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Authors: Jenaro Prieto

Tags: #Relato

El socio (14 page)

BOOK: El socio
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Encima de él resonó una carcajada.

—¡Se ha equivocado, míster Pardo...! Esa garganta no es la mía.

Julián dio un salto y despertó.

Luis Alvear estaba frente a la cama, con los brazos cruzados sobre el pecho.

—¡Habráse visto! Las diez de la mañana y roncando en esa forma...

Julián, todavía amodorrado, en un estado de semiinconsciencia, le miraba de hito en hito.

—Una pesadilla... —murmuró por fin—. Una horrible pesadilla: soñé que había estrangulado a Anita...

—¡Bárbaro! No te vaya a oír Leonor. Ni por tratarse de ese asesinato te lo perdonaría... Por lo demás, el crimen tiene un poco de verdad... ¡Te has portado como un perfecto sinvergüenza!

—¿Yo? ¿Con ella? ¡Cómo puedes decir eso!

Sentía la impresión de que lo apuñaleaban.

—¿No sabes acaso la situación de Goldenberg? No es un misterio para nadie. En la Bolsa la comenta todo el mundo. Las acciones están ahora a cincuenta... El muy imbécil parece que se ha
embotellado
a sí mismo! ¡Una barbaridad! Pero esas cosas no las entienden las mujeres...

A Julián le hacía el efecto de que la pesadilla continuaba.

—Pero, ¿no me has defendido? ¿No le has dicho a Anita...?

Yo le expliqué tu situación... Tú no podías ayudar a Goldenberg, porque la especulación es de Davis, y al entregar acciones al adversario en descubierto, le traicionarías... Cada peso que Goldenberg deja de perder, lo pierde Davis...

—¡La operación es mía... absolutamente mía! —dijo Julián con desesperación.

Alvear le envolvió en una mirada compasiva como si se las hubiera con un niño enfermo o con un loco.

—Bueno... no voy a discutir; pero permíteme un consejo: no lo digas. Nadie va a creerte... ¡Ella menos que ninguno! Todos sabemos que tú haces sólo lo que te ordena Davis.

Julián se desplomó en el lecho sollozando.

—¡Nadie me cree lo que digo! Ni tú, ni Anita... Yo no soy nadie para nadie... ¡Sólo Davis existe para todos!

Media hora después, pasada la crisis nerviosa, Julián escribía dos cartas: una para Gutiérrez y otra para Bastías.

Las dos comenzaban lo mismo:

Por orden de Davis, le ruego entregar a Samuel Goldenberg 30.000 Auríferas, a 45.

Por encargo de Davis, le aconsejo liquidar las veinte mil acciones que usted tiene. El ha vendido las suyas a 45, y a ese precio tal vez Goldenberg...

Alvear no pudo menos que reírse.

—¡Pobre Davis! ¡Qué caro va a costarle tu reconciliación! Porque si tú no mandas esas cartas, las acciones llegan hoy mismo a sesenta...

Julián bajó la cabeza avergonzado, y sólo tuvo ánimo para pedir a Alvear, bajo, muy bajo:

—Se las mostrarás antes a Anita. ¿Me lo prometes...?

—Sí; y además te guardaré el secreto... Le diré que Davis fue realmente consultado... De otro modo aparecerás abusando de la confianza de tu socio, ¿no es verdad?

Pardo quiso explicar una vez más: "La especulación es mía. Yo no engaño a Davis", pero recordó las dos tarjetas: "Por orden de Davis...". "Por encargo de Davis..." y soportó la humillación. ¡Anita bien valía el sacrificio! Sólo ahora que había estado a punto de perderla, comprendía hasta qué punto esa mujer formaba parte de su vida.

Qué ajeno estaba Julián en ese instante a imaginarse lo que ella pensaría al ver sus cartas:

—¡Qué noble es Davis! Y esto lo ha hecho por mí... sólo por mí...

