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Authors: Jenaro Prieto

Tags: #Relato

El socio (8 page)

BOOK: El socio
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—Mi coronel, muy buenas noches… Le voy a presentar a Julián Pardo.

Julián, de pie, con el aire de quién despierta de repente, recibió el saludo ceremonioso de don Cipriano, y el fuerte apretón de manos del militar.

—Señora —dijo el magistrado—, perdone usted que me mezcle en un asunto de índole tan personal como sus ojos; pero los ojos de una mujer hermosa…

Y se extendió en una larga disertación sobre el tratamiento que debía darse a estos que él llamaba, "si se le permitía la expresión, pequeños accidentes oculares".

—Nada de ácido bórico, señora; agua de té, como nuestras madres y nuestras abuelas.

—Pamplinas —gruñía el coronel Carraza— ¡Los oídos y los ojos con los codos! Llorar no le hace mal a una mujer.

—¡Por favor no se ocupen de mi ojos!

En ese momento llegó Goldenberg.

Saludó apenas al coronel y a don Cipriano y dirigiéndose a Julián con entusiasmo, como si le trajera una gran noticia, exclamó:

—¡Qué le decía yo, mi amigo! ¡Las
Adiós mi Plata
por los suelos!

—¿Cómo? —dijo Julián estupefacto.

—¡Lo que tenía que pasar! Hoy bajaron cinco puntos. Antes de un mes las verá usted a diez centavos.

Julián se apoyó en el respaldo de la silla para no desvanecerse.

¿Habrían liquidado sus acciones? ¿Qué sucedería? ¡Y él dedicado mientras tanto a las escenas amorosas! Sacó mentalmente la cuenta de lo que esa baja le significaba. Mínimun veinte mil pesos. Menos mal que le quedaban siempre ochenta mil.

Ochenta mil… pero en el caso de que Gutiérrez las hubiera vendido totalmente. Si no…

Sintió que un frío de serpiente se deslizaba a lo largo de su cuerpo.

Si no… estaba perdido simplemente. Y Gutiérrez se quedaba tan tranquilo y no le enviaba ni un aviso, ni siquiera le hablaba por teléfono…¡ese hombre era un miserable!

Goldenberg con su mirar de zorro viejo, le observaba.

—Supongo que usted no tendrá acciones —dijo— y en cuanto a las de Davis…

Pardo trató de sobreponerse a su emoción.

—¡Qué curioso! ¿De dónde saca usted que Davis tiene acciones?

Por toda respuesta, Goldenberg le golpeó confidencialmente la espalda. Guiñó un ojo con aire de malicia y agregó:

—Más sabe el diablo por viejo que por diablo. ¿Quiere un consejo de amigo? No trate nunca de disimular. Los poetas, los sentimentales, saben sin duda transmitir sus emociones, pero… no saben ocultarlas. Deje eso para los hombres de negocios como Davis…

Julián habría querido estrangularlo. ¡También ese estúpido creía en Davis! ¡Y se sentía perspicaz! ¡El, perspicaz, cuando diez minutos antes, en esa misma sala, en ese mismo sofá, su mujer lo engañaba como a un chino!

—¡Ah! los poetas —seguía Goldenberg— pueden ser útiles, muy útiles a condición de saber administrarlos…

Anita se acercó.

—¿Pasemos al comedor?

Esquivaba la mirada de Julián y su voz temblaba un poco.

La comida fue triste.

Don Cipriano empezó por declarar que la labor del tribunal había sido dura en esos días y que se hallaba algo indispuesto.

Anita permanecía silenciosa, y Julián, frente a Goldenberg, se sentía vigilado y no podía apartar de su memoria el recuerdo de las
Adiós mi Plata.

Sólo el coronel Carranza hablaba hasta por los codos:

—Lo que hace falta en el país es energía.

—Gobierno fuerte —asentía don Cipriano.

—Dictadura si es preciso. Hay que hacer un escarmiento. Aquí las cámaras discuten en lugar de dictar leyes; cada diputado se cree con derecho a opinar como le place y el Ministerio no se hace respetar. Falta el concepto del honor. El día que cada ministro se pusiera en sus cabales y, junto con opinar un diputado, recibiera esa misma tarde los padrinos, todo marcharía como sobre rieles.

Las cámaras se han hecho para legislar, no para hablar. Diputado que discuta… un desafío y una bala. ¿Que no quiere batirse? Otra bala para que aprenda a ser hombre. ¿Que el ministro no le manda los padrinos? Pues, otro par de balas al ministro.

—¡Qué horror! ¡Usted va a agotar las municiones! —dijo Anita.

—No importa. Para eso son. Bala que no se dispara no sirve para nada.

—Las municiones son caras… —observó Goldenberg.

—Un diputado o un ministro resultan siempre más caros que una bala. Por culpa de ellos este país está perdido y languidece poco a poco. Las industrias se quejan de escasez de brazos, no hay inmigración y la natalidad permanece estacionaria. Es preciso proceder con energía y fusilar de una vez a esos canallas.

—¿Y cree usted que de ese modo aumentaría la población?

—¡Señora, cuando la gente no quiere entender de otra manera…!

