El Suelo del Ruiseñor (32 page)

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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

BOOK: El Suelo del Ruiseñor
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—Es lo que pasa cuando uno se enfurece -dijo Yuk¡-. No puedes imaginar el daño que tu propia fuerza puede causarte.

—Por eso tienes que aprender a controlarte -añadió Akio-. Si no lo haces, serás un peligro para los demás y pa ti mismo.

Cuando me llevaron de vuelta a la habitación, Akio dijo:

—Con tu desobediencia quebrantaste todos los principios de la Tribu. Que tu dolor te sirva de castigo.

Me di cuenta de que Akio no sólo estaba resentido porque yo le hubiera herido; también yo le desagradaba y le provocaba envidia, aunque a mí no me importaba. La cabeza me dolía terriblemente; pero ya no estaba furioso, sino que sentía una profunda tristeza.

Mis guardianes aceptaron que se había establecido una especie de tregua, y no me ataron de nuevo. Lo cierto es que yo no estaba en condiciones de ir a ninguna parte, pues apenas podía andar y, mucho menos, huir por las ventanas o escalar hasta el tejado. Comí un poco -el primer alimento que probaba en dos días-. Yuki y Akio se retiraron, y fueron reemplazados por Keiko y el otro hombre joven, que se llamaba Yoshinori. Las manos de Keiko también estaban vendadas, y tanto éste como Yoshinori se mostraban hostiles conmigo, al igual que Akio, y no me dirigieron la palabra.

Yo pensaba en Shigeru, y rezaba para que Yuki pudiese llevarle mi mensaje, y entonces me di cuenta de que estaba orando como lo hacían los Ocultos, y que las palabras me llegaban a la boca de forma espontánea. Y es que no en vano había absorbido esas plegarias junto con la leche de mi madre. Como un niño, las susurraba para mis adentros, y posiblemente me reconfortaron, pues al poco rato volví a quedarme profundamente dormido.

El sueño me despejó. Cuando desperté, era ya por la mañana. Mi cuerpo se había recuperado en parte y ya podía moverme sin sentir dolor. Yuki estaba de vuelta y, al notar que me había despertado, envió a Akio a hacer un recado. Yuki aparentaba ser mayor que los otros, y por lo visto tenía cierta autoridad sobre ellos. De inmediato, me contó lo que yo deseaba oír:

—Anoche fui a la casa de huéspedes y conseguí hablar con el señor Otori. Sintió un gran alivio al enterarse de que estás sano y salvo. Su mayor preocupación era que los Tohan te hubieran atrapado y asesinado. Ayer te escribió, con la esperanza de que algún día puedas leer la carta.

—¿La tienes?

Yuki asintió.

—Me dio otra cosa para ti. La escondí en el armario.

Yuki abrió la puerta corredera del armario donde se guardaba la ropa de cama y sacó un bulto alargado, que permanecía escondido debajo de una pila de mantas. Reconocí al instante el paño con el que estaba envuelto: un viejo manto de viaje de Shigeru; quizá el que llevaba puesto el día que me salvó la vida en Mino. Yuki puso el bulto en mis manos y yo lo levanté hasta la altura de los ojos. Dentro de la tela había algo rígido, y al instante supe de qué se trataba. Aparté el manto y saqué a
Jato.

Me invadió tal sentimiento de tristeza que pensé que iba a morir. Entonces, las lágrimas me cayeron a borbotones y me resultó imposible frenarlas.

Yuki, con amabilidad, exclamó:

—Van a ir al castillo desarmados para la ceremonia. Shigeru no quiere que su sable se pierda en caso de que él no regrese.

—No regresará -dije yo, al tiempo que las lágrimas caían en torrente.

Yuki me quitó el sable, lo envolvió de nuevo y lo volvió a esconder en el armario.

—¿Por qué lo hiciste? -le pregunté-. Has desobedecido a la Tribu.

—Soy de Yamagata -respondió Yuki-. Estaba allí cuando Takeshi fue asesinado... y yo había crecido junto a la hija de la familia que murió con él. Ya has visto lo que ocurre en Yamagata y cómo quieren todos a Shigeru. Yo soy como ellos y pienso que Kenji, el maestro Muto, se ha portado muy mal con vosotros dos.