A Samuel le tiene mala voluntad... como que ha estado a punto de arruinarlo... y a Julián, ¡pobre! ¡tan loco!, se me figura que no lo toma en cuenta para nada...

XXIII

Comprendió que no podía seguir un día más con Davis.

Para Julián no era un misterio que en la Bolsa se comentaba su actitud; en la casilla 2413 encontraba anónimos de "amigos del Señor Davis", de comerciantes que "en obsequio de su vieja amistad"

se permitían advertirle que "el tal Pardo" o "su empleado Pardo" lo engañaba.

No les faltaba razón en cierto modo…

Más de una vez, al ver a don Cipriano poner los ojos en blanco para celebrar alguna genialidad del señor Davis —"¡qué hombre de tanto talento, don Julián!"— no había podido contenerse:

—No lo crea usted; Davis es una inteligencia muy mediocre.

—¡Cómo puede decir eso, don Julián! Mire que llamar a las especulaciones "apuestas para la mala" es de un ingenio y de una gracia…

Inútilmente Julián ponía en prensa su cerebro, tratando de exprimir algún dicho oportuno. Cuando por casualidad le resultaba algo ingenioso, el interlocutor le golpeaba amistosamente el hombro:

—¡Ese dicho debe ser del señor Davis…! ¡Qué notable!

Entonces, desesperado, ponía en boca de Davis las más insignes tonterías: "Según mi socio, el trabajo del especulador es muy seguro: se trata de comprar barato y vender caro".

—¿Eso ha dicho Davis? ¡Qué ironía más profunda!

Con la cesión de acciones a Goldenberg, que había abatido las expectativas de muchos "alcistas", los comentarios en cuanto se referían a Julián tomaban un carácter malévolo. El propio Gutiérrez, al recibir la orden de venta, se rascó la cabeza murmurando:

—¡Desdichado señor Davis! Si deja actuar el mercado libremente, las acciones habrían subido a ochenta… En esto ha metido mano don Julián…

¡Vaya alguien a convencer a un hombre de negocios, de que otro puede sacrificar un centavo de ganancia al afecto, a la amistad, a la compasión!

Pero aquella maldita tarde, gris, embozada y aburrida como un oficial de guardia, las cosas habían culminado.

Luis Alvear, con la más sana de las intenciones, lo había puesto frente a la realidad.

—¿Sabes lo que se dice de ti en la Bolsa? Como amigo, tengo que contártelo…

—¿Qué?

—Que tú se la juegas a Davis…

—¡Es una infamia!

—Sí; una infamia. Sin embargo… acabo de oír en un corrillo, que Davis mismo lo afirmaba…

—Pero, ¿quién decía eso?

—Willy López.

—¡Canalla! Ahora mismo voy a dejarlo como un sinvergüenza…

Acompáñame.

Efectivamente, en medio de un grupo de especuladores, López disertaba con audacia, desde el alto pedestal de sus pantalones Oxford, sobre la opinión de Clemenceau y Lloyd George, —"a quienes trató en París con verdadera intimidad"— acerca del problema industrial y minero de Bolivia.

Julián llegó como una tromba y le tomó por las solapas.

—¡Conque usted, so miserable, se ha permitido asegurar que Davis no tiene confianza en mí! ¿Quién se lo ha dicho? ¿Quién?

Ante lo sorpresivo del ataque, Willy vaciló un momento; pero vio que todos los ojos estaban fijos en él y recobró en el acto su audacia:

—¡Calma, hombre! ¡Qué maneras!

—¿Quién se lo ha dicho? ¡Respóndame o no sé lo que hago…!

Y López, con el pecho echado atrás y afirmándose los anteojos de carey:

—¡Davis…! ¡El propio Davis me lo ha dicho!

—¡Es falso!

—No es usted sino su socio el llamado a desmentirme.

Julián quiso replicar, pero sus brazos cayeron como dos alas rotas… ¿Quién podía probarle a López que mentía?

Bajó la cabeza y se alejó del grupo.