Don Cipriano acudió a prestarle ayuda:

—Es un modo de decir del coronel. Lo que él quiere insinuar es cierta modificación, naturalmente ajustada a las normas constitucionales, en los rumbos de la administración…

—No, señor, lo que yo quiero decir es que hay muchos sinvergüenzas, empezando por sus colegas de la Corte, que se enredan en triquiñuelas de derecho, de constitución, de leyes. Mientras no se fusile a todos esos, no habrá prosperidad, no se abaratarán las subsistencias, y el trigo, la carne, el pan, seguirán siempre por las nubes.

—Pero, la ley de la oferta y la demanda…

—Se le deroga, pues, mi amigo.

El coronel Carranza era un energúmeno.

Su última ofensiva en contra de todos los poderes constituidos había acabado por producir en torno suyo un silencio embarazoso.

Don Cipriano, más cetrino y cadavérico que nunca, se mordía una guía del bigote, y Goldenberg, sofocado, daba vueltas y más vueltas a la cadena del reloj…

—Pasa un ángel… —dijo Anita.

—¡Qué ángel ni qué niño muerto! ¡Lo que pasa… es que a nadie le gusta oír verdades! —gruñó el coronel Carranza.

Se produjo otro silencio.

Anita dejó caer su servilleta, felizmente del lado de Julián. Ambos se inclinaron a un tiempo a recogerla. Las manos se encontraron fácilmente; pero la cacería de la servilleta, tal vez por exceso de cazadores, resultó más complicada y demoró algunos momentos.

El coronel Carranza no había encontrado, en tanto, mejor tema que hablar de la cobardía general subrayando sus palabras con miradas poco amistosas para don Cipriano.

Este aprovechó una pausa para decir, "sin ánimo de ofender a nadie, que la fuerza, para que fuera respetable, debía estar cimentada en el derecho".

El militar prorrumpió en una carcajada sarcástica que cayó en una atmósfera de hielo.

Anita, rígida en su asiento, después de la pesca de la servilleta, extremaba sus aires de señora, y Julián, sin salir de su mutismo, paseaba la mirada distraída a lo largo de la mesa de madera obscura a la cual las flores y los pesados candelabros de plata comunicaban un aspecto funerario.

Aquello era un velorio. Y esos hombres con sus negros trajes de etiqueta parecían estar asistiendo al entierro de las
Adiós mi Plata.

Julián, después de buscar inútilmente a Gutiérrez, llegó a la casa tarde de la noche.

La sonrisa llena de promesas de la despedida, no lograba borrar de su imaginación la posible hecatombe. La mirada de Anita, que auguraba días de dicha incomparable, se borraba para dejar sitio al mirar inquisidor y desconfiado del marido que vaticinaba baja en las acciones.

¡Qué vergüenza! los ojos de Anita no eran capases de luchar con los de Goldenberg…

Veía al hombre, gordo, repugnante, invadiendo el
boudoir
de la mujer, quitándose el cuello mientras preguntaba con aire distraído:

—¿Te fijaste en Julián? Estaba preocupado.

—¿Sí?

Anita, con sus ojos de esmeralda absortos en los dibujos de la alfombra, fingiría indiferencia.

—¡Bah! Claro que está triste —diría Goldenberg—. ¡Ese infeliz debe estar especulando!

—¡Cómo se te ocurre!

—¡Vamos! El no, precisamente; Julián no tiene dónde caerse muerto; pero el socio…

—¡Ah! Davis…

Julián estaba seguro de que en el diálogo conyugal había salido a bailar Davis. ¡Ese Davis del cual hablaba todo el mundo!

—Ese hombre se ha portado mal conmigo…

—¿Quién? ¿Julián? Pero ¿estas loco?

—No, hija; Davis pudo ayudarme en la sociedad aurífera, y, en vez de hacerlo, me mandó una carta estúpida dándome consejos.

Una insolencia; pero ¡en fin! la vida tiene sus vueltas… Ahora sé por Julián que "está metido" en esa calamidad de las
Adiós mi plata.

—¿Julián te lo ha dicho?

—No con esas palabras, por supuesto. Pero en su cara, en su actitud…

—No sabe mentir, ¿verdad?

—¡Es un desgraciado! No sé cómo un hombre ducho ha podido aceptarlo como socio. Cierto es que también Davis se ha revelado como un cándido… Mañana le diré a Urioste que venda unas diez mil
Adiós mi plata.

De sólo imaginar una escena parecida, Julián se ponía lívido y contraía los puños hasta hacerse sangre.

Y estaba cierto, absolutamente cierto de que eso estaba pasando así, palabra por palabra, en casa de Goldenberg. Tal vez Anita intentaría defenderlo… Una defensa débil para no comprometerse, demostrando un interés exagerado.

Acaso murmuraría:

—¿Y no perjudicarás a Julián con esa venta?

—¿A Julián? Puede que un poco. No está en mi mano eliminarlo de este asunto. Harto le he dicho que esas acciones nada valen…

—¡Julián es tan amigo de la casa…!

—Pero Davis no lo es, y el golpe va dirigido contra Davis

—¡Samuel, no te metas en especulaciones!

