De estas premisas se deriva una conclusión: partidos y Estado deben diferenciarse nítidamente. ¿Es esto lo que ocurre hoy? Sinceramente, creo que no. Son muchos los autores políticos que han analizado el fenómeno de la partitocracia y, por tanto, me resulta innecesario profundizar en un esquema tan conocido. Lo importante es que, a través de la financiación que el Estado ofrece a los partidos políticos y el sistema de listas cerradas —que convierte la oferta electoral en un oligopolio—, los partidos se han ido alejando poco a poco de su posición originaria.
Como decía, se trataba de un «puente» entre la sociedad y el Estado. Si en un círculo representamos a la sociedad y en otro al Estado, los partidos políticos serían un círculo situado entre ambos y tangente a los dos. La evolución del modelo ha alterado la situación de los partidos políticos, que, de alguna manera, han pasado a formar parte de la estructura del Estado, de forma que su representación gráfica sería la de un círculo secante al propio del Estado.
Hemos definido, hasta el momento, un «sistema» de poder que parece derivarse de la existencia de una clase política, fruto de la homogeneización de la sociedad española. Queda un punto por resolver: ¿cómo conecta el Sistema con la estructura de partidos políticos?
Hemos definido al Sistema como un esquema de poder que se localiza en nuestro modelo jurídico-político. No es, por tanto, la integridad del modelo, sino una «realidad» que se sitúa dentro del mismo y que afecta, como antes decía, a las relaciones reales de poder. La primera afirmación, por tanto, es obvia: el Sistema es independiente de los partidos políticos.
Cuando nos preguntábamos acerca del origen del poder del Sistema —sobre todo en lo referente a su «arquitectura intelectual»—, expuse que era problemática una investigación histórica precisa, pero que, muy probablemente, el nacimiento del modelo se sitúe en el Plan de Estabilización de 1959. Es decir, en plena dictadura. La característica básica del Sistema, en consecuencia, es que ha sabido transitar por la dictadura y la democracia, y, dentro de esta última, por los gobiernos de UCD y del PSOE. Por tanto, es un mecanismo que se encuentra al margen de los partidos políticos.
Un ejemplo clarificará la afirmación: ¿sabían los votantes del PSOE que el advenimiento del Partido Socialista al poder iba a significar el fortalecimiento de una persona como Mariano Rubio? ¿Sabían que a través de su influencia se iban a alterar los esquemas de poder en la banca privada? ¿Conocían que el Sistema iba a alargar su influencia sobre los medios de comunicación social? ¿Conocían que la influencia sobre estos últimos ha tenido mucho que ver con los problemas internos generados en el propio partido que lo han situado al borde de la ruptura? Me parece que la respuesta sensata a estos interrogantes es negativa.
Si hemos dicho que los partidos políticos han llegado a convertirse en un círculo secante del Estado, ¿dónde situaríamos al Sistema? En mi opinión, su representación gráfica sería un círculo secante del Estado y la sociedad, de tal forma que absorbería la parte más importante de cada uno de ellos: poder económico privado y mediático, por lo que respecta a la sociedad, y poder político-económico, por lo que se refiere al Estado. Como en ese esquema los partidos políticos seguirían siendo un círculo secante al Estado, la alteración del poder en estos últimos no afectaría para nada al Sistema.
Sobre este punto he mantenido algunas discusiones con Pedro J. Ramírez. La tesis que sostiene el director de
El Mundo
es la siguiente: un cambio de gobierno puede, por sí solo, provocar una alteración del Sistema sin necesidad de abordar otro tipo de reformas. Yo creo que no, por las razones siguientes: primero, porque, en el terreno conceptual, el esquema de poder del Sistema es independiente de los partidos, en el sentido de que se superpone a los mismos, como la experiencia ha demostrado; segundo, porque los partidos en liza con posibilidad de obtener victoria electoral que permita el acceso al gobierno no manifiestan —al menos por el momento— una voluntad de ruptura con este esquema de poder, sino que, por el contrario, transmiten la apariencia de integración con el mismo. Por tanto, se trataría, en mi opinión, de un cambio de personas en algunos casos, pero no de la sustancia del mismo. La elección de Luis Ángel Rojo para la nueva etapa de independencia del Banco de España creo que proporciona motivos de reflexión en la línea que sostengo.
