Pero perdieron las elecciones. Obviamente, el Partido Popular subió en votos y escaños. Pero no se trataba de eso, sino, sencillamente, de ganar. Y se perdió. No pretendo ahora analizar las razones, que, por otra parte, son para mí muy claras. Se trata de constatar el hecho y sus consecuencias: el desánimo que eso produjo en determinados sectores de la sociedad española, que esperaban no tanto un triunfo del Partido Popular como una salida de los socialistas del poder, fue muy importante. Pero dado que no había otra alternativa inmediata se disfrazó la derrota en clave de ascenso electoral, lo cual resultaba aceptable para las páginas impresas de un periódico pero no convencía íntimamente a casi nadie.
Por ello, en los meses de octubre, noviembre e, incluso, en los primeros días de diciembre, arreciaron las presiones sobre mí. Algunos comentaristas llegaron a formular la tesis del tercer partido como único instrumento que permitiera la salida a la situación de crisis política española que se avecinaba. Poco a poco la idea fue tomando cuerpo. De nuevo volví a desmentir. Pero nadie lo creía. El proyecto de entrar en las elecciones europeas con una lista independiente se instaló como una realidad para cuya constatación solo quedaba esperar. Yo no era consciente de hasta qué punto eso había penetrado en los círculos directivos del Partido Popular. Poco después del acto de intervención, uno de los máximos dirigentes del Partido Popular —cuyo nombre no voy a desvelar ahora— comentó a un amigo mío: «Menos mal que ha sucedido lo de Banesto, porque Mario tenía el proyecto de entrar en política y nos habría causado un gran problema». La verdad es que me parece una imprudencia comentarlo a un amigo mío, pero esa es la verdad.
Cuando analicé la posición de Felipe González acerca del acto de intervención de Banesto, expuse que una de las razones de los que sostenían la tesis de que el presidente del Gobierno era el máximo responsable de lo sucedido era, precisamente, porque con ello se eliminaba un competidor político. No lo creo. Poco antes de la intervención de Banesto, con ocasión de una conversación que sostuve con el presidente en la Moncloa, hablamos de los comentarios acerca de mi posible dedicación a la política. Eran los momentos en los que la idea del «tercer partido» estaba cobrando fuerza en la sociedad española. Yo le expuse al presidente que me preocupaban estos comentarios porque causaban intranquilidad en el banco y eran un arma utilizada contra mí al decir que lo único que me interesaba de Banesto era la plataforma que me proporcionaba para dar el salto a la política. Le dije que a pesar de mis negativas el asunto seguía vivo.
La respuesta del presidente González fue la siguiente: le parecía lógico que así fuera puesto que yo no tenía tradición bancaria, ni pertenecía a ninguna de las familias vinculadas históricamente con la banca española y había manifestado una serie de inquietudes sobre muchos temas, por lo que era inevitable que mucha gente creyera que ese era el destino lógico de mi vida. Hubo muchas otras consideraciones que no me afectan a mí directamente sino a juicios sobre terceros, por lo que no debo reproducirlos en estas páginas.
Claro que podría razonar el lector: precisamente eso lo que indica es que Felipe González tenía el convencimiento de que eso iba a suceder y, por tanto, decidió abortarlo. Insisto en que estoy convencido de que no es así. No es eso, ni mucho menos, lo que se deduce de mis conversaciones con el presidente del Gobierno. Quizá algún día pueda escribir o contar por qué. Lo que sí me importa constatar es que esta tesis no es reciente. Al contrario, desde los primeros días siguientes al acto de intervención, vengo manteniendo esta posición, a pesar de los esfuerzos que algunos han hecho por tratar de convencerme de la contraria. Es posible que sea ingenuo, pero, en cualquier caso, prefiero relatar la verdad. Es posible que algún día pueda descubrir que las cosas no son como las relato, pero, en todo caso, hoy por hoy, es lo que creo.
Al margen de las consideraciones anteriores, lo importante —al menos para mí— es si yo tenía o no intención de dedicarme a la política. La respuesta es, obviamente, no. De otra manera nunca hubiera aceptado el compromiso, impuesto por J. P. Morgan, de mantenerme al frente del banco por el tiempo en que el banco americano mantuviera su posición de capital en Banesto. Creía en la necesidad de reafirmar la sociedad civil y había conseguido que una voz proveniente de dicha sociedad tuviera eco en España. Esto me parecía más importante para el proyecto de país que el desempeñar un papel activo en la política española. Por otro lado, en el fondo todo es política.
