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Authors: Jenaro Prieto

Tags: #Relato

El socio (10 page)

BOOK: El socio
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La indecisa claridad de la calle permitía aún adivinar los angulosos caracteres del aviso:
Madame Duprés, Modes
.

Permaneció algunos segundos como clavado en la acera.

Esa sencilla hoja de papel le evocaba una severa e imponente plancha de bronce:
Davis y Cia., Corredores
. Esa Madame Duprés, que no existía, ¿No sería acaso la mujer de Davis?

Apretó el paso y se perdió en las sombras. Abría jurado que la puerta de la
garçonnière
se había abierto y que alguien lo llamaba desde lejos:

—¡Psh! ¡Psh! Míster Pardo, ¿con qué derecho sale usted de la casa de mi amiga?

XV

¡Qué alegre era la nueva casa. Un
cottage
del más puro estilo inglés, con sus ventanas azules que se abrían con el ingenuo asombro de unos ojos de miss, bajo las revueltas crenchas de las enredaderas.

—¡Hija de Davis, al fin! —pensó Julián— ha heredado los ojos de su padre.

El recuerdo del socio, sin abandonarlo un instante, no le molestaba ya como antes. Se había familiarizado poco a poco con "ese hombre" a quien debía su prestigio comercial, su bienestar y sobretodo esa casita, tan distinta de la sombría y triste que antes ocupara…

Había sol, mucho sol en el jardín. Los rayos, al filtrarse entre las hojas, dibujaban en el suelo una infinidad de discos áureos como monedas esterlinas. Oro, mucho oro. No parecía sino que el propio Davis, trepado como un mono en lo más alto del follaje, se divirtiera en lanzar libras y más libras a las plantas de su socio.

En una silla de mimbre, bajo un tilo, Leonor tejía maquinalmente, con los ojos llenos de ternura fijos en el chico, más repuesto, según ella, que jugaba a dos pasos de distancia con su juguete predilecto.

Un
alefante
.

Un elefante… que le había obsequiado el señor Davis. Por que Davis hacía ahora regalos.

Su excentricidad de inglés no le había permitido aún ir a casa de su socio. El comedor, con su friso de madera y sus platos de mayólica, le esperaba con tanta curiosidad como Leonor; pero después de cada invitación, llegaba sólo una tarjeta muy amable pretextando mil excusas, y un enorme ramo de claveles blancos. ¡Los claveles que le agradaban a Leonor!

A ella misma había terminado por hacérsele simpático.

—¡Qué aficionado parece Davis a las flores, y qué artista es para elegirlas! —decía a veces a Julián.

Y cuando éste se hallaba con Luis Alvear y llegaba a la casa cerca del amanecer, siempre "por culpa de ese loco de Davis, que tiene la manía de trabajar de noche", al día siguiente era seguro que el socio enviaba a Leonor una esquela con disculpas "por haber retardado a su marido" y un estuche con una alhaja rara, recuerdo de un maharajá o de un caudillo persa.

—¡Excentricidades…! No hay más que aceptarlas… Davis tiene la obsesión de los regalos.

—Cree que con ellos lo compone todo. Preferiría menos joyas y que te dejara volver a casa más temprano.

—Hija, ¡qué se le va a hacer! Son originalidades…

Leonor se daba por vencida y comentaba sonriente:

—¡Es un inglés muy divertido! Tan amable por escrito y no es capaz de asomar sus narices a esta casa…

—No pierdes nada con no conocerle. Flaco, largo, con sus anteojos de carey, su mandíbula saliente y un gesto de displicencia entre los labios, Davis no tiene nada de atrayente.

—Pero su conversación debe ser interesante. Un hombre que ha viajado tanto… Don Ramiro me contó hace días que, según le había oído a la mujer de Goldenberg, Davis tuvo unos amores estupen—dos en Constantinopla y se raptó nada menos que a la favorita de un pachá…

—¡Leyendas, hija; leyendas! ¿No sabes que Anita es la mujer más fantástica del mundo?

—Tal vez por eso te interesa tanto…

Julián se puso serio.

—¡Leonor! ¿Hasta cuándo vas a embromarme con Anita?

—Yo no he dicho nada. Tú eres el que te das por aludido. Por lo demás, fue don Ramiro quien me contó toda esa historia… Me parece que un gerente de banco, un hombre respetable, es digno de algún crédito.

Don Ramiro era desde algunos meses atrás la pesadilla de Julián. Iba a la casa con Graciela —menos mal cuando no los acompañaba Luis Alvear— y le hacía toda clase de ofertas de negocios.

—Ya sabe usted, don Julián, que tratándose del señor Davis, el Banco está a su disposición. Me gustaría mucho contarlo entre mis clientes. Manifiésteselo así de mi parte. Si necesita dinero para

"hacer postergaciones", no tiene sino que decírmelo. Ahora, si el señor Davis desea comprar libras… o dólares… en fin, cualquier operación… que vaya al Banco. Tendré muchísimo gusto en atenderlo.