Su resolución estaba ya tomada: no seguiría un día más con Davis. ¿Pero cómo hacerlo? ¿Revocar la escritura de poder? No era posible: la gente le conocía lo bastante para saber que él era socio de Davis y no Davis mismo. Aunque se pusiera gafas negras, ningún notario caería en el garlito… ¡Davis era demasiado conocido!

De repente su cerebro se iluminó como una ampolleta eléctrica.

Una polémica. Esa era la solución: una polémica.

Apresuró el paso.

¡Naturalmente Davis llevaría la peor parte…! para algo iba a ser su contrincante quien redactara los artículos… Primero, uno firmado por Julián, sereno, sobrio, diciendo que advertía al público que, desde esa fecha, renunciaba a continuar con la gestión de los negocios de míster Walter Davis, ya que éste no le había asegurado toda la participación a que creía tener derecho como autor exclusivo de las operaciones comerciales y bursátiles realizadas por cuenta del señor Davis desde dos años a la fecha…

Luego vendría la respuesta violenta, airada de Davis, pero sin dar una razón ni negar un solo hecho.

Julián replicaría "injurias no son razones" y todo el mundo quedaría convencido de que él, exclusivamente él, era el cerebro que había dirigido las gigantescas especulaciones, las atrevidas empresas financieras que habían maravillado a la Bolsa de Comercio…

Davis quedaría reducido a los límites de un vulgar capitalista.

¿Qué cara pondría Anita al darse cuenta de que el coloso de la Bolsa, el misterioso financista, el seductor de huríes orientales, había vivido a costa del talento de Julián durante meses y meses?

¿Cómo se desorbitarían de admiración los ojos de Goldenberg, de don Cipriano, de los directores del banco Anglo-Argentino, al ver "el genio bursátil" reducido a sus verdaderas proporciones?

Empujó con fuerza la mampara de la oficina y se sentó ante la máquina de escribir.

¡Con qué gusto sentía caer las letras como un tupido aguacero en el papel! Una lluvia interminable que iba formando la charca cenagosa en que Davis se ahogaba. ¡Ya no asomaba sino los brazos largos y amarillentos como raíces contorsionadas!

Y Julián seguía redactando la réplica de Davis. ¡Cómo se vengaba de la antigua arrogancia de su socio haciéndole escribir toda clase de sandeces!

Otra vez volvía a sentirse libre, independiente, con personalidad propia, el socio era un maniquí que se contorsionaba y se abatía a cada movimiento de sus dedos.

Y ahora Julián no era un cualquiera. En los días precedentes había retirado de la oficina de Gutiérrez más de un millón de pesos.

¿Qué iría a ser de su ex socio sin existencia natural y para colmo sin dinero?

De nuevo volvía a creer que dominaba a Davis.

XXIV

Entre los dedos de Julián, el habano —grueso lápiz de punta blanquecina— parecía ir escribiendo con letras de humo en el aire:

"Aquí va un hombre feliz".

El periódico asomaba medio cuerpo fuera del bolsillo, y repetía:

"¡Ya lo creo! Don Julián tiene motivos para estar contento. El señor Davis ha quedado como un perfecto imbécil".

Efectivamente, Davis publicaba esa mañana, a dos columnas, un breve remitido: "Mi última palabra". "Respuesta a don Julián Pardo".

Ni un solo argumento serio. Un desahogo innoble de pasiones en contra del ex socio que lo abandonaba… ¡Pobre inglés!

Julián entraba al club repartiendo saludos y sonrisas.

Todo, desde los hombres parlanchines y movibles que bullían en la cantina, hasta el zócalo de azulejos, abigarrado como un jardín andaluz, emanaba alegría.

Tras el mesón, los cantineros parecían aplaudir con entusiasmo en las brillantes cocteleras: ¡Bravo, don Julián! ¡Bravo!

