—Ya lo sé; tiene poder… Pero de todos modos, ¿no le parece natural darle aviso por lo menos…? Desde aquí mismo puede hablarle por teléfono.
—¿Para qué? Yo cargo con las consecuencias.
—Sí, don Julián; pero, ¿qué le cuesta hablarle? Se lo pido como un servicio personal. Esto puede arrojar pérdidas muy gruesas… y después el señor Davis tal vez a usted no le dijera nada… pero a mí… ¡y tratándose de un cliente como el señor Davis!
Julián se sentía avergonzado. ¡El no era nada para el corredor!
Lo importante para Gutiérrez era Davis, sólo Davis. ¡Qué ridículo!
Sacó el reloj.
—Tiene tiempo. ¡Háblele usted! —insistió Gutiérrez.
Faltaban, en realidad, algunos minutos.
—Le hablaré desde mi oficina —dijo Julián en tono terco.
Gutiérrez echó una mirada a Willy López, de pie, en traje de sport, a dos pasos de distancia.
—Mejor; es más discreto.
Y entró rápidamente a la oficina.
Julián permaneció un momento como alelado. ¡Qué vergüenza!
Tenía que pasar por la humillación de consultar a Davis.
Y salió con ánimos de andar dos cuadras y volver a decirle al corredor: "Ya hablé con Davis, dice que le venda las diez mil".
No había andado cuatro pasos, cuando vio a López a su lado.
—Señor Pardo, disculpe la impertinencia; pero… creo que tratándose de personas como usted y como yo, la presentación no es necesaria…
Saludó; no había remedio.
—Sin duda usted, señor Pardo, conocerá a mi tío el senador Almarza que organizó el negocio petrolífero…
—No tengo el gusto.
—No importa: él conoció mucho al señor Davis en Arica…
Julián abrió tamaños ojos.
—¿Cómo?
—Sí, al señor Davis. No tenía entonces la situación que tiene ahora ¡claro está! Le "conoció naranjo", como él dice.
—No puede ser.
—¡Ah, don Julián! Míster Davis tal vez no le ha hablado nunca de esos tiempos. Los hombres cuando suben…
Julián estaba desesperado.
Los minutos volaban y aquel muchacho repelente con su traje color heno y sus anteojos de tortuga, se adhería a él como una lapa.
—Otro día conversaremos —dijo—. Ahora tengo que hablar urgentemente por teléfono.
—¡Haberlo dicho antes, don Julián! Pasemos al escritorio de Morales. ¿No conoce usted a Morales, el abogado de la
Chilean Company?
¡Aquel maldito petimetre conocía a todo el mundo!
—Prefiero ir a mi oficina.
—Le queda demasiado lejos. ¿No es en la calle Huérfanos?
—¡No me hace!
—Bueno; entonces le acompaño.
Julián bajó la cabeza con la rabiosa desesperación de un novillo uncido por primera vez al yugo, y comenzó a caminar entre la lluvia de preguntas del intruso:
—¿Conocerá usted tal vez a Félix Morla? ¿Y al gerente de la Empresa de Alumbrado? ¿No? ¡Qué curioso! ¿Tampoco ha sido amigo de don Luis Peralta?
Como un náufrago que divisa una vela en mitad de la tormenta, Julián vio cerca de la esquina el cuadrito blanco de latón que interrumpía la línea de los edificios con la inscripción salvadora:
Teléfono Público…
—Voy a entrar aquí —dijo.
—Le espero.
—Tal vez voy a demorarme…
—¡Bah! No tengo nada que hacer por el momento. Julián pidió con Valparaíso y luego inventó un número cualquiera: el 3420.
—Aló, aló, ¿está el señor Davis?… Bien… Habla con Pardo. Sí.
Perfectamente. Así se lo diré a Gutiérrez. Muchas gracias.
Le repugnaba fingir de esa manera, pero ¡qué iba a hacerle! Willy López estaba de centinela detrás de la puerta.
Cortó la supuesta comunicación y habló auténticamente, ¡qué descanso!, con Gutiérrez.
—Davis acepta. Proceda rápidamente.
Y salió resuelto a afrontar el horrible cuestionario de su vigilante.
Willy López se había ido. Encerrado en la portería del
Club de la
Unión
buscaba en esos momentos, con paciencia benedictina en la Guía de Teléfonos, a qué dirección correspondía el 3420 de Valparaíso.
No almorzó.
Sólo a las cuatro de la tarde dio con el enigma.
El número 3420, la dirección de Davis, correspondía nada menos que a un Liceo de Niñas.
¡Aquello era de volverse loco!
Hacía apenas dos semanas que Julián, en un rapto de desesperación, había dicho el corredor: "liquide", en la esperanza de cortar para siempre con el socio, y he aquí que ahora se sentía unido a Davis más que nunca.
La nueva operación "en descubierto" lo ataba a él en una forma extraña.
La venta de esas acciones que no tenía ninguno de los dos, que carecían de realidad objetiva, que nadie sabía donde estaban, era una operación digna de Davis. El socio que no existía, vendía también acciones que tampoco existían.
