Debido al río y a la lluvia, estaba empapado. El agua me goteaba del cabello y de las pestañas tal y como se escurría de los juncos, las cañas de bambú y las hojas de los sauces. También estaba empapado de sangre, aunque la oscura mancha no se apreciaba en mis ropas negras. La niebla era aún más densa, y Kenji y yo nos desplazábamos en un entorno fantasmagórico, incorpóreo e invisible. Yo me preguntaba si había muerto sin darme cuenta y había regresado a la Tierra como un ángel vengador, y que tal vez, cuando hubiéramos alcanzado nuestro objetivo, me desvanecería y regresaría a ultratumba. En todo momento, el sufrimiento intentaba entonar su terrible cántico en mi interior, pero aún no me era posible escucharlo.
Salimos del foso y escalamos el muro. Yo notaba el peso de
lato
en mi costado, y era como si acarreara a Shigeru conmigo. Experimentaba la sensación de que su espíritu había penetrado en mí y había quedado marcado en mis huesos. Desde la parte superior de la tapia del jardín escuché los pasos de una patrulla; los soldados hablaban con nerviosismo y comentaban sus sospechas de que algún intruso hubiera accedido al castillo. Y, en ese preciso momento, descubrieron las cuerdas que Yuki había cortado. Se detuvieron en seco, lanzaron exclamaciones de asombro y miraron hacia arriba, hacia las argollas de hierro de las que Shigeru había estado colgado.
Kenji y yo nos adjudicamos dos guardias cada uno, y éstos murieron enseguida, incluso antes de que pudieran bajar la vista. Shigeru tenía razón, pues el sable saltó de mis manos, como por voluntad propia o como si la misma mano de su amo lo hubiera blandido. No existió compasión o debilidad por mi parte que pudieran detenerlo.
La ventana que teníamos sobre nosotros permanecía abierta y la lámpara, todavía encendida, alumbraba con luz tenue. La residencia de Iida parecía tranquila, envuelta en el sueño propio de la hora del Buey. Entramos por la ventana y al hacerlo, chocamos con los cadáveres de los soldados que Yuki había matado previamente, y Kenji dejó escapar un pequeño sonido de aprobación. Yo me dirigí a la puerta situada entre el pasillo y la sala de los guardias, pues sabía que, a lo largo del pasillo se hallaban cuatro estancias de pequeño tamaño. La primera de ellas estaba abierta y conducía a la antecámara en la que Shigeru y yo habíamos esperado y contemplado las pinturas de las grullas; las otras tres estaban escondidas tras las paredes de los aposentos de Iida.
El suelo de ruiseñor recorría todo el perímetro de la residencia y también la cruzaba, separando los aposentos de los hombres de los de las mujeres. En aquel momento, lo tenía delante de mí y brillaba débilmente, en silencio, bajo la luz de la lámpara.
Me agazapé en las sombras, pues desde el extremo del edificio llegaban unas voces: dos hombres -por lo menos- y una mujer. Era Shizuka.
Tras unos instantes, me percaté de que los hombres eran Abe y Ando. No estaba seguro de cuántos guardias los acompañaban; puede que hubiera dos junto a los señores y otros 10 ocultos en los compartimentos secretos. Localicé las voces en la última de las habitaciones: la de Iida. Lo más probable era que los señores le estuvieran esperando allí; pero ¿qué hacía Shizuka con ellos?
La voz de ésta tenía un tono ligero, casi provocativo; las de los hombres sonaban cansadas y denotaban cierta embriaguez.
—Iré a por más vino -oí que decía Shizuka.
—Sí, parece que la noche va a ser larga -replicó Abe.
—La última noche que uno pasa en la Tierra siempre resulta demasiado corta -respondió Shizuka, con un ligero temblor en la voz.
—No hace falta que sea la última noche si haces la jugada adecuada -dijo Abe, con una clara nota de admiración en su voz-. Eres una mujer atractiva y sabes cómo desenvolverte. Yo te protegeré.