Julián, fingiéndose muy agradecido, le prometía transmitir a Davis sus ofrecimientos, pero don Ramiro no se daba por satisfecho.

78

El día anterior le había dicho:

—El Banco, naturalmente, no especula. Como institución, no puede especular. Pero los directores son hombres de fortuna y constituyen por sí solos un grupo financiero respetable. Ahora bien, en un Banco se presentan a veces oportunidades… Quizás el señor Davis podría en un momento dado, para una operación segura, se entiende, necesitar del concurso de otros capitalistas, y en tal caso, yo podría presentarle a esas personas… Como usted sabe, un día a la semana el directorio y algunos hombres de negocio almuerzan en el Banco. Son reuniones muy simpáticas ¡y lucrativas, créamelo usted! ¿No podría pedir al señor Davis que asistiera al almuerzo del Jueves?

—¡Las cosas de don Ramiro! —decía Leonor mezclándose en el diálogo— ¿No sabe que Davis rechaza todas las invitaciones?

—Sabía que era un poco misántropo…

—Excepto para beber whisky a las dos de la mañana…

—Leonor, ¡no hables de ese modo!

—¿Es vividor? ¡Qué simpatía! —exclamó Graciela—. ¡Con razón Anita…!

Pero al ver a Julián, no continuó la frase.

Esa interrupción violenta de Graciela era una espina clavada en el cerebro de Julián: Anita hablaba de Davis; Anita pensaba en Davis. ¿Le interesaba acaso?

Más de una vez le había dicho que deseaba conocerlo; pero ¿qué podía ser aquello que "con razón Anita…" pensaba, creía o sentía con respecto a Davis?

¡No! ¡Aquello era demasiado absurdo!

Por la vigésima vez esa mañana de sol en que todo invitaba al optimismo, Julián rechazó la idea que trataba de posarse con la insistencia de una mosca en sus recuerdos. ¡Al diablo las preocupaciones!

La suerte le sonreía, estaba rico, al niño se le veía más alegre.

Leonor estaba encantada con la casa. Las únicas molestias eran los chismes, los empeños, las preocupaciones que, salvando la verja de ladrillo rojo cubierta de rosales multiflor, entraban desde la calle y se colaban como lagartijas. Las veía asomar sus hociquillos jadeantes, entreabiertos, en una mueca de burla.

¡Ah, si pudiera cerrar a piedra y lodo aquella casa! Levantar en torno de ella un muro más impenetrable que la Gran Muralla y gozar del sol como un mandarín viejo, recostado anacrónicamente en una mecedora o una hamaca…

Una muralla alta… pero ¿y Anita?

Bueno; sería preciso dejar en todo caso una gatera…

XVI

Tres meses después, todos los propósitos de aislamiento habían fracasado. La muralla china, que no tenía otra falla en sus cimientos que esa pequeña gatera que comunicaba con el resto del mundo, se había derrumbado con estrépito. Goldenberg, con su cabeza armada y formidable como un ariete antiguo, la había ido socavando poco a poco.

Todos los días con un pretexto o con otro, iba a hablarle del espléndido negocio que podría significar al señor Davis la compra de un "lotecito" de acciones de la
Aurífera El Tesoro

—Van a subir como la espuma —le decía—. El valor de suscripción es media libra, pero nadie quiere vender a ese precio. Están con

"premio". El día que salgan a la Bolsa no las logrará obtener con menos de diez o quince puntos de alza; sin embargo, no debe vacilar. El papel aún a ese precio está botado. Tengo mis razones para asegurárselo.

¡No iba a tenerlas! Desde hacía dos semanas Goldenberg no había hecho otra cosa que combinar con Urioste una serie de compras y de ventas destinadas a hacer subir los títulos a cincuenta pesos… "Sin transacción, si era posible, para pescar al público sobre "calentito". Después… Vender, vender sin miedo, que ya habrá tiempo para comprarlas más barato".

Por cierto que estas instrucciones no podía contárselas a nadie.

A Julián se contentaba con decirle:

—Compre, compre. Aconseje a Davis que no pierda una ocasión tan favorable…

Y Julián había caído en el garlito.

—Muy bien, Samuel —había dicho por fin, ya fatigado— le diré a Davis que compre cinco mil.

En el fondo no se necesitaba de tanta insistencia. De todos modos estaba resuelto a entrar en el negocio. Hasta ahí, había especulado a pura suerte. No creía una palabra en las auríferas, pero creía en Goldenberg, mejor dicho, creía que éste era capaz de hacerla subir a toda costa. Cinco o diez puntos de ganancias, nada más… y después ¡muy buenas tardes!, y no volvería a asomarse a la Bolsa.

Satisfecho, jugando con el diario que traía precisamente la noticia de la salida del nuevo título aurífero al mercado, fue a tomar el automóvil. Un magnífico
Cadillac
de turismo, que asomaba sus ojos de langostas bajo las enredaderas del garaje.

¡Qué agradable la mañana fresca y risueña que se estrellaba con el parabrisas y parecía inundarle los pulmones!