Abriéndose paso a viva fuerza entre la compacta fila de socios que luchaban desaforadamente por el aperitivo —¡se trabaja con igual energía para sentir hambre como para no sentirla!— Pardo llegó a poner un brazo en el mesón lleno de dados y de copas.

—¡Un gin-sower!

—¡Cuidado con mis tres ases!

Al volver los ojos se encontró con la mirada inquisidora y torva del coronel Carranza.

—¡Caramba, don Julián!
Todavía
por aquí… No lo esperaba…

—Realmente —tartamudeó don Juan Anguita, un viejo inofensivo, íntimo del coronel, asomando su cuello de jirafa por sobre el hombro de su amigo— ¡es admirable su serenidad!

—Pero… ¿por qué? ¿Ha sucedido algo?

La mano de Carranza cayó como un combo de hierro sobre el mesón.

—¡Canastos! ¿No ha leído entonces lo que le dice Davis en los diarios?

—¿Qué? —dijo Julián—. ¡Una simple tontería…! Reconoce que yo soy el verdadero iniciador de sus negocios…

—Pero lo injuria…

—¡Lo injuria! —repitió como un eco el señor Anguita.

—¡Tanto como eso…! Digan ustedes que me trata con violencia, con apasionamiento… quizás con grosería… ¡Davis no es un dechado de cultura! Pero en cambio…

—No, mi amigo, lo ofende seriamente, brutalmente. ¡Mire usted que decir que, al abandonarlo, ha procedido usted "en forma incorrecta, impropia de una caballero"! Es una injuria… ¡Una provocación que no puede tolerársela ningún hombre!

—Una provocación. Ciertamente una provocación —coreó don Juan Anguita.

Julián se puso pálido.

—Yo, en realidad, creo que ustedes le dan demasiado alcance a una palabra que…

—¡Demasiado alcance! ¡Demasiado alcance! —exclamó el coronel Carranza con la cara descompuesta, remedando el tono suave de Julián—. ¡En qué país estamos! ¡Canastos! Si usted no le da importancia a que le llamen sinvergüenza, nosotros sus amigos se la damos. ¡No faltaba más! De eso estábamos hablando hace un momento con don Juan. Por lo menos hay que pedirle explicaciones al inglés. ¡Y para eso estamos sus amigos! Con dos tiros la cuestión se soluciona. Ahora si él no se bate… ¡Bien! ¡Paciencia!

Pardo les miraba con los ojos turbios.

—Supongo que usted. ¡Canastos! no nos hará la ofensa de despreciarnos como amigos, por que entonces… ¡Mejor me callo! ¡Córcholis! Viejo estaré pero la mano no me falla…

—No, mi coronel… ¿cómo se le ocurre…? —tartamudeaba débil—mente Pardo.

El recio artesonado parecía juntarse con el piso, oprimiendo como una prensa de vino a Julián, al coronel, a Anguita, a todo el club, con sus botellas, sus azulejos y sus socios.

En lo alto Davis, con cara de demonio, accionaba el torniquete…

Los azulejos, las botellas y los huesos rechinaban, la carne crujía sordamente, y la sangre corría como el mosto en el lagar…

Los padrinos quedaron de reunirse a las once de la noche con Julián —¡cuánto le costó obtener este plazo de gracia!— para recibir las instrucciones de su representado…

—Hum… Hum… En fin… ¡cada cual sabe su negocio… ¡Si usted se empeña, don Julián, daré las órdenes del caso!

—Se lo agradeceré… ¡Es un asunto tan desagradable!

En su desesperación, Julián había acudido a un comisario amigo, para pedirle que la policía impidiera el lance.

—¡Bien! ¡Qué diablos! ¡Cada uno es dueño…! Pero hay que tratar de que esto resulte lo mejor posible para usted. ¿Cómo lo hacemos? ¡Ya… Ya! Que el señor Davis llegue atrasado al campo de honor… ¡Fácil, muy fácil! Un incidente con el guardián que vigila el tránsito… ¿Quiere indicarme la dirección del señor Davis?

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