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Authors: Jenaro Prieto

Tags: #Relato

El socio (2 page)

BOOK: El socio
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—Difícil —anotó Pardo con franqueza.

—En fin… los viejos recuerdos del colegio, y sobre todo, el saber que trato con un caballero. Le he dado a usted una prueba de confianza al encargarle que haga el pedimento, creo que podemos hablar con franqueza… ¿verdad?…

Julián hizo un signo afirmativo.

—Bien —dijo Goldenberg—, el asunto es más sencillo de lo que parece. Lo único que requiere es discreción.

—Pero, ¿hay oro realmente?

—¡Hombre! Hay informes que es lo más que puede pedírsele a una mina… y para usted habrá plata en todo caso. En cuanto a mí, soy todavía más modesto: me contento con que haya arena simplemente.

—No

comprendo.

—Ni hace falta. Cuando vea la ubicación del yacimiento verá más claro el negocio. Es decir, "nuestro negocio", porque usted tendrá también sus acciones liberadas…

Goldenberg se incorporó pesadamente en la silla y, resoplando con el habano entre los dientes, la acercó hasta el escritorio. Tomó un diario, y con su enorme lapicera de oro comenzó a trazar un plano.

—Mire usted. Este es el río; aquí está el yacimiento; la ciudad queda a este lado. No hay otro punto de donde sacar arena. O me compran la que yo quiera venderles o no edifican. ¿Ve ahora el negocio?

—Muy bien; pero, ¿qué le importa entonces que las arenas sean o no auríferas? ¿Para qué le sirve el oro?

Goldenberg se restregaba las manos encantado.

—¿Ve usted como ahora también pregunta "para qué le sirve el oro"? Pues, hombre, para justificar la concesión. Además, es el brillo, el espejuelo que atrae el capital de esas alondras que llamamos accionistas…

—Este cínico —se decía Julián con buen humor— no carece de cierto espíritu poético. Llama alondras a sus víctimas… —y lo miraba con involuntaria complacencia, mientras Goldenberg, entre chupada y chupada, seguía la relación de su proyecto.

—Sí, mi amigo; usted tiene la merced y la vende acto continuo en diez mil libras a un caballero amigo mío; éste la vende en veinte mil libras a la Comunidad que tengo yo con un señor Bastías; se constituye la Sociedad Aurífera
El Tesoro
; los accionistas caen como moscas y nos compran nuestros derechos en cuarenta mil libras.

Para mostrar confianza en el negocio recibimos al contado solamente la mitad; el resto en acciones. ¿No le agrada?

Julián inclinó un momento la cabeza y se pasó la mano por la frente, las sienes y los pómulos en actitud de palparse el esqueleto.

La obsesión de su mujer, de su chiquillo, de su hogar en la miseria, ardía en su cerebro, frágil, inflado y oscilante como un farol chinesco, y se cubría la frente con la mano para no transparentarse; pero la mirada clara y firme de Goldenberg se filtraba por entre sus dedos, en tanto que insistía en su pregunta:

—¿No le agrada?

—Yo le agradezco mucho —dijo Pardo pero…

—No hay pero que valga.

—Es que —observó tímidamente— yo no conozco estos asuntos, nunca me he metido en estos negocios mineros, y el distinto género de mis ocupaciones me hacen mirar con prevención, con inquietud…

—¡No sea niño! ¿Usted teme las especulaciones? Pues, no especula, simplemente. Se guarda las acciones en la caja como va hacerlo Bastías. Usted no tiene nada que temer. Su situación es perfectamente clara: denuncia usted un yacimiento como aurífero y lo vende a un señor mayor de edad que se interesa por comprárselo; recibe usted su comisión y queda desligado. Que haya o no haya oro es lo de menos. Si no lo hay quiere decir que usted se ha equivocado… como uno de tantos. ¿Le van a hacer cargo por eso?

Julián se revolvía en el sillón. De pronto le asaltó una idea luminosa. La disculpa decisiva, la disculpa incontestable. Se puso de pie como para terminar y respondió:

—Imposible… necesitaría en todo caso consultarme con mi socio…

Goldenberg soltó una carcajada.

—No, mi amigo. Yo estoy demasiado viejo para el cuento del socio. Ese es un mito como "la indisposición de ultima hora" en las invitaciones a comer, y el "compromiso anterior" en los empleos. Yo no he tolerado nunca a un gerente que se escude con consultas al Consejo ni a un amigo con preguntas a su socio. Esos fantasmas que se llaman los consejos y los socios no han conseguido asustarme todavía.

Julián Pardo se paseaba como un león enjaulado. La mentira descubierta le ruborizaba. ¿Con qué fundamento ese individuo se permitía dudar de su palabra? ¿Por qué él carecía de derecho de tener socio? ¿Por qué no podía dar una disculpa que todos daban en su caso? No; el no estaba dispuesto a desdecirse e insistió:

—Usted no puede poner en duda mi franqueza. ¿Qué podría llevarme a rehuir una buena comisión? Si no le acepto de inmediato, es porque efectivamente tengo un socio… un socio a quien debo mucho… El, en realidad es el dueño de esta oficina y no puedo hacer nada sin su consentimiento.