La descabellada observación provocó en Julián una impresión de escalofrío:
¡Un socio que no existía, acciones que no existían...! Comenzaba a moverse en un ambiente irreal y absurdo... Los flacos brazos de Davis parecían emerger del misterio, de la sombra, de la nada y oprimirlo estrechamente:
—Mr. Pardo. ¿Por qué me odia? Soy su socio; le he hecho ganar dinero a manos llenas... ¿Se avergüenza usted de mí?
Realmente no había ningún motivo serio para esa repugnancia involuntaria que Julián venía experimentando por su socio.
Era injusto, había que reconocerlo. ¿Quién, si no él, era el culpable de que Davis existiera? En verdad él lo había creado... Era una especie de padre intelectual de Walter Davis. El hijo había salido comerciante, hacía negocios, lo obligaba a guardar cierta reserva, más aún, a ocultar su verdadera personalidad. Porque, es claro, si Julián decía francamente que Davis no existía, todo el castillo de naipes de su vida se desmoronaría como por encanto; pero no hay código que obligue a un padre a declarar la verdad en contra de un hijo.
¿Por qué entonces esa repugnancia, ese temor para confesar a Davis frente a frente?
Procedía como un desnaturalizado que niega a su propio vástago... Si obrara de otro modo, si reconociera a Davis, si lo despojara de ese absurdo aspecto sobrenatural para considerarlo simplemente como un hecho, si hablara de él serenamente como Goldenberg, como Gutiérrez, como Anita, ¿no estaría más tranquilo?
Sí; debía cambiar de proceder.
Por otra parte, Davis no era un hijo fracasado; seguía con una suerte asombrosa en los negocios. Las últimas especulaciones habían duplicado su fortuna.
Además, Julián había comenzado, hasta cierto punto, a conversar con más soltura de "su socio".
Esa misma tarde, don Fortunato Bastías había llegado a la oficina ojeroso y angustiado.
—Vea lo que son las cosas, don Julián. El señor Goldenberg me cedió hace días, cinco mil
Adiós mi plata
. Me dijo que el señor socio de usted especulaba en ese mismo papel y le acepté el negocio a ojos cerrados. Ahora estoy perdiendo la camisa... ¿Qué hago, don Julián?
¡Pobre Bastías! Como siempre, era la víctima de Goldenberg. El terrible comerciante se aliviaba a costa de su socio. El "descubierto" de Davis caía con la fatal inconsciencia de una teja en la cabeza inocente de Bastías. ¿Cómo salvarlo?
—Yo le prometo absoluta reserva, don Julián. Sé muy bien que, como socio del señor Davis, no puede decirme nada; pero puede presentarle mi caso al señor Davis... El es rico, cinco mil acciones ¿qué son para su fortuna?... y él tiene buen corazón y puede ayudarme.
Julián se conmovió.
—No es necesario consultarlo. Tengo autorización para estos casos. Prométame, eso sí, no decir una palabra a nadie... ¿entiende?... Voy a decirle la verdad: Davis ha vendido todas sus
Adiós mi
plata
.
Don Fortunato le abrazó.
—Gracias, Don Julián, mil gracias... Es usted mi salvador. ¡Dígale al señor Davis que no tengo cómo pagarle ese servicio!.
Al día siguiente, Pardo recibía un telegrama de Mulchén:
Por tren de cuatro va un caballo para el señor Davis. Ruego entregárselo. Pídale lo acepte como humilde muestra agradecimientos.
Bastías.
El caballo de Davis fue para Julián un verdadero conflicto. ¿Qué hacer con él? ¿Dónde meterlo?
Comprendió que no podía seguir en esa forma.
Con la fama de las últimas especulaciones, no había día en que no llegara a su oficina algún individuo preguntando la dirección del señor Davis, o deseando hablar con él, o llevándole una oferta de negocios.
Era preciso tomar otra oficina. ¿Aparte? No; de ningún modo.
¿Quién si no Julián podría atenderla?... pero una oficina grande, amplia, bien amoblada, que correspondiera a la verdadera situación de Walter Davis...
Además era preciso tomarle una casilla en el correo.
Con paso rápido se dirigió al centro, dio orden de buscar oficina, tomó el apartado número 2413 y mandó grabar la imponente plancha de bronce:
D A V I S Y C Í A.
C O R R E D O R E S
Cabizbajo, con las manos en los bolsillos y la mirada distraída, Julián reflexionaba, tropezando metódicamente en el tapiz que adornaba un extremo de la sala.
Como las balas, los obuses, las flechas y todos los proyectiles más o menos mortíferos —pensaba—, el amor tiene también su trayectoria. Vuela, se eleva, se pierde entre las nubes, parece que va a tocar el cielo… choca de pronto con un objeto extraño —verbigracia este diván— y cae pesadamente a tierra… En la cúspide hay siempre una
garçonnière
con un diván.