En las esquinas, los chalets se volvían a mirarlo.

Las ruedas semejaban ir enrollando en sus ejes la blanca cinta del camino, y a ambos lados los árboles cabezudos y grotescos, con aires de burgués recién salido de la peluquería, parecían alejarse secreteándose: "Ahí va don Julián". "Ahí va don Julián Pardo".

Era agradable.

—La riqueza es una forma de la gloria —pensó Julián sin atender mucho al volante—. Ciertamente que el amor, la fama y el talento pueden proporcionar algunos goces; pero esta admiración estúpida de los hombres, las mujeres, y hasta los árboles ante esa cosa aún más estúpida que es el dinero, tiene un encanto de índole especial.

Y es que el oro es una manifestación del triunfo. Un millonario es un poeta de las cifras. Es natural que despierte interés, que se le trate de conocer, que se le admire…

—¡Psht! ¡Psht! ¡Alto!

Detuvo maquinalmente el automóvil.

En la esquina, Willy López, con un sobretodo inglés inverosímil, extendía los brazos en semáforo. Un señor gordo y rojizo como un jamón de York, le acompañaba.

—¡Alto!

Julián aproximó el auto a la acera.

—¡Buenos días!

—Discúlpame que te haya detenido —Willy López le trataba ya de tú—. Voy a presentarte a don Pascual Ward, gerente de la
West
Copper Company.

Y señalando a Julián:

—El socio de míster Davis.

El gordo extendió la mano.

—De modo que tengo el gusto de conocer a míster Negrete.

—Pardo —corrigió Julián.

—¡Ah! ¡Sí! Pardo —dijo el señor Ward, para quien Pardo o Negrete no tenían una gran diferencia de color o de importancia—. Créame que he tenido un gran gusto en conocer a una persona que trabaja con un hombre tan notable, y que, además es compatriota. En Nueva York he conocido a varios Davis. El es norteamericano, ¿verdad?

—¡Inglés! —respondió Julián, y puso en marcha el coche.

Llegó indignado a la oficina. "El socio del señor Davis". "El que trabaja con el señor Davis".

XVII

Aunque Davis no iba nunca a la oficina, no escaseaban los más curiosos visitantes. Tipos raros que venían a proponer al señor Davis un negocio más o menos complicado; inventores, de rostro pálido y ojos febriles, que pedían una ayuda para llevar a cabo su descubrimiento destinado a utilizar la fuerza motriz de los temblores, o a reemplazar el petróleo con una mezcla de dinamita y aguardiente en los motores a explosión; viudas "vergonzantes" que ofrecían en venta unos zarcillos de esmeralda o un cuadro "que estaba más de cien años en poder de la familia", porque sabían que el caballero

"gustaba mucho de las antigüedades".

Hacían largas antesalas.

A pesar de que el mozo, con toda la arrogancia de su uniforme verde oliva, afirmaba rotundamente que el señor Davis no vendría, insistían en esperarlo "por si acaso…"

Julián se desesperaba. ¿De dónde diablos sacaba Davis esos clientes?

Entre ellos no faltaban ciertamente algunos hombres razonables; pero eran los menos.

En vano Pardo trataba de atenderlos. Todos, sin excepción querían hablar personalmente con el señor Davis.

Le dejaban cartas, planos y papeles. La casilla 2413 también estaba repleta de peticiones y prospectos.

Para despachar esa correspondencia, Julián tenía que ir de noche a la oficina.

El era el único que entraba a ese
sancta sanctorum
, donde Davis tenía su papel timbrado, sus sobres con membrete y una enorme cachimba de espuma de mar, emboquillada en ámbar, que Luis Alvear se había empeñado en regalarle, en agradecimiento a algunos datos transmitidos por Julián, para "hacerse grato al gringo".

No era por cierto el único provecho que Luis sacara de Davis.

En más de una ocasión, frente al mesón de un bar o en medio de una juerga, Julián había sentido subírsele la sangre al rostro al oír al bohemio incorregible hablar de Davis casi con intimidad:

¡Mozo, otra
Roederer
por cuenta de Míster Davis!" o bien: "Niñas, atiendan mucho a este señor, que es socio de un inglés muy rico. ¿Quieren conocer al gringo? Cualquier día se los traigo".

La oficina, sobria y amplia, como todas las piezas que permanecen siempre solas, tenía un vago ambiente de misterio.

Inútilmente Julián había colgado de los muros planos y cuadros estadísticos. Desordenaba los papeles que había sobre el escritorio y dejaba caer manchas de tinta en el papel secante para infundir una impresión de vida, un aire menos adusto a aquella sala.

Hasta la estufa parecía enfriarse en esa atmósfera.

Cuando en la noche —única hora que los clientes de Davis le dejaban libre—, Julián entraba furtivamente a la oficina para contestar el fárrago de cartas de su socio, un extraño pavor de dominaba.

Los carbones de la estufa le parecían huesos calcinados, y la caja de fondos proyectaba un ataúd de sombra en la muralla.

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