Por tanto, este primer debate me parece inexcusable: delimitar el alcance y las funciones del Estado; concretar cuáles han sido atribuidas sin razón a este último y, consiguientemente, deben ser restituidas a la propia sociedad. Pero es necesario seguir adelante.
Creo que
es imprescindible retornar al principio de la limitación de los poderes del Estado.
Jefferson, uno de los padres de la Constitución americana, señalaba con acierto que se debía evitar que el nuevo sistema político llegara algún día a transformarse en una especie de «despotismo electivo». Sea o no esta la situación a la que hemos llegado, lo cierto es que muchas personas empiezan a tener la sensación de que el Parlamento, que nació como un instrumento de control político, ha llegado a convertirse, en alguna medida, en un mecanismo que legitima decisiones que son tomadas fuera de él.
Algunos justificaban la acumulación de poder en un «ejecutivo fuerte» por el principio de «eficiencia». Se trataba de combinar la democracia parlamentaria con dotar al poder ejecutivo de la fuerza necesaria para abordar la «solución de los problemas que las sociedades modernas plantean». Ante todo, hay un peligro en este «principio de eficiencia» que, aplicado hasta sus últimas consecuencias, tiene, sin duda, un germen de pensamiento totalitario. Conviene recordar que no hay nada más «eficiente» para la vida social que un funcionamiento adecuado del sistema de libertades reales. Por tanto, debemos priorizar adecuadamente y situar cada cosa en el nivel que debe tener. Si la eficiencia afecta a las libertades reales, no es tal eficiencia, y si subordinamos aquellas a esta pretendida «eficiencia», nos estamos alejando de un pensamiento democrático.
Pero, además, tal eficiencia no ha existido. ¿Cree el lector que lo sucedido en estos últimos años en nuestro país puede catalogarse como «eficiente»? Reconozco que muchas reformas introducidas eran necesarias y, en algunos casos, difíciles de abordar. Pero eso no es suficiente para afirmar que el funcionamiento ha sido «eficiente», ante todo porque no existe ninguna razón para negar que con otro modelo no se hubieran conseguido las mismas reformas. Por el contrario, yo creo que no solo se podría haber alcanzado lo mismo, sino que, además, se habrían evitado otros costes innecesarios.
Un modelo cerrado de ejercicio del poder conduce inevitablemente a niveles de corrupción superiores. Es muy posible que no exista un modelo idílico en el que la corrupción sea, por definición, un imposible lógico. Por ello no basta con predicar la ética como parámetro de toda acción política. Por supuesto que regenerar en este sentido el ejercicio del poder es importante. Pero no suficiente. Es imprescindible introducir las reformas estructurales necesarias para disminuir en lo posible los grados de corrupción. Hablar de ética es necesario, pero, además, es imprescindible hablar de política.
Hemos vivido en nuestro país casos de corrupción y algunos han sido particularmente dañinos para la credibilidad de las instituciones del Estado. Pero hay que preguntarse acerca del porqué de su existencia. Obviamente se trata de comportamientos individuales, pero debemos reconocer que la pervivencia de un sistema de poder como el diseñado conduce, inevitablemente, a la posibilidad de que los casos de corrupción se intensifiquen. Como antes explicaba, la corrupción económica es la más llamativa, pero no la más perjudicial. Lo que realmente me preocupa es la existencia de un modelo que permite la patrimonialización de instituciones capitales del Estado en beneficio de un grupo. Aclaro que cuando utilizo el término «patrimonialización» no me estoy refiriendo necesariamente a su utilización para obtener beneficio económico. El asunto es más profundo. Se trata de poner a disposición de un grupo estas instituciones capitales del Estado, lo que, en algunas ocasiones, producirá como resultado un beneficio económico, legal o no. Pero ese resultado económico, siendo importante, no es lo más trascendente. El problema se centra en devolver a los intereses sociales lo que corresponde a la sociedad y sustraerlo de un modelo de poder que permite su apropiación.
Quizá, por consiguiente, debamos caminar en la dirección de una separación más nítida entre el poder ejecutivo y el legislativo, tal y como, por ejemplo, se organiza la vida política en la sociedad americana. El sistema de contrapesos en el ejercicio del poder me parece imprescindible. La gran cuestión en la historia del pensamiento y de las ideas políticas es la de los frenos entre los diversos poderes, la manera de contrapesarse unos y otros de forma que se establezcan límites racionales al ejercicio del poder. Es esta una cuestión que puede ser delicada en nuestro país, pero que considero imprescindible abordar de manera ordenada, puesto que las soluciones que dicta la experiencia es mejor analizarlas y no marginarlas, para evitar que acaben imponiéndose de forma abrupta.
