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Authors: Jenaro Prieto

Tags: #Relato

El socio (6 page)

BOOK: El socio
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IX

—El niño sigue cada día peor; no come, duerme mal, tose de noche… es preciso llevarlo a alguna parte.

—En cuanto haya dinero disponible…

—¿Y los quince mil pesos de Don Fabio?

Julián no se atrevía a confesar a su mujer que estaba especulando. En fin: como tenía utilidades, la garantía no era necesaria. Le pediría unos tres mil pesos a cuenta al corredor. ¿Tres mil? Era ridículo que Davis necesitara tres mil pesos. Esperaría el día de la mala, y le pediría treinta mil. El resto de la ganancia lo dejaría en la oficina para seguir operando, hasta hacerse millonario.

—Hoy mismo tienes el dinero —dijo.

¡Qué bueno, para llevar al chico al campo! ¿Quieres verlo?

Acababa de dormirse. Entraron en puntillas a la pieza.

—¡Parece un pajarito!

La carita pálida se esfumaba entre las sábanas junto a la cabezota desvencijada de un oso de trapo, al cual oprimía amorosamente contra el pecho.

—¡Pobrecito!

Impresionado con el recuerdo del pequeño, Julián fue a hablar con el corredor: Davis quería que, a cuenta de las utilidades, le entregara unos treinta mil pesos.

Gutiérrez no vaciló.

—¡Con mucho gusto! ¡Basta que lo desee el señor Davis! ¿Para cuándo necesita ese dinero?

—Para hoy, para mañana, cuánto más pronto mejor —dijo Julián.

El corredor sacó el reloj.

—Son más de las cuatro. Hoy ya está cerrado el Banco. Usted tiene poder del señor Davis. ¿No? No importa. Una carta, cuatro líneas… Por la fórmula, nada más que por la fórmula, para dar a la operación un aspecto comercial.

—Es que Davis está ausente…

—¡Bah! Entonces la misma carta en que le da la orden.

—No me ha escrito… me ha hablado por teléfono… —dijo Julián, acorralado.

—No se preocupe, ¿dónde está ahora el señor Davis? ¿En Valparaíso?

—En Valparaíso… —repitió Julián con voz opaca.

—Muy bien; que le extienda un poder, y basta y sobra. Háblele esta misma tarde por teléfono.

Julián no hallaba cómo salir de aquel pantano.

—¡Qué vamos a hacerle! Volveré mañana.

Gutiérrez salió con él hasta la puerta.

—Don Julián, disculpe la molestia que le impongo. No vaya a tomarlo como desconfianza. Le conozco demasiado; pero por usted, por mi, por el orden mismo de la oficina, conviene que usted traiga ese poder. Es una práctica invariable. Mi socio me lo exige…

—¡Lo comprendo!

Julián sabía perfectamente a qué atenerse respecto a estas exigencias de los socios.

Salió indignado. ¡No faltaba más! El había arriesgado su dinero, él había especulado; él había estudiado los negocios; él había ganado en buena lid esos ochenta o cien mil pesos que Gutiérrez tenía en su oficina, y ahora resultaba que ese dinero era de Davis, que para entregárselo necesitaba una autorización de Davis, que, en buenas cuentas, Davis se quedaba no sólo con el lucro de la especulación, sino con la garantía, con todo su peculio, con el propio legado de su tío.

¡Un robo descarado! ¿Y quién era Davis? Un nombre, una quimera, un engendro de su mente.

La plata era suya, suya, y él no consentiría en ese despojo…

¡Como que se llamaba Julián Pardo, él reconquistaría ese dinero! ¡Era un salteo! Obraba en defensa propia y no retrocedería ni ante el crimen, si era preciso asesinar a Davis…

No pudo menos de reírse.

—¡Qué ridiculez! ¿Matar a Davis?

¿Estaba loco? Davis al fin y al cabo no era nada; mejor dicho, era un seudónimo, una prolongación de su personalidad.

¿Le pedían un poder? Perfectamente: era lo mismo que si le pidieran una autorización de Julián Pardo, un dinero que le pertenecía. ¿No iba a efectuar un acto justo? ¿A quién dañaba con ello? A nadie, absolutamente a nadie…

En cambio, si él no se daba ese poder, dañaba a su hijo, dejaba en la miseria a su mujer, dilapidaba estúpidamente su peculio y el fruto de su trabajo de dos meses y obligaba al corredor a quedarse con lo ajeno.

Una voz sutil e irónica comenzó a levantarse en su conciencia:

—Muy bien, Julián: eres el más perfecto tinterillo; pero así y todo, vas a ser una incorrección o algo peor que eso, un acto vergonzoso: vas a engañar al notario…

Julián se sublevó— ¡Qué estupidez! De lo contrario —si no cobraba su dinero— iba a engañar al corredor… vaya lo uno por lo otro, murmuró. Basta de escrúpulos. ¿Por un simple formulismo no iba a cobrar lo que era suyo?

Consultó el reloj. Aún era tiempo de llegar hasta su casa para despedirse de su mujer y tomar el tren a Valparaíso.

Llamó un coche.