Julián, paseándose nerviosamente en su escritorio, creía oír ese ruego de mujer que se embotaba inútilmente en la gordura fláccida de Goldenberg. ¡Pobre Anita! Acaso por defenderle apelaría a todas sus armas femeninas. Tal vez se acercaría a Goldenberg, desplegaría su coquetería de gata regalona, le abrazaría —¡qué asco!—, quizás hasta le besaría…

Al pensar en una cosa semejante, Julián sentía que el estómago le subía como un ascensor hasta el pescuezo.

¡Caramba! ¡Mil veces preferible que se perdiera todo, pero que Anita no se humillara en esa forma!

El aire le faltaba.

Se aproximó a la ventana y la abrió de par en par.

No había el más leve soplo de viento, y la luna llena se transparentaba a través del encaje de los árboles desnudos.

Se tranquilizó un poco.

¡Qué absurdo! ¿Por qué había de haber sucedido todo aquello entre Goldenberg y Anita? ¿De dónde sacaba semejante película cinematográfica?

Lo más probable era que Goldenberg se hubiera ido a dormir tranquilamente…

De nuevo sintió un odio incontenible. ¿Celos? Era ridículo tener celos así…

Mil veces le había oído a Luis Alvear decir "que hay una especie de convenio tácito para no sentir celos respecto del marido".

¡Qué diablos! Desgraciadamente, él no podía pensar en esa forma.

Como un niño, trataba de tranquilizarse, asegurándose que Anita, junto con irse él de la casa, había dicho a Goldenberg: "¡Tengo jaqueca!" y se había ido a dormir como una monja.

Comenzaba ya a clarear cuando Julián subió a su dormitorio.

La casa estaba sola y, cuando quiso encender la luz del
hall
, tropezó con una silla y apoyó sus manos en un bulto blando que saltó dando un maullido.

—¡Diablo! El gato…

El animal se erizó y alzó la cola como si fuera un fantasma en la obscuridad.

A tientas, atropellándose en los muebles, Julián buscó la balaustrada y subió. Le parecía que alguien le seguía…

—¿Davis…?

¡Dios santo! ¿Por qué ese nombre de Davis le asaltaba?

Encendió la luz, y con el corazón palpitante como un conejo perseguido, se metió a la cama y se cubrió con la ropa hasta los ojos.

A las ocho de la mañana Julián estaba en la casa de Gutiérrez.

Viaje perdido; "el caballero —según le dijo el mozo—, se había ido la noche antes a la quinta del señor López, en Barrancas".

—¿Qué señor López?

—Don Willy, un caballero joven, de Valparaíso.

—Julián tuvo que morderse para no estallar en mil denuestos.

¿De modo que mientras él pasaba en vela, revolviéndose en la cama, a dos pasos de la quiebra, el miserable de Gutiérrez salía alegremente a tomar aire, a jugar golf y a correr en automóvil con el primer mequetefre que encontraba?

Se fue a la Bolsa y dio mil vueltas en torno del edificio, rígido y grave como un mausoleo. Exactamente: una tumba de ilusiones.

Faltaba sólo un cuarto de hora para la rueda, cuando, frente a la oficina de Gutiérrez, se detuvo, frenando con estrépito, el auto de Willy López. Un ridículo auto "huevo" lleno de barro, desde los neumáticos hasta el
capeau
, como un cangrejo recién sacado de la cueva.

Julián se precipitó a la portezuela.

—¿Las vendió todas?

Gutiérrez hizo un signo con los ojos, indicando que Willy López les oía. Sacó la mano fuera del coche y nerviosamente cerró y extendió los dedos tres veces consecutivas.

—¿Cómo? ¿Quince? —gritó Pardo lleno de espanto.

El corredor se bajó de un salto, lo arrastró hasta la puerta de su oficina y agregó, casi en secreto:

—Sí, quince. Quince mil. Término medio veintisiete pesos. No se ha podido vender más. Bajaron mucho… Están a catorce y medio.

Julián sacó mentalmente la cuenta. Aun liquidando a ese precio las restantes todavía resultaba utilidad.

—¿Me quedan entonces cuatro mil quinientas?

—Más o menos…

—¿Y por qué no las vendió?

—No había mercado. El único que afirmaba el papel era Urioste.

—¿Urioste? ¿El corredor de Goldenberg?

—¿Por qué le extraña?

—Porque Urioste debía tener orden de vender…

—Claro es que era vendedor: por lo mismo trataba de mantener el precio, pidiendo un lote de diez mil, dos puntos más abajo.

—¿Y usted no se las vendió?

—Compraba el lote completo. Habríamos quedado en descubierto. El señor Davis tenía sólo cinco mil y… el mercado no está para hacer gracias…

—Si vuelve a pedirlas, déselas.

Gutiérrez le miró con ojos de asombro.

—Un descubierto es peligroso. El papel está en el tope, es difícil que pueda bajar más.

—No importa.

—En todo caso habría que consultar al señor Davis.

—Tengo poder —dijo Julián con voz ligeramente temblorosa. Le repugnaba recordar esa escritura falsa, incrustada como una larva en su conciencia.

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