En la voz de Yuki se apreciaba una nota de desafío que la hacía parecer una niña furiosa... y desobediente. No quise interrogarla más, y me sentí muy agradecido por lo que había hecho por mí.

—Dame la carta -dije, al cabo de un rato.

Ichiro había enseñado a escribir a Shigeru, por lo que su caligrafía debería parecerse a la mía, pero no era así. Shigeru escribía con trazo firme y fluido:
" Takeo, me alegro enormemente de que te encuentres a salvo. No hay nada que perdonar, porque sé que nunca me traicionarías y siempre he sabido que la Tribu intentaría atraparte. Mañana piensa en mí".

A partir de ahí, la carta continuaba:

Takeo:

Por razones que no vienen al caso, no nos fue posible continuar con nuestro arriesgado plan. Lo lamento mucho, pero al menos me he evitado el sufrimiento de enviarte a la muerte. Me dicen que estás con la Tribu y, por tanto, tu destino queda fuera de mi control. No obstante, eres mi hijo adoptivo y mi legítimo heredero, y abrigo la esperanza de que algún día puedas asumir tu herencia como Otori. Si muero a manos de Iida, te pido que vengues mi muerte pero que no la llores, pues pienso que con ella alcanzaré más logros que con mi vida. Ten paciencia. También te pido que cuides de la señora Shirakawa.

Algún vínculo de una vida anterior ha debido de dictar la fortaleza de nuestros sentimientos. Me alegro de haberte encontrado en Mino. Te envío un abrazo. Tu padre adoptivo,

Shigeru

La carta llevaba su sello.

—Los hombres Otori creen que el maestro Muto y tú habéis sido asesinados -dijo Yuki-. Nadie cree que te marcharas por tu propia voluntad. Supongo que te alegrará saberlo.

Me acordé de todos ellos: de los hombres que se habían burlado de mí y a la vez me habían mimado; que me habían enseñado y me habían soportado; que se habían sentido orgullosos de mí y todavía me apreciaban. Aquellos hombres se dirigían a una muerte segura, pero yo los envidiaba, pues ellos morirían junto a Shigeru, mientras que yo estaba condenado a vivir a partir del terrible día de su muerte.

Cada uno de los sonidos que llegaban de fuera me sobresaltaba. En una ocasión, al poco del mediodía, me pareció oír a lo lejos el choque de los sables y los gritos de los hombres, pero nadie vino a darme razón de lo que sucedía. Sobre la ciudad se cernió un extraño y angustioso silencio.

Mi único consuelo era la idea de que
Jato
se encontraba oculto a muy poca distancia de mí, y muchas veces sentía la tentación de agarrar el sable y huir de la casa con su ayuda. Pero, en su último mensaje, Shigeru me pedía que tuviera paciencia. La furia había dado paso al sufrimiento, pero en aquel momento, mientras mis lágrimas se secaban, el sufrimiento dio paso a la determinación. No pensaba desperdiciar mi vida, a menos que me llevase a Iida conmigo.

En torno a la hora del Mono, escuché una voz que llegaba desde la tienda del piso de abajo y mi corazón dio un brinco, pues sabía que se trataba de nuevas noticias. Keiko y Yoshinori estaban conmigo; pero, pasados unos 10 minutos, Yuki llegó y les pidió que se marcharan.

Yuki se arrodilló a mi lado y me puso una mano en el brazo.

—Muto Shizuka ha enviado un mensaje desde el castillo. Los maestros van a venir a hablar contigo.

—¿Está muerto?

—Peor que eso: le han capturado. Ellos te lo contarán.

—¿Va a causarse su propia muerte?

—Iida le ha acusado de haber dado cobijo a uno de los Ocultos e incluso de que es uno de ellos. Ando tiene una afrenta personal contra Shigeru y exige su castigo. El señor Otori ha sido despojado de los privilegios de la casta de los guerreros y va a ser tratado como un vulgar criminal.

—Iida no se atreverá -dije yo.

—Ya lo ha hecho.