Y este es un punto importante: el Sistema surge como consecuencia de un «modelo antiguo», una forma «antigua» de entender la política y su modo de ejercerla. Por tanto, mientras no atajemos los orígenes, se mantendrán las consecuencias y, sean del signo que sean, no avanzaremos en el propósito final, que es profundizar en la democracia. La expresión «impulso democrático» es acertada, pero siempre que con ella se introduzcan las reformas necesarias para evitar la reproducción del Sistema.
Lo sucedido en la primavera de 1994 es, sin duda, extraordinariamente importante. Incluso, quizá, algunos hayan llegado a pensar que con ello se ha provocado la muerte del Sistema. No es así. Su capacidad para reproducirse es muy poderosa, porque las premisas del modelo organizativo del poder político y de las relaciones sociedad civil-Estado lo permiten. Por tanto, no se trata de pedir la sustitución de algunas personas por otras. Eso sería conveniente pero significaría admitir el Sistema y cambiar los dueños, y, al menos en mi opinión, no es el objetivo fundamental.
¿Qué es lo que nos ha sucedido? La respuesta me parece muy clara: hemos nacido a la democracia con un modelo viejo. Fueron demasiados años de dictadura y de aspiración al ideal de disponer de una carta constitucional que consagrara un modelo democrático en nuestro país. Por ello, este ideal de democracia primó, en el momento de redactar la Constitución, sobre la forma concreta de organizarlo. Es decir, bastaba con alcanzar el ideal democrático. Sin embargo, en aquellos momentos las democracias occidentales ya habían evolucionado de forma significativa. Nuestro texto constitucional es muy avanzado en algunos órdenes, pero consagra un modelo jurídico-político que se ha visto superado por la evolución de la sociedad moderna.
Parto del principio de que el sistema parlamentario se construye en momentos históricos en los que la sociedad civil desempeña, tanto en el orden cultural como en el económico y social, un papel muy distinto al que en la actualidad le corresponde, o, al menos, debería corresponderle. En muchas sociedades contemporáneas registramos un resurgimiento de la sociedad civil, de tal manera que, en toda Europa, creo que se perciben claramente las dos ideas siguientes:
¿Qué es lo que ha ocurrido? Sencillamente, que el modelo de democracia parlamentaria hoy vigente en la mayoría de los países europeos fue concebido en una coyuntura social, cultural y económica muy distinta a la que se aprecia en las sociedades de hoy. Por tanto, en una sociedad más desarrollada y, sobre todo, con mayores deseos de desarrollarse, de autoafirmarse frente al Estado, que exige de manera clara una mayor seguridad en la defensa de sus propios intereses, no sería prudente seguir manteniendo intacto un modelo respecto del cual las percepciones de los ciudadanos reflejan dudas acerca de su propia eficiencia.
Supongamos que esto fuera así. No cabe duda de que la reforma del modelo debe hacerse con cautela. Sin duda, puesto que, como decía Luis María Anson, hay que evitar que pueda provocar efectos secundarios sobre las cuestiones fundamentales. El problema consiste, en mi opinión, en que, si no hacemos nada, la reforma se puede producir por la vía de los hechos y de forma incontrolada. Por tanto, es necesario anticiparse a ella. Ahora bien, en tanto en cuanto dicha reforma supone una alteración sustancial del modelo de entender la acción política y afecta, evidentemente, al carácter endogámico de la clase política, es difícil creer que van a ser los políticos quienes la lleven a cabo. Esto solo sería posible tras una presión social muy potente, pero su propia potencia la convertiría en difícilmente controlable.
Para abordar una reforma de esta categoría se necesitan tres condiciones. Primera, una situación social «propicia», es decir, un descontento derivado de la sensación de que «así no se funciona». Yo creo que, en gran medida, ese estado de cosas existe en España. Segunda, una «ideología», un cuerpo de pensamiento mínimamente articulado que contenga respuestas claras y contundentes para abordar la nueva situación, que sean capaces de explicitar en dónde radican los problemas y cuáles son las soluciones, o, al menos, las vías para encontrarlas. Tercera, un conjunto de personas que corporeicen la ideología del cambio. Mi pregunta es: ¿cree el lector que en España se dan en los momentos actuales las condiciones segunda y tercera? Yo creo que no, y en tanto en cuanto, insisto, la reforma implica una alteración sustancial del papel tradicionalmente desempeñado por la clase política, tengo la sensación de que sería una espera inútil. Claro que lo importante es conseguir los objetivos y lo de menos quién o quiénes los implementen, por lo que no tendría ningún inconveniente en equivocarme.