Es evidente que muchas de las decisiones que toman los presidentes de los grandes bancos están condicionadas por razones políticas. Hoy, a medida que lo público y lo político tienden a confundirse, los perfiles de la cuestión política se hacen más difusos. Por ello, participar desde la sociedad en las grandes cuestiones que la afectan me parece positivo. Pero, además, obligado. No solo por un íntimo convencimiento de que, en esta fase final del siglo
XX
, la existencia de voces de la sociedad civil era una manifestación de esa «autorresponsabilidad» a la que se refería Pérez Díaz, sino porque, además, nuestro futuro, el valor de nuestras empresas, dependía del acierto o error en el modelo de política económica y, en general, de las grandes cuestiones que afectan a una sociedad.
Lo que ocurre es que este esquema de pensamiento parece que no cuaja en la sociedad española, que sigue equiparando preocupación por el interés general con la intención de dedicarse a la política. Esta consideración me hizo analizar, a la vista de las presiones recibidas en el último trimestre de 1993, la posibilidad de una lista de independientes para las elecciones europeas, de forma que la sociedad civil pudiera hacer valer su voz en el Parlamento europeo. No pasó de ser una idea que no tomó cuerpo antes de la intervención. Pero tengo la sensación de que alguien la filtró como un proyecto definitivo. ¿Tuvo este hecho alguna influencia en el comportamiento de los políticos en el acto de intervención? Es posible. En todo caso, ahora, una vez intervenido Banesto, mis preocupaciones seguirán, pero no existirán los compromisos que se derivan de la responsabilidad de una institución financiera.
Las elecciones europeas celebradas en junio de 1994 han marcado un punto de inflexión extraordinariamente importante. Hay hechos claros: primero, el Partido Socialista ha perdido las elecciones; segundo, el Partido Popular las ha ganado y por un margen muy considerable, constituyendo la primera victoria electoral de la derecha española desde hace muchos años; tercero, Izquierda Unida ha experimentado un crecimiento importante; cuarto, las opciones «intermedias», exclusión hecha de las de corte nacionalista, han sufrido un gran fracaso electoral puesto que sus potenciales votantes se han decantado por el Partido Popular. Creo que pocos discutirán que estos son los hechos.
El problema comienza cuando lo que pretendemos es realizar una interpretación de estos hechos. Ante todo, una primera pregunta se formuló con anterioridad al día de la consulta electoral: ¿estábamos o no en presencia de unas auténticas elecciones europeas o existía en ellas un componente de «plebiscito» sobre el Gobierno? Es muy difícil proporcionar una respuesta científica a esta pregunta, pero por la lógica de los acontecimientos, tomando en consideración la profunda crisis económica, social y política en la que se encontraba el país en el momento de llamar a las urnas, me parece claro que no nos enfrentábamos a unas auténticas elecciones europeas, sino que había algo más. Cuánto más, es difícil de decir, pero, ciertamente, existían factores cualitativos que permitían una lectura distinta.
A partir de aquí la pregunta siguiente fue: ¿son extrapolables estos resultados a unas elecciones generales? De nuevo la respuesta científica es extraordinariamente difícil. Por ello creo que es mejor operar con datos. A mi juicio, los factores determinantes de estas elecciones han sido los siguientes.
1. El Partido Popular ha conseguido aglutinar el voto de centro-derecha que le respaldó en las elecciones de junio de 1993. Este sí me parece un dato significativo. Este voto, además, parece tener talante militante, es decir, naturaleza casi fija. Es cierto que el Partido Popular ha obtenido en estas elecciones casi 700 000 votos menos que los que consiguió en las generales de junio de 1993, pero eso puede encontrar explicación en que se trataba, formalmente, de elecciones europeas.
2. El trasvase de votos desde el Partido Socialista al Partido Popular o a Izquierda Unida no ha sido excesivo. En ambos casos, según los análisis de las encuestas, nos encontramos ante volúmenes del 4 o 5 por ciento. Es decir, significativos, pero no determinantes.
3. La clave del proceso se encuentra en el enorme número de votos perdidos por el Partido Socialista que se han refugiado en la abstención. Este es el punto fundamental: la inmensa mayoría de los descontentos con el Partido Socialista —por las razones que fuere— han optado por la abstención, en vez de trasladarse al Partido Popular o a Izquierda Unida.
Por tanto, si somos objetivos tendremos que admitir que el comportamiento de estos abstencionistas será determinante para conocer lo que sucederá en la próxima contienda electoral. ¿Es el Partido Popular capaz de atraerlos? ¿Podrá recuperarlos el Partido Socialista? ¿Están acaso reclamando una opción distinta? Si extrapoláramos la estructura política de la inmensa mayoría de los países europeos, parece que la tercera pregunta es la decisiva. Pero España no necesariamente es extrapolable en todos sus comportamientos, incluidos, desde luego, los electorales. En todo caso, este interrogante es el que dota al hecho indudable de la victoria electoral del Partido Popular de un componente de interrogación que solo el tiempo y la evolución de los acontecimientos podrán despejar.