Oí pisadas que se aproximaban desde la habitación contigua, a la vez que la inmensidad del ultraje me llenaba de energía. Di un salto hasta el armario, saqué el sable y, de inmediato, lo desenvainé. Noté su presión en las palmas de las manos y lo blandí en el aire, por encima de mi cabeza. En ese momento, Kenji y Kikuta entraron en la habitación y se quedaron inmóviles al ver que yo sostenía a
Iato.
Kikuta introdujo una mano bajo su manto para sacar un cuchillo, pero Kenji no se movió.

—No voy a atacaros -dije-, aunque lo merecéis. Pero me mataré...

Kenji hizo un gesto de desesperación con los ojos, y Kikuta dijo con suavidad:

—Espero que no tengamos que llegar a tal eso -y después, tras unos instantes, continuó, con cierta impaciencia-: Siéntate, Takeo. Ya has dejado claras tus intenciones.

Nos sentamos en el suelo, y yo coloqué el sable sobre la estera, a mi lado.

—Veo que
Jato
te ha encontrado -dijo Kenji-. Debí haberlo imaginado.

—Lo traje yo, maestro -dijo Yuki.

—No, el sable te utilizó; es su forma de pasar de mano en mano. Lo sé bien, porque a mí me utilizó para encontrar a Shigeru después de la batalla de Yaegahara.

—¿Dónde está Shizuka? -pregunté yo.

—Sigue en el castillo. No ha venido hasta aquí. Incluso cuando mandó su mensaje corrió un grave riesgo, pero quería que supiéramos lo que ha pasado y nos pregunta cuáles son ahora nuestros planes.

—Dime qué cuenta.

—Ayer, la señora Maruyama intentó huir del castillo con su hija y su doncella -la voz de Kikuta no denotaba ninguna emoción-. La dama sobornó a uno de los barqueros para que las llevara por el río; pero alguien los traicionó y la barca fue interceptada. Las tres mujeres se arrojaron al agua, y la dama y su hija se ahogaron; pero la criada, Sachie, fue rescatada. Más le hubiera valido haberse ahogado también, porque la torturaron hasta que desveló el romance de la señora Maruyama con Shigeru, la alianza con Arai y la conexión de la dama con los Ocultos.

—Iida y los suyos siguieron actuando como si la boda fuera a celebrarse hasta el último momento, cuando Shigeru ya estaba en el castillo -relató Kenji-. Entonces, los hombres Otori fueron descuartizados y su señor fue acusado de traición -Kenji hizo una breve pausa, y después continuó-: Ahora está colgado en el muro del castillo.

—¿Crucificado? -dije, con un hilo de voz.

—Colgado por los brazos.

Cerré los ojos por un instante e imaginé el dolor, la dislocación de los hombros, el lento ahogamiento y la terrible humillación.

—¿Es la muerte de un guerrero, rápida y honorable? -exclamé yo, acusando a Kenji.

Éste no respondió. La expresión de su cara, normalmente cambiante, permanecía inmóvil, y su pálida piel, blanca.

Alargué la mano, la puse sobre
jato,
y entonces le dije a Kikuta:

—Tengo una proposición para la Tribu. Tengo entendido que trabajáis para quien mejor os paga. Pagaré vuestros servicios para conmigo con algo que, al parecer, valoráis: mi vida y mi obediencia. Dejadme ir esta noche a bajar a Shigeru de los muros del castillo. A cambio, abandonaré el nombre de los Otori y me uniré a la Tribu. Pero si no accedéis, terminaré con mi vida aquí mismo, nunca saldré de esta habitación.

Los dos maestros intercambiaron una mirada. Kenji asintió de forma casi imperceptible, y Kikuta dijo:

—Debo admitir que la situación ha cambiado, y da la impresión de que hemos llegado a un callejón sin salida -desde la calle llegó una agitación repentina: la gente corría y gritaba. Ambos escuchamos de idéntica forma, al estilo de los Kikuta. Los sonidos se desvanecieron, y él continuó-: Acepto tu propuesta. Tienes mi permiso para ir esta noche al castillo.

—Yo iré con él -dijo Yuki- y prepararé todo lo que pueda necesitar.

—Si el maestro Muto está de acuerdo...

—Estoy de acuerdo -dijo Kenji-. Yo también iré.

—No hace falta que vengas -repliqué yo.

—Da igual; iré de todas formas.