No considero incompatible la existencia de un modelo constitucional monárquico con la elección directa del poder ejecutivo. Antes al contrario: un poder ejecutivo temporal por disposición de la ley legitima la transtemporalidad de la Corona. Un poder ejecutivo electivo legitima el mecanismo hereditario propio de la monarquía. Por tanto, no existe incompatibilidad de base con la capacidad para perfeccionar el modelo.
En todo caso, se impone
un proceso de apertura de la clase política
para lo cual resulta imprescindible abolir los instrumentos diseñados con esa pretensión de endogamia a la que anteriormente me refería. Los políticos deben ser una emanación de la propia sociedad y no una superestructura que se sitúa sobre y se impone a esta última. Los mecanismos de incompatibilidades resultan, en este sentido, esterilizantes para la propia clase política y, consiguientemente, para la mejor defensa de los intereses del conjunto.
Pero podemos llegar más allá. Lo importante es la dinamicidad del cuerpo social, y la función de las estructuras estatales es impulsarla. Por consiguiente, los papeles a desempeñar en el cuerpo social son los verdaderamente trascendentes. Los políticos cobran dimensión instrumental. Si aceptamos este principio, llegaremos a la conclusión de que es necesario evitar que lo instrumental se convierta en permanente. No solo porque debe ser así en el orden de los conceptos, sino porque, además, es conveniente que así sea en cuanto a las realizaciones prácticas. Por ello,
la limitación temporal de los cargos políticos se convierte en un principio inexcusable
.
Este principio de limitación temporal es algo que la experiencia demuestra como positivo para crear límites razonables al ejercicio del poder. Pero, sobre todo, se ajusta al modelo que defiendo de las relaciones entre el Estado y la sociedad. Un político debe ser capaz de reintegrarse al cuerpo social al finalizar su mandato. Obviamente, debemos mantener el respeto por aquellas personas que han dedicado su vida y esfuerzo a la defensa de los intereses colectivos, y esto debe tener su reconocimiento social en todos los órdenes. Pero la mejor manera de conseguirlo es la normalización de la reinserción social del político. La importancia de su misión no excluye su dimensión instrumental, por lo que la reincardinación en el cuerpo social es necesaria.
En las máximas esferas de responsabilidad política el principio reviste mayor dificultad. Pero hay que establecerlo, en cuanto tal, como un principio rector que defina las relaciones entre los políticos y la sociedad. De esta manera se evitará que se instale el postulado de que los políticos constituyen una «clase». ¿Por qué los empresarios no pueden asumir en un momento determinado un papel político? ¿Dónde está la razón excluyente? ¿Qué se quiere decir con esa pretendida «profesionalización» de los políticos? ¿No se está tratando de construir un modelo cerrado que provoca esa superestructura desligada de la sociedad?
Ello nos conduce al gran tema pendiente:
los mecanismos que permitan una mayor presencia de la sociedad civil en cuanto tal en la vida política.
Es un camino difícil, lleno de complejidades y de reminiscencias históricas, que puede ser mal interpretado por conducir a fórmulas de «organicidad» que recuerden a épocas históricas felizmente superadas. Admito la dificultad, pero no la exclusión del debate. Las relaciones entre la sociedad civil y la esfera política es uno de los grandes interrogantes de este fin de siglo. Creo que no solo es necesario que el sistema de contrapesos funcione dentro de la esfera de los poderes del Estado, sino que, además, es imprescindible establecerlo en las relaciones entre el Estado y la sociedad civil en cuanto tal. Hace un siglo decía John Stuart Mill: «Una constitución democrática, no sustentada por instituciones democráticas en su base, sino confinada tan solo al gobierno central, no solo no lleva a cabo la libertad política, sino que a menudo crea un espíritu precisamente opuesto».
La democracia no solo es un régimen político con unas determinadas instituciones, sino también una forma de vida, y hay que empezar por reconocer que en las sociedades modernas los poseedores del poder político tienen que ser conscientes de que ya no tienen todo el porvenir en sus manos. Por consiguiente, todo proyecto político que quiera transformarse en verdadero proyecto colectivo tiene que contar con la colaboración de la sociedad civil. Si esto es así, la pregunta surge de un modo inevitable: ¿por qué no establecer un sistema de participación real de la sociedad civil en el proyecto colectivo, un sistema que redundaría en beneficio de la colectividad y, por tanto, también de los propios partidos?