Goldenberg se había levantado penosamente de su asiento y con su bastón de gran mango de marfil y sus manos gordiflonas, llenas de anillos, se dirigió a Julián:

—Bueno, mi amigo, piense en el negocio… quiero decir, consúltelo con su socio… y verá usted como nos entendemos.

Y se despidió.

Julián, con el rostro congestionado de rabia y de vergüenza —en el tono de Samuel percibía claramente que no le daba el menor crédito— se sentó frente a la máquina.

—¡Ahora verá si tengo o no tengo socio! ¿Cómo le trataré?

¿Apreciado Samuel? ¿Muy señor mío? Sí… es más comercial.

Y comenzó una larga carta. Al escribir sentía renacer la confianza en sí mismo. Los tipos dactilógrafos, criados en un ambiente comercial, son claros y precisos: no dudan, no vacilan; saben disimular las emociones.

La máquina
Underwood
no se ruborizaba con la misma facilidad que Julián Pardo.

III

Ni un giro postal, ni una carta, ni una esperanza.

Julián rendido de cansancio, se detuvo en la puerta del correo.

No quería llegar así a su caso. Pensó en el cobrador de gas, en su mujer, en el chico pálido e enclenque —retrato de su padre—, que extendería las manitos reclamándole el "libro de monos" prometido.

Sí, ¡estaba para comprar libros de cuentos! Con razón Goldenberg se permitía hacerle proposiciones de esa especie.

La gente entraba y salía precipitadamente, rozándole al pasar.

Sin embargo, ¡qué solo se sentía! No tenía nadie que le tomara en cuenta, que le prestara ayuda… ¡Nadie! Ni un socio ficticio que le sirviera para excusarse de aceptar un negocio inadmisible. Su misma carta a Goldenberg, convenciéndole de la existencia de ese socio mitológico, era una nueva ingenuidad. Samuel se reiría a carcajadas. "¡Poeta! ¡Poeta!", exclamaría. Goldenberg es enemigo de las palabras soeces ¿para qué? Las suple con el calificativo de "poeta". Sin embargo ¡qué lejos estaban los tiempos en que Julián había escrito sus
Flores de Espino
y sus
Saudades
!

Entre el ruido de los tranvías y las bocinas de los automóviles la campanita de una iglesia llegaba hasta sus oídos, vaga y tierna como un recuerdo de su niñez.

Las notas tímidas del
Angelus
, henchidas de paz aldeana y de crepúsculo, se perdían en el negro ajetreo de la calle. Ambiente impuro de ciudad, focos parpadeantes, hombres minúsculos agobiados de preocupaciones, mujeres pintarrajeadas que sonríen provocativamente… de hambre, autobuses, tranvías, coches, automóviles; gigantesca fauna de ojos luminosos, de cuyo pecho jadeante surge un jazz-band de ruidos estridentes: campanillas, graznar de pájaros salvajes, explosiones, roncos
claxons
y chillidos de cerdo agonizante.

Sólo el cielo color malva evocaba a Julián la suave melancolía del crepúsculo.

—¡Sinvergüenza! ¡Mirando a las chiquillas!

—¿Yo?

Las manos de Luis Alvear se posaron en sus hombros.

—¡Lucho!

Sí, Julián: el propio Lucho, el auténtico, con polainas y sin un centavo en el bolsillo…

Hacía seis meses que no se veían ¡Qué diablo! ¡Las mujeres!

Un maldito lío con la señora de un banquero que le debía la felicidad, la dicha de su hogar, antes sin hijos y ahora iluminado por un chico gordo y robusto, con toda esa imprevisión y esa alegría de vivir que es la característica de los Alvear…

—¿Pero eso habrá terminado?

—¡Qué! ¡Imposible! Ahora la aspiración del padre es una niñita y… no puedo zafarme del enredo. ¿Quién me responde de que mi sucesor se me parezca? El chiquillo es igual a mí… ¡Como que salga otro distinto me descubren!

—¡Cínico!

¡Benefactor querrás decir! No te imaginas la alegría de ese padre. Se acabó la neurastenia de la esposa y el hogar es un encanto; el matrimonio ha ganado un hijo, el marido un amigo y el amigo un banquero. Todos hemos ganado algo.

—¿Y es bonita? —preguntó Julián con aire distraído.

—¡Tanto como bonita…! Tú sabes que en estos casos los hombres nos enamoramos no por la cara de la mujer sino que por la del marido. Mi amigo tiene un aspecto de infeliz que hace a su esposa locamente tentadora.

—Pero, ¿cómo te has metido en ese enredo?

—¡Hombre! cuando se está pobre o no queda más remedio que dedicarse a la aristocracia… o a la burguesía… Y, a propósito ¿sabes quién me habló de ti?

—¿Quién?

—Anita Velasco, la mujer de Goldenberg. Yo le presté un libro de poesías. Tiene la chifladura literaria. Te encuentra parecido a Amado Nervo…

—¡Diablo!

—No te enorgullezcas. Es sólo en el físico.

—No me conoce.