¡Tener que ir a Valparaíso por culpa del maldito socio! ¡Qué absurdo!

¿De modo que ya Davis había regresado de Bolivia?

Sintió un vago temor.

De la Paz, Davis se había venido a Valparaíso. Davis se acercaba.

No sabía por qué temía que algún día, Davis, siempre viajero, siempre inquieto, abandonara también esa ciudad y se viniera aquí, a Santiago, a perturbarle sus negocios y su vida.

X

Un viaje en tren, una noche entera en blanco entre las sábanas hostiles y con olor a mar de la
Pensión Inglesa
oyendo el diálogo monótono, agotador, dilacerante, que se prolongaba como un duelo a florete, en el fondo de su conciencia:

—Vas a falsificar una escritura.

—No; voy a darme poder a mí mismo.

—Cometerás un acto indigno…

—Voy a cobrar lo que me pertenece.

—Vas a engañar…

—Voy a poner fin a un engaño.

—¡Mintiendo…!

—Será mi última mentira… Con ella voy a volver a la verdad…

—¡Tinterillada! Vas a falsificar una escritura.

Julián estaba loco. A las seis de la mañana no pudo resistir más, se levantó y fue a pasearse por los malecones en busca de aire fresco.

El mar parecía repetir el mismo diálogo. Su protesta se estrellaba en los rieles y las piedras del muelle; retrocedía y de nuevo tornaba en su insistencia.

—Vas a falsificar una escritura.

—Voy a cobrar lo que me pertenece.

Aquel espectáculo era intolerante, y cada vez que el malecón resistía con terca negativa, Julián apartaba los ojos de las olas para no ver la réplica de espuma. Una réplica blanca y altiva como un protesta, quebrándose en los hierros enmohecidos, en las piedras negras y viscosas donde se acumulan los detritus de los cauces.

—¡A qué hora abrirán la notaría! —suspiraba.

Le parecía que una vez terminado "aquello" quedaría tranquilo.

A las ocho entró a un pequeño restaurant. Bebió una taza de café y le preguntó al mozo cuál era el notario más antiguo de Valparaíso.

—No sé; señor. Hay uno muy viejito que viene a almorzar aquí.

Era ese el hombre que Julián necesitaba… Un hombre rutinario, acostumbrado a colocar "firmó ante mí"… "mayor de edad a quien conozco y dijo…" con la inconsciencia de una máquina, en las escrituras.

—¿Dónde tiene la oficina?

El mozo le indicó la dirección.

Julián miró al reloj. ¡Caramba! Eran las ocho y cuarto solamente.

Había que hacer hora hasta las diez…

Sacó un papel de su bolsillo, tomó la pluma fuente entre el índice y el cordial —posición inusitada— y, como en la famosa trasnochada de don Fortunato, comenzó a escribir con una letra echada atrás: Walter R. Davis, Walter R. Davis, con una rúbrica curva y alargada como el tubo de una pipa.

El mozo se acercaba. Hizo pedazos el papel y salió del restaurant.

Comenzó a andar por la ciudad maquinalmente deteniéndose ante cada escaparate.

—No voy a hacerle daño a nadie… a nadie…

Hablaba solo.

A fuerza de repetir esa palabra "a nadie", "a nadie", quería incrustarse la afirmación en el cerebro.

En las calles centrales comenzaba el movimiento cotidiano…

Mucha gente. No convenía que le vieran. Se internó por una callejuela atravesada.

En un almacén óptico se compró un par de anteojos negros.

Se los puso. ¡No fuera hallarse con algún amigo!

Andando, andando, llegó hasta uno de los cerros que rodean el puerto. Se le figuraba que el espectáculo de la bahía, bruñida y amplia como una fuente de plata, podría distraerle.

La bruma dejaba ver apenas los buques próximos, alineados como inmensos ataúdes. Un botecito —un ataúd de niños— se balanceaba tristemente. Pensó en el chico enfermo. ¿Cómo seguiría?

¡Oh esas malditas gafas negras comunicaban a todo un aire tétrico!

Bajó.

Al fin la notaría estaba abierta. Un hombre largo y calmoso, como un sepulturero, ponía en orden unos mamotretos, colocándolos en el nicho respectivo.

—¿Está el notario?

—No ha llegado todavía.

—En fin, da lo mismo… Se trata de una escritura de "cajón"…

¿Podrá estar lista hoy en la tarde?

El hombre lo miraba con indiferencia.

—Es una simple escritura de cancelación —dijo Julián un poco cohibido—. Un señor me pagó ayer una plata y quisiera…

—Sí; pero el tiempo es lo que falta…

Julián echó mano a la cartera y sacó algunos billetes.

El empleado dejó caer el librote que llevaba al anaquel y se acercó solícito a Julián:

—Sí, señor; alcanza a estar. ¿Para las doce?

Luego, al pasarle los billetes y animado por la cara sonriente del empleado:

—Usted estuvo antes en la notaría de…

Fingía buscar un nombre. El escribiente se apresuró a facilitárselo:

—En la notaría del señor Unzueta.

—Sí… sí…

—Yo también creo conocerlo. ¿Usted es el señor…?

A su vez trataba de encontrar un nombre.

—Walter Davis —acudió Julián, facilitándole el hipotético recuerdo.

—¡Ah! Sí… ¡Claro! El señor Walter.

Julián sintió deseos de abrazarle. ¡Con ese hombre de tan buena memoria la mitad del camino estaba hecho!

Si el empleado creía reconocerlo en calidad de Davis, ¿para qué seguir el cuento de la escritura de cancelación? ¡Al "poder" lisa y llanamente!

—¡Las diez y cuarto! ¿Sabe? Estoy pensando que no voy alcanzar a volverme hoy a Santiago. La escritura de cancelación no corre apuro. En cambio necesito dar poder a Julián Pardo… ¿Alcanzaré a tenerlo antes del almuerzo?

—¡Por supuesto!

Le entregó un borrador escrito a máquina.

—Hasta luego, señor Walter.

—Hasta luego.

Julián estaba loco de alegría. ¡Qué angustias ni qué problemas sicológicos! ¡Nervios; nada más que nervios!

El sol había disipado los nublados y la bahía se extendía como un inmenso prado verde. Los viejos barcos, pesados y soñolientos, parecían rumiar viejos recuerdos. Una bandada de botes de colores, blancos, rojos, azules y amarillos, revoloteaban en torno de ellos como mariposas.

El niño se iría al campo, volvería gordo y rozagante… Su mujer descansaría, recobraría el buen humor, la alegría de vivir.

Cuando pensaba en ellos, Julián se hallaba capaz de cualquier cosa, se sentía casi un héroe.

Todo lo afrontaría por salvarlos.

A las once y media estaba en la notaría.

—El poder está listo, señor Davis. No faltan sino las firmas.

Julián sacó la pluma fuente, y firmó y rubricó con gesto decidido
Walter R. Davis.

Dos empleados de la misma notaría servían de testigos.

¡Gracias!. Hágame el favor de presentarme al notario.

Entraron a una salita de modestas apariencias.

Tras una mesa llena de papeles, estaba un vejete flaco, de aspecto ratonil, con las gafas equilibradas en la punta de la nariz.

Tendió la mano a Julián como si se tratara de un antiguo conocido.

Leyó entre dientes el poder.

—Muy bien… muy bien…

Clavó en Julián unos ojillos de miope.

—Parientes de los Davis de La Serena ¿verdad? Muy bien… Muy bien…

Y casi tocando el papel con las narices estampó su firma.

—El timbre. ¿Dónde está el timbre?

Imprimió el sello, tomó con mano vacilante el bote con la arenilla de secar, sopló cuidadosamente.

—¿Están pagados los derechos? Muy bien… Muy bien… Servido. Hasta la vista.

¡Estaba salvado! Había pasado el Rubicón; volvía a ser el mismo Julián de antes. En la otra orilla quedaba Davis defraudado.

Creía verle, largo, flaco, con el pelo de color zanahoria y una vieja cachimba entre los dientes, pasearse malhumorado, con las manos cruzadas a la espalda.

¡Pobre Davis! ¡Había errado el golpe! El dinero de las
Adiós mi
plata
se le iba de las manos: Pardo lo cobraría con el poder suscri—to, ¡qué sarcasmos! con la firma del propio Walter Davis.

Julián sonreía con el orgullo del triunfo.

De pronto se acordó de los anteojos negros. Los tomó y los hizo añicos contra el suelo.

Miró atrás nerviosamente.

Le parecía oír la voz de Davis que le gritaba desde lejos con las manos puestas como una bocina ante sus dientes largos y amarillos.

—Míster Pardo: usted hace mal. Esos anteojos son verdaderamente míos.

Tomó el tren, regresó y se fue derecho a la Bolsa de Comercio.

Quería terminar pronto: mostrar el poder y recibir el cheque. Estaba seguro de que sólo entonces podría descansar.

—¡Oh! Míster Pardo, ahora va a engañar al corredor.

La voz de Davis se sustituía a la de su conciencia.

¡Gringo estúpido! ¿Se le pasaba por la mente que podía decirle al corredor que había ido a Valparaíso a falsificar una escritura?

La voz seguía imperturbable, taladrándole el cerebro.

—Una nueva mentira, Míster Pardo; no es correcto.

¡Caramba! ¿Había acaso otra manera de cobrar un dinero suyo, absolutamente suyo? ¿O iba a dejarlo perderse tontamente? ¡Esta sería su última mentira!

A su mujer le diría la verdad: que había ido a Valparaíso por culpa de Davis, ¿no era acaso cierto? y, gracias a ese viaje, disponía del dinero necesario. Un negocio hecho con Davis —en eso no había engaño— le permitía disponer ahora de una pequeña fortuna…

¡Qué gran noticia para ella!

Arrullado por estos pensamientos, llegó a la oficina de Gutiérrez.

—¡Don Julián, al fin aquí! ¡Dos puntos de alza! ¿Habló con el se—

ñor Davis?

Por toda respuesta, Julián sacó el poder.

El corredor lo leyó rápidamente.

—¡Admirable! ¿Ve usted? ¡Con esto queda todo en orden!

Y en seguida, dirigiéndose al empleado:

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