Esta pregunta tiene difícil respuesta, pero la peor de ellas es no formularla. Son muchos los teóricos que hoy meditan sobre las deficiencias del modelo de representación vigente en las grandes democracias, no solo por las lagunas que se detectan, sino, sobre todo, como decía René Rémond, porque «la política ya no es lo que era». No lo es porque, aparte de otros factores, los temas que en la actualidad constituyen objeto de primordial discusión no tienen fácil respuesta por parte de las ideologías que hasta hace poco monopolizaban el enfrentamiento político. Asuntos tales como la conservación del medio ambiente, el derecho de la sociedad internacional a intervenir allí donde se produzcan conflictos interétnicos, los problemas morales derivados de la investigación genética y un largo etcétera, no tienen fácil solución desde los planteamientos ideológicos tradicionales.
Por tanto, nos enfrentamos necesariamente con la necesidad de revitalizar el sistema representativo. Revitalizar significa acometer una serie de reformas estructurales a través de las cuales se consiga que la democracia, siendo democracia de partidos, sea, al mismo tiempo, democracia de ciudadanos. El Estado debe dar cobijo en los procesos de estudio, preparación y concertación de decisiones públicas a las representaciones sociales, económicas y culturales que constituyen el entramado más vivo de la sociedad. Cómo organizarlo es un asunto mucho más complejo, pero la complejidad de la respuesta no debe llevarnos a creer en la falsedad del problema.
Ante todo es necesario
recuperar instituciones básicas de la sociedad civil para que vuelvan a asumir el papel que originariamente les correspondió.
¿Qué ocurre con las academias, con los colegios profesionales, con las organizaciones empresariales, con las asociaciones ciudadanas? A veces tengo la sensación de que estas instituciones se han convertido en parte del propio Estado. Su representación gráfica podría ser la de nuevos círculos secantes que operan como satélites del círculo mayor que es el Estado. Algo de esto está ocurriendo, y no es bueno que suceda. La sociedad debe tener cauces de expresión y, sin duda, estas organizaciones constituyen aportaciones de gran valía para la propia sociedad civil. Recuperémoslas para su misión originaria y destruyamos el esquema que trata de llevarlas al papel de círculos secantes del Estado.
El problema está ahí, delante de nosotros, y aparece con distintas manifestaciones concretas casi todos los días. Tomemos conciencia de esta realidad, porque es muy importante. Hagámoslo antes de que las formas de comportamiento reflejen un modo de pensar colectivo de tipo anárquico y desordenado. Tenemos que defender la democracia, evitar que las incoherencias del sistema acaben afectando al prestigio de la democracia en cuanto tal. Porque, seamos conscientes de ello, cuando un problema existe y es decisivo para ordenar la vida colectiva, o se plantean soluciones ordenadas o estas surgirán de manera abrupta.
El caso de Italia me parece significativo. La sociedad italiana llegó al convencimiento de que el problema no residía en que uno u otro partido llegaran al Gobierno, sino en la existencia del propio sistema de poder. Por ello se instaló una tesis: destrucción de lo «viejo». Ese clima social es la explicación del hecho de que un nuevo partido político, con escasos meses de preparación electoral, haya tenido un resultado que, para muchos, ha sido sorprendente. No, desde luego, para mí, puesto que conecta con las ideas que defiendo: si un modo de pensar colectivo se instala, más tarde o más temprano acabará convirtiéndose en modo de comportamiento. Y esto es exactamente lo que ha ocurrido en Italia: el intento de destruir «lo viejo» ha sido más potente que el análisis sosegado de «lo nuevo».
Tengo, como no podía ser de otra manera, el máximo respeto por quien es capaz de obtener unos resultados electorales tan brillantes. Pero me pregunto si lo que está sucediendo es positivo para las ideas que defiendo. Puede serlo, pero, en todo caso, me parece peligroso. Anteriormente defendía que es necesario que las nuevas ideas calen previamente en el cuerpo social. No solo se trata de destruir lo viejo, sino de analizar con mucho cuidado lo nuevo. Porque estamos en presencia de un diseño de convivencia que puede durar muchos años y lo que está en juego no es, ni más ni menos, que la convivencia social y la «eficiencia» social de un modelo. Por ello no son buenas las prisas, las urgencias, los atosigamientos.
Piense el lector que en Italia, antes de la aparición de «lo nuevo», se produjo un proceso de «judicialización» de la vida política que demostró la perversidad de «lo viejo». Creo que se trató de un proceso poco ordenado. Es muy posible que factores personales y hasta presupuestos políticos subyacentes influyeran en su desarrollo y en la manera en que este se produjo. En todo caso, el resultado no es intrínsecamente perverso. Cierto que la excesiva «judicialización» de la vida política es peligrosa. Pero en ocasiones lo es más la impunidad. Por tanto, si queremos evitar que «otros» puedan dar una respuesta desordenada y peligrosa a un problema real, no cometamos la ingenuidad de negar la existencia de ese problema. Abordémoslo de forma ordenada y sistemática, pero decidida.