—¡Señor Abe! -rió, en voz baja, Shizuka-. ¿Puedo confiar en vos?
—Ve a por más vino y te lo demostraré.
Escuché el trino del suelo cuando Shizuka salió de la habitación, y unas pisadas más pesadas siguieron a las suyas. Ando le dijo:
—Voy a ver bailar a Shigeru otra vez. He esperado un año entero para esto.
Mientras Ando y Shizuka se desplazaban por la residencia, yo corrí por el suelo del exterior y me agaché junto a la puerta de la antecámara. El suelo no había emitido ningún sonido bajo mis pies. Shizuka pasó junto a mí, Kenji imitó el sonido del grillo y, entonces, ella se fundió en la oscuridad. Ando llegó a la antecámara, se dirigió a la sala de los guardias y, furioso, les gritó para que se despertaran. Al instante, Kenji le sujetó férreamente. Yo entré en la sala, me quité la capucha y coloqué la lámpara junto a mi rostro para que Ando me pudiera ver con claridad.
—¿Me ves? -susurré-. ¿Me conoces? Soy el chico de Mino. Esto es por mi gente y por el señor Otori.
La mirada de Ando mostraba tanta incredulidad como furia. Decidí no utilizar a
Jato,
y le maté con el garrote, mientras Kenji le sujetaba y Shizuka observaba. Entonces, le susurré a ésta:
—¿Dónde está Iida?
—Con Kaede -respondió ella-, en la última habitación de los aposentos de las mujeres. Mantendré entretenido a Abe mientras vas a buscarle, Iida está a solas con ella. Si tenemos problemas por aquí, los solucionaré con la ayuda de Kenji.
Apenas presté atención a sus últimas palabras. Yo había pensado que mantenía la sangre fría, pero en aquel momento estaba helada. Respiré profundamente, dejando que la oscuridad de los Kikuta me envolviese por completo, y salí corriendo por el suelo de ruiseñor.
La lluvia caía mansamente sobre el jardín; las ranas croaban en los estanques y en la ciénaga. Las mujeres dormían profundamente. Yo percibía la fragancia de las flores, de la madera de ciprés del pabellón de los baños y el rancio hedor de las letrinas. Avanzaba sobre el suelo como si no pesara nada, como si fuera un fantasma. Detrás de mí se levantaba la tenebrosa mole del castillo; por delante, fluía el caudal del río. Pronto encontraría a Iida.
En la última habitación de aquel extremo de la residencia ardía la llama de un candil. Las contraventanas de madera estaban abiertas, pero las de papel permanecían cerradas. Bajo el resplandor anaranjado de la llama, se recortaba la silueta de una mujer sentada, inmóvil, con el cabello cayendo a su alrededor.
Empuñando a
Jato,
abrí la contraventana corredera y, de un salto, me planté en la habitación.
Kaede, con un sable en la mano, se acababa de poner en pie. Estaba cubierta de sangre, Iida yacía sobre el colchón, boca abajo.
—Lo mejor es matar a un hombre y arrebatarle el sable -dijo Kaede-. Eso me contó Shizuka.
Kaede estaba temblando y tenía las pupilas dilatadas por el estado de conmoción. En la escena había algo casi sobrenatural: la muchacha, tan joven y frágil; el hombre, enorme y poderoso incluso después de muerto; el siseo de la lluvia y la quietud de la noche.
Deposité a
Jato
sobre la estera. Kaede bajó el sable de Iida y se acercó a mí.
—Takeo -me dijo, como si acabara de despertar de un sueño-. Iida intentó... Yo le maté...
Entonces, se lanzó a mis brazos, y yo la abracé con fuerza hasta que dejó de temblar.
—Estás empapado -murmuró-. ¿No sientes frío?
Hasta entonces no lo había sentido, pero en aquel momento me sentía helado y temblaba casi tanto como Kaede. Iida estaba muerto, pero no le había matado yo. No había podido ejecutar mi venganza