Continuemos. Es imprescindible romper la sensación de alejamiento entre lo político y lo público, para lo que no queda más alternativa que la sociedad civil desempeñe un papel más activo. De no ser así, se producirá el efecto de que una determinada forma de ejercer la política acabará afectando a la valoración del sistema democrático en su conjunto, y ese efecto indeseable hay que tratar de evitarlo a cualquier precio. Pero lo cierto es que aquellos sectores sociales que son los mayores impulsores del progreso social se hallan en una situación de desamparo social fácilmente perceptible. Y de eso se trata: de recuperarlos para impulsar las reformas inexcusables.
Definir cuáles son esas reformas necesarias y explicarlas a la sociedad, es la labor pendiente. Por ello, no se trata de promover soluciones apresuradas que puedan construirse sobre un estado de descontento social hacia «lo viejo». Por el contrario, es necesaria una labor de reflexión y de explicación de forma tal que las ideas que se defiendan vayan calando poco a poco en el cuerpo social, hasta que sea la propia sociedad la que entienda y reclame que es necesario instrumentar mecanismos jurídicos y políticos que garanticen la defensa de sus propios intereses colectivos.
Ante todo, creo necesario
abordar en profundidad el debate sobre la dimensión y funciones del Estado.
En mi opinión, ello conducirá necesariamente a una reducción del papel del Estado, tanto cualitativa como cuantitativamente. Lo primero significa recuperar su sentido originario. Al comienzo de este apartado razonaba acerca del sentido primigenio de los funcionarios en cuanto «mandatarios». Por expresarlo en una terminología más llana, la sociedad es el verdadero «dueño» y los funcionarios o agentes públicos son «mandatarios».
No creo que sea esta la percepción actual. Parece que se ha producido un cambio cualitativo, de forma tal que el Estado es el «dueño» y la sociedad la «administrada». Ello provoca reacciones de distinta naturaleza. Una primera —de índole global— consiste en la jerarquización entre el Estado y la sociedad, de forma que el primero se impone de hecho sobre la segunda. Un ejemplo concreto de esta idea es la tesis que, como explicaba en páginas anteriores, subyace en la ideología empresarial, al menos en determinados ámbitos: la subordinación del empresario al poder político. Quizá en algunos casos este principio derive de la necesidad de contar con el Presupuesto del Estado para la supervivencia de algún tipo de empresas, pero, en otros, se trata de la convicción de que el Estado es un poder en sí mismo y no algo derivado de la sociedad para la mejor administración de los asuntos comunes. Por tanto, ese cambio cualitativo al que me refería significa recuperar el enfoque original de las relaciones entre el Estado y la sociedad.
Pero es necesario que el Estado se reduzca cuantitativamente. Obviamente, no pretendo llevar la tesis al extremo de pedir la desaparición del Estado. No es ese mi pensamiento, sino la constatación de que las actividades del Estado, en su forma de concebirse actualmente, pueden distorsionar el normal y libre funcionamiento de las iniciativas sociales. La actividad financiera es un ejemplo muy evidente: si no existe disciplina presupuestaria, el Estado puede causar distorsiones graves sobre las actividades económicas privadas. Pero no solo se trata de eso.
El Estado ha llegado a asumir una serie de funciones que no le corresponden, puesto que no nació para ejercitarlas. En consecuencia, es necesario que dichas funciones sean restituidas a la sociedad. En el fondo, esta extensión de las funciones del Estado más allá de sus límites lógicos parece ser producto de la clase política, que, posiblemente contemplando más sus propios intereses que los de la sociedad en general, le ha atribuido al Estado un papel excesivo que este no puede cumplir, o, al menos, no puede hacerlo eficientemente, lo que provoca el resultado de la insatisfacción social a que anteriormente me refería.