La primera manifestación de la endogamia de la clase política reside, como antes explicaba, en el proceso en virtud del cual los políticos «acusan» a una persona de querer dedicarse a la política. Pero existe otro dato más que, a mi juicio, tiene indudable importancia: la teoría de las incompatibilidades.
Se trata de imponer restricciones a que una persona pueda penetrar en política. El fundamento teórico es el siguiente: determinadas profesiones pueden enriquecerse indebidamente u obtener determinadas ventajas si penetran en política. Por tanto, la mejor manera de garantizar la independencia de la clase política es profesionalizarla, que es lo mismo que tratar de crear un conjunto de personas cuya dedicación vitalicia sea la política. Con ello se crea una especie de coto cerrado, de númerus clausus con ciertas pretensiones de eternidad.
La base del razonamiento es equivocada: si alguien utiliza su puesto de político para enriquecerse, lo que hay que hacer es proceder contra quien lo haga, pero por una mera suposición de que alguno pueda violar la ley no se puede esterilizar a la clase política de las iniciativas que provengan de la sociedad. En el fondo, con buena o mala intención, se trata de un mecanismo para aislar a la sociedad de los políticos. Anteriormente defendimos la idea de que el poder del Estado debe reflejar las relaciones reales de poder en el seno de la sociedad. Sin embargo, para algunos políticos, esta idea no parece ser correcta puesto que se pretende —o al menos eso parece— interponer a la clase política entre la sociedad y el Estado, mediante el procedimiento de las incompatibilidades y las técnicas de acusación sobre quien quiera tratar de romper el esquema.
Yo, por el contrario, creo que la tesis debe ser la opuesta: los políticos no deben ser una clase cerrada sino reflejar la verdadera dinámica de la sociedad. Al no ser así, se está produciendo un constante alejamiento entre la sociedad y los políticos, dado que esta percibe que la «clase política» parece defender sus propios intereses al margen de los que corresponden a la sociedad en cuanto tal. Este alejamiento es perceptible en nuestro país y reclama una solución urgente. Yo lo denuncié en el discurso que tuve ocasión de pronunciar con motivo de mi investidura como doctor honoris causa por la Universidad Complutense de Madrid
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Ha transcurrido un año desde entonces y la situación, en este terreno, ha empeorado claramente.
Ocurre que muchos políticos actuales no encontrarían un puesto adecuado en la sociedad si abandonaran sus cometidos políticos. Esto es una realidad; dura y difícil de admitir, pero cierta. Cuando algunos políticos, por la razón que sea, tienen que abandonar su vida política, encuentran serias dificultades para ser útiles a la sociedad. Sencillamente, porque su oficio ha sido la política en una estructura que aleja los intereses de esa clase de los propios de la sociedad en general.
Este es un problema pendiente que tienen que resolver adecuadamente las democracias modernas: la reinserción social del político. Muchas veces nos hemos preguntado qué sucedería con muchas personas si se produce un fracaso electoral de determinado partido. En el fondo de esta preocupación late el convencimiento de la dificultad que encuentran los políticos para reinsertarse en la vida social. El desastre de UCD ofrece un buen ejemplo de ello. Por otro lado, es posible que en determinadas prácticas de corrupción pueda latir la preocupación del político por su futuro después de la política. Por ello, resolver este problema de la reinserción social del político es algo que conviene al modelo democrático en cuanto tal, no solo para agilizar la renovación de la clase política, sino para evitar que puedan producirse situaciones extrañas.
La construcción de un modelo endogámico afecta a los políticos en cuanto personas y a los partidos como instrumentos al servicio del reclutamiento de la clase política. Claro que es legítimo plantearse la siguiente pregunta: si los partidos políticos canalizan la soberanía popular y esta se ejerce a través de voto universal y secreto, ¿cómo puede seriamente sostenerse que los políticos no representan a la sociedad?
Esta pregunta está en la base misma del problema de las democracias actuales. Como luego diré, hay que tratar de conseguir que la democracia, siendo —no puede ser de otra manera— una democracia de partidos, sea, igualmente, una democracia de ciudadanos. Teóricamente, los partidos eran un instrumento al servicio de la canalización del poder de la sociedad hacia el Estado. En el modelo «aristocrático» su existencia no es necesaria, puesto que funciona la automaticidad de la conversión del aristócrata en poder público. Los partidos encuentran su lógica en el planteamiento derivado de la revolución burguesa.