—¿Sabemos dónde está Arai? -pregunté.

Y Kenji dijo:

—Aunque cabalgase toda la noche, no podría llegara Inuyama antes del amanecer.

—Pero ¿está en camino?

—Shizuka cree que no se acercará al castillo. Su única esperanza es provocar que Iida se enfrente con él en la frontera.

—¿Y Terayama?

—Allí se levantarán cuando se enteren de este ultraje -dijo Yuki-, y lo mismo ocurrirá también en la ciudad de Yamagata.

—Ninguna revuelta podrá triunfar mientras Iida siga con vida y, en todo caso, esos asuntos no son de nuestra incumbencia -intervino Kikuta, con un arranque de furia-. Puedes bajar el cuerpo de Shigeru, pero nuestro acuerdo no contempla nada más.

Yo no contesté. "Mientras Iida siga con vida...".

Llovía de nuevo; el suave sonido de las gotas envolvía la ciudad; el agua limpiaba las tejas y los adoquines, y refrescaba el aire rancio.

—¿Qué ha sido de la señora Shirakawa? -pregunté.

—Shizuka dice que está conmocionada pero tranquila. Al parecer, no sospechan de ella, a excepción de la culpa que acarrea su desafortunada reputación. La gente dice que sufre una maldición, pero no es sospechosa de haber tomado parte en la conspiración. Sachie, la criada, estaba más débil de lo que los Tohan habían calculado, y por lo visto murió bajo tortura antes de que pudiera incriminar a Shizuka.

—¿Reveló Sachie algo acerca de mí?

Kenji suspiró.

—No sabía nada, salvo que pertencías a los Ocultos y que Shigeru te había rescatado, lo que no era novedad para Iida. Él y Ando creen que Shigeru te adoptó con el único propósito de insultarlos, y que tú huiste cuando te reconocieron. No sospechan que eres de la Tribu, y desconocen tus poderes extraordinarios.

Ésa era una ventaja; otra ventaja era el tiempo atmosférico y la oscuridad de la noche -la lluvia había perdido fuerza y dado paso a la llovizna, y a una niebla tan densa que ocultaba por completo la Luna y las estrellas-; la tercera ventaja era el cambio que yo había experimentado: algo en mi interior, antes a medio acabar, había tomado forma. Mi ataque de ira -seguido por el profundo sueño en el que Kikuta me había sumido- había calcinado la escoria de mi naturaleza, y sólo había quedado el núcleo, un núcleo de acero. Reconocí en mí mismo la verdadera personalidad de Kenji, como si
Jato
hubiera cobrado vida.

Entre los tres preparamos los útiles y la ropa para la noche. Después, pasé una hora haciendo ejercicio. Todavía notaba los músculos rígidos, aunque menos doloridos. La muñeca derecha era lo que más me molestaba, y ya antes, al blandir a
Jato,
había notado que el dolor me llegaba hasta el codo. Finalmente, Yuki me la sujetó con una muñequera de cuero.

Cuando la hora del Perro tocaba a su fin, comimos frugalmente y después permanecimos sentados en silencio, con el propósito de aminorar el ritmo de la respiración y de la sangre. También retiramos las luces de la habitación para mejorar nuestra capacidad de ver en la oscuridad. El toque de queda se había impuesto antes que de costumbre. Los guardias a caballo habían patrullado la ciudad y los habitantes ya estaban en sus hogares, por lo que las calles estaban tranquilas. La casa en la que nos encontrábamos producía los sonidos propios del atardecer: las criadas lavaban los platos, alguien daba de comer a los perros y los guardias se preparaban para la ronda nocturna. Oía las pisadas de las criadas, que se dirigían a preparar las camas, y el chasquido del abaco que llegaba desde la sala de estar, como si alguien estuviera contando las ganancias del día. La melodía fue aminorando gradualmente hasta quedar reducida a unas cuantas notas constantes: la profunda respiración de los que dormían y algunos ronquidos esporádicos. Incluso, en una ocasión, escuché el grito de un hombre en un momento de pasión. Estos sonidos mundanos me conmovieron, y me acordé de mi padre, de su ansia por vivir una vida normal... ¿Habría gritado él de esa manera el día que yo fui concebido?

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