hay una jarra de té helado y una cafetera esmaltada. La comida que ha preparado Hertz Shemets es abundante, caliente y muy descompensada en beneficio del alce.
—Chile de alce —dice el anciano—. La carne la molí el otoño pasado y la he tenido en bolsas al vacío en el congelador. El alce también lo cacé yo, claro. Una hembra lechera, quinientos kilos. El chile lo he hecho hoy, las judías son frijoles y también le he puesto una lata de alubias negras que tenía por ahí. Lo que pasa es que no estaba seguro de que fuera bastante, así que he calentado unas cuantas cosas más que tenía congeladas. Hay una quiche lorraine… eso es huevo, naturalmente, con tomate y beicon, el beicon es de alce. Lo ahumé yo mismo.
—Los huevos son huevos de alce —dice Berko, imitando a la perfección el tono ligeramente pomposo de su padre.
El anciano señala un cuenco alto de cristal lleno hasta arriba de albóndigas uniformes y sumergidas en una salsa de color marrón rojizo.
—Albóndigas suecas —dice—. Albóndigas de alce. Y luego un poco de asado frío de alce, si alguien quiere un bocadillo. El pan lo he cocido yo mismo. Y la mayonesa está hecha en casa. No soporto la mayonesa de bote.
Se sientan a comer con el anciano solitario. Hace años su comedor era un lugar bullicioso, la única mesa en esas islas divididas donde indios y judíos se sentaban regularmente juntos para comer buena comida sin rencores. Había vino de California para beber y para hacer que el anciano se explayara. Tipos silenciosos, hombres problemáticos y algún que otro agente especial o miembro de algún lobby de Washington, mezclados con talladores de tótems, vagabundos ajedrecistas y pescadores nativos. Hertz se sometía a las pullas de la señora Pullman. Era la clase de viejo degollador dominante que elegía casarse con una mujer capaz de bajarle los humos delante de sus amigos. De alguna manera, aquello solamente le hacía parecer más fuerte.
—He hecho un par de llamadas —dice el tío Hertz al cabo de varios minutos de concentración ajedrecística en su comida—. Después de que me llamarais para decir que veníais.
—¿Ah, sí? —dice Berko—. Un par de llamadas.
—Eso es. —Hertz tiene una forma de sonreír, o de producir un efecto parecido a una sonrisa, en que levanta solo el labio superior en el lado derecho de su boca, y solo durante medio segundo, enseñando un incisivo amarillo. Parece que alguien lo haya cogido del labio con un anzuelo invisible y le esté dando un tirón fuerte a la cuerda—. Por lo que tengo entendido, has estado molestando a la gente, Meyerle. Conducta poco profesional. Comportamiento errático. Has perdido la placa y la pistola.
Pese a todo lo demás que ha sido, durante cuarenta años el tío Hertz también fue agente de la ley bajo juramento y con una insignia federal en su billetera. Aunque hace poco énfasis en él, el matiz de reproche es inconfundible. Se vuelve hacia su hijo.
—Y tú, no sé qué crees que estás haciendo —le dice—. A ocho semanas del vacío. Dos niños y,
mazel tov
y
kaynahora
, el tercero en camino.
Berko no se molesta en preguntar cómo sabe su padre que Ester-Malke está embarazada. Solo serviría para alimentar la vanidad del anciano. Él se limita a asentir y a servirse unas cuantas albóndigas de alce más. Están buenas, las albóndigas, impregnadas de toques de romero y humo.
—Tienes razón —dice Berko—. Es una locura. Y no digo que quiera a este fulero que tengo aquí al lado ni que me importe, míralo, sin placa y sin pistola, molestando a la gente y corriendo por ahí con las rótulas congeladas, más de lo que me importan mi mujer o mis hijos, porque no es verdad. Ni que yo le encuentre sentido a poner el futuro de mi familia en jaque por él, porque no se lo encuentro. —Mientras contempla el cuenco de albóndigas, su cuerpo emite un ruido fatigado, un ruido yiddish, a medio camino entre un eructo y una lamentación—. Pero si nos ponemos a hablar de vacíos, no es la clase de circunstancia que yo querría afrontar sin tener cerca a Meyer.
—Ya ves qué leal —le dice el tío Hertz a Landsman—. Eso es exactamente lo que yo sentía por tu padre, que su nombre sea bendecido, pero el muy cobarde me dejó en la estacada.
Su tono aspira a la ligereza, pero el borrón de silencio que le sigue parece oscurecer el comentario. Mastican su comida y la vida se les antoja larga y pesada. Hertz se levanta y se sirve otro trago corto. Se detiene junto a la ventana, mirando un cielo que es como un mosaico compuesto por los trozos rotos de un millar de espejos, cada uno de ellos tintado de un tono distinto de gris. El cielo invernal del sudeste de Alaska es un Talmud de color gris, un comentario inagotable sobre una Torá de nubes de lluvia y luz crepuscular. El tío Hertz siempre ha sido la persona más competente y llena de confianza que Landsman haya conocido, pulcro como un avión de origami, una rápida aguja de papel doblada con precisión, inmune a las turbulencias. Preciso, metódico, desapasionado. Siempre hubo en él vislumbres de sombras, de irracionalidad y de violencia, pero estaban contenidas detrás de la muralla de las misteriosas aventuras indias de Hertz, escondidas al otro lado de la Línea Divisoria, y él las cubría mediante esas cuidadosas coces hacia atrás con que los animales ocultan su rastro. Pero ahora en la cabeza de Landsman emerge un recuerdo procedente de los días posteriores a la muerte de su padre, y en ese recuerdo el tío Hertz está sentado, arrugado como un pañuelo de papel usado en un rincón de la cocina de la calle Adler, con los faldones de la camisa colgando, el pelo desordenado, la camisa mal abotonada y los contenidos cada vez más escasos de una botella de
slivovitz
en la mesa de la cocina que tiene al lado, indicando como si fueran un barómetro la atmósfera cada vez más helada de su dolor.
—Tenemos entre manos un enigma, tío Hertz —dice Landsman—. Es por eso que hemos venido.
—Por eso y por la mayonesa —dice Berko.
—Un enigma. —El anciano regresa de la ventana con la mirada nuevamente endurecida y fatigada—. Odio los enigmas.
—No te estamos pidiendo que resuelvas ninguno —dice Berko.
—No uses ese tono conmigo, John Oso —dice el anciano con voz cortante—. No me gusta.
—¿Tono? —dice Berko con una voz en la que se apilan media docena de tonos, como si fuera un fragmento de partitura, un conjunto de cámara de insolencia, resentimiento, sarcasmo, provocación, inocencia y sorpresa—. ¿
Tono
?
Landsman le dedica a Berko una mirada que no está destinada a recordarle su edad y el momento de la vida en que se encuentra, sino la falta manifiesta de elegancia que entraña pelearse con los parientes de uno. Se trata de una expresión facial antigua y ya muy gastada, procedente de la época de los primeros años llenos de conflictos que pasó Berko con los Landsman. No hacen falta más que unos minutos, cada vez que se juntan los dos, para que todo el mundo involucione a un estado salvaje, como un grupo de gente arrojada a una isla desierta por un naufragio. Eso es una familia. Eso y la tempestad marina, el barco y la orilla desconocida. Y los gorros y destiladeros de whisky que te fabricas a base de bambú y cocos. Y el fuego que enciendes para que no se acerquen las bestias.
—Hay algo que estamos intentando explicarnos —empieza de nuevo Landsman—. Una situación. Y hay aspectos de esa situación que nos han recordado a ti.