—¡Bah! Me dijo que te había visto ayer tan absorto en la contemplación de un caballo muerto que no había resistido a hacerte una broma.

Julián recordó el caso de la muchacha de los ojos verdes que lo había tratado de veterinario… ¡Qué absurdo era todo aquello! y contó Alvear la visita que Goldenberg le hiciera.

—Te lo ha enviado ella, ¡no me cabe duda!

Y al explicarle el negocio y la proposición:

—¡Caramba! Pero te habrá dado algún plazo para contestarle.

—¿Plazo? Acabo de depositar en el buzón una carta rechazando de plano sus ofrecimientos.

—¡Animal! ¡La mujer es tan simpática…!

Julián se alzó de hombros con indiferencia. Bien podrían irse al diablo todas las hermosuras de la tierra. No tenía qué comer. Todo el día había trotado en busca de dinero. ¡Mil pesos!, una porquería.

Luis Alvear le abrazó con entusiasmo.

—¡Chico! ¡Qué felicidad! Eres el hombre que yo necesitaba.

Medio ahogado entre los brazos hercúleos de su amigo, Julián se preguntaba, ¿cómo y para qué podría servirle un individuo sin dinero?

—¡Para un negocio, hombre!, para un negocio de los míos… Yo necesito otros mil pesos. Con dos firmas tenemos una letra. Yo me encargo del descuento. Para algo tengo un gerente de Banco en la familia.

Y arrastró a Pardo a una cantina próxima para celebrar por anticipado la riqueza en perspectiva.

IV

Hacía rato que Goldenberg, tapizado en una absurda bata china, trabajaba en su escritorio, cuando en los altos comenzó a sonar el timbre eléctrico.

Era un toque largo, nervioso, desesperado, como la sirena de un barco perdido entre la bruma.

Goldenberg se rascó la nuca con impaciencia.

—¡Ya comenzó la campanilla!

Se tranquilizó al oír los pasos de la vieja empleada que subía pesadamente la escalera.

—¿Me llamaba,
misiá
Anita?

—Sí, hija; sí. Dile a la Pastoriza que hasta cuándo me machaca la cabeza con su estatuita de la Virgen. ¡Ya me tiene loca!

En el patio lleno de sol, una muchacha, morena y fresca como un cántaro de greda, regaba unos helechos, cantando a voz en cuello:

Cuando a solas quedo a veces en mi alcoba

le pregunto a la estatuita de la Virgen,

¿qué he hecho yo para que así tan mal me trates…?

—¡Pastoriza! Dice la señora que te calles.

La muchacha cortó en seco su canción refunfuñando:

—Ni cantar se puede en esta casa. ¡Dame paciencia, Señor!

Y continuó regando los maceteros que rodeaban la pila.

Cinco minutos después, en el balcón apareció de nuevo la vieja criada:

—¡Pastoriza! Dice la señora que cantes no más, si quieres.

—¿Cómo?

—Que cantes si tienes ganas…

La muchacha se alzó de hombros:

—¡Bah! ¿Nada más se le ofrecía?

Y se puso a restregar los azulejos de la pila. Estampada por la luz verdosa que filtraban las persianas del
boudoir
, Anita Velasco se desperezaba con displicencia en los cojines de encaje del diván.

Acababa de bañarse, y en ese ambiente tibio e indeciso en que las cretonas de los muros semejaban floraciones submarinas, la inmersión parecía prolongarse.

Estaba disgustada, sin embargo.

Le molestaba haber interrumpido por capricho de sus nervios el canto de la muchacha en el jardín. ¿Qué culpa tenía la otra de su cansancio de vivir? Acaso la infeliz tenía un novio…

Todas las mujeres tienen un amor… ¿Todas?

Sus labios se contrajeron en una mueca de amargura.

¡Casi todas! Lo sabía ella bien por experiencia… y, sin embargo,

¿no era joven y bonita?

Se abrió la bata, y su mirada, como un viajero fatigado, vagó a lo largo de su cuerpo juvenil.

La noche antes había leído en un libro… ¿de Loti?, ¿de Benoit?, no recordaba, una descripción monótona e interminable del Sahara, y no sabía bien por qué su cuerpo blanco y rosa de suaves ondula—ciones que iban a perderse entre las nubes de encaje y seda de la bata, le evocaba el desierto desolado. Suaves colinas, blandas dunas, estériles planicies. Una atmósfera de hastío, pesada y caliginosa que oprime el pecho… Ni una flor, ni un trino que alegren la monotonía del viaje…

¡Un desierto! Eso era ella.

Luego los años pasarían rápidos y asoladores como el
simún
e irían desgastando la ondulante sinuosidad del panorama, hasta dejarlo reducido a una llanura monótona y desesperante.

¡Ni un beduino se atrevería a aventurarse en esos arenales!

Suspiró.

¡Qué disparate! Su piel suave, fresca y tersa no tenía nada de arenoso como no fueran esos polvos de talco boratado con que acababa de darse el último retoque.

Y era bonita, no cabía duda; pero con la belleza inútil de las perlas que no verán jamás el sol, perdidas entre peces ciegos, en el fondo inexplorado del océano.

BOOK: El socio
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