Julián encendió un nuevo cigarrillo, vio por centésima vez la hora —¡las seis y media y Anita aún no llegaba!— y siguió el curso de sus meditaciones:
¡El amor! Es claro que no se trataba de ese amor austero, heroico, zaparrastroso y resignado como un veterano del 79, con su hoja de servicio, y sus galones —civil y religioso— un tanto deslustrados por los años… El de Anita era
… Ese amor ligero, ese amor que no deja más que frufrú de encajes y seda que se aleja…
¿Empezaría a declinar? ¡No era posible!
Sabía ciertamente que el amor tiene una trayectoria ineludible, un
programa que se cumple con más regularidad que el de los cines.
Primero, las miradas; luego, las manos; después los besos a escondidas… ¡Ah, si no fuera por esa salsa algo picante del peligro, del temor a la sorpresa del marido, todos los besos tendrían un sabor muy semejante!
Tal vez por lo mismo, esos besos tan condimentados, como la comida de restaurant, no son para mucho tiempo…
En todo caso la trayectoria no termina ahí. Sigue el período de los sueños.
—¿Sabes? Anoche soñé que mi marido se había ido a Europa y estábamos los dos bien abrazados…; pero portándonos muy bien, ¿entiendes…?
Después viene el período maravilloso, la cúspide, el cenit:
—No se lo que me pasa, pero me siento tuya, tuya…, mi marido me da tanta repugnancia…
Anita se lo había dicho así, con esas propias palabras el día antes; ¿Por qué?, entonces, no llegaba.
Julián arrojó distraídamente la colilla en un viejo
potiche
chino, regalo de Anita para "el nido" —no se es cursi a medias en estas circunstancias— y encendió otro cigarrillo: Sin duda alguna a Anita le había sucedido algún percance. Quizás Goldenberg… quizás una visita inoportuna…
Se acercó al amplio diván que se tendía con indolencia musulmana en un ángulo obscuro de la sala, al lado de un taburete que ostentaba en amable compañía una botella de oporto, un narguilé y un paquete de alfileres.
El elemento artístico y decorativo era el narguilé y ¡qué prosaico resultaba con su aspecto de florero de cristal y su larga tripa roja!
Parecía un pequeño jarrón despanzurrado que alargara el cuello con horror para no ver sus propios intestinos. Hasta esa boquilla negra y larga en que terminaba la sonda de caucho era de un prosaísmo insoportable. Un irrigador pensativo. Eso era aquello. En Arabia tal vez el narguilé fuera decorativo: el depósito de cristal pintarrajeado, el mismo tubo de goma, disfrazado bajo las sedas que se cruzan en un tejido de culebra: una serpiente surgiendo de un búcaro de flores. Bien; ¡pero aquí…!
Entre tanto, pasaban los minutos y Anita no llegaba. Julián comenzó a arreglar prolijamente los cojines para darles cierto aspecto de despreocupación. En la mampara se oyeron unos pasitos precipitados.
—¡Anita!
Entraba toda azorada, tratando de libertarse del sombrero que la cubría hasta los ojos.
Se abrazaron.
—¡Al fin! ¿Qué te ha sucedido?
—¿Qué? El estúpido de Willy López me encontró en una calle atravesada y comenzó a seguirme en automóvil. ¿No, sabes que se cree detective? Me vi obligada a dar cincuenta vueltas y meterme al consultorio de un dentista. Le dije que me había equivocado; pero el hombre estaba empeñado en atenderme. Cuando salí, Willy López estaba todavía en su automóvil. Tuve que volverme a casa; pero ¡mira!
Alzaba con aire de triunfo un pequeño rollo de papeles.
—¿Qué es eso?
—¡Bah! Figurines… El nidito no puede estar a la intemperie… Es preciso un
camouflage
y yo he pensado ¿por qué no instalar aquí una modista? Sería mucho más discreto.
¿Cómo?
—Una modista… una modista francesa…
Julián frunció el entrecejo.
—Inventada, hijo, se comprende… ¿Ves?
Madame Duprés Modes.
¿Te das cuenta?
Y ante los ojos atónitos de Julián. Anita extendió varios recortes con modelos arrancados al
chiffons
y al
Vogue
, y una hoja de papel, escrita por ella misma en gruesos caracteres:
MADAME DUPRES
MODES
Corrió como una colegiala a la ventana y deslizó entre el vidrio y los visillos los figurines y el anuncio.
Julián permanecía atónito.
—¡Tonto! ¿No lo hallas ingenioso?
Y le besó en los labios.
La lámpara chinesca, los cojines, el narguilé, bailaron una danza cubista. Todo el trabajo de arreglo del diván desapareció en pocos instantes y Julián no vio ya sino los ojos entornados de Anita, sus labios entreabiertos y las alas de su nariz que palpitaban con una latir de corazón.
Horas después, al salir, con el cuello del sobretodo hasta la boca y las manos en los bolsillos, Pardo no pudo dejar de detenerse ante la ventana de visillos verdes en los cuales se destacaban algunos figurines y un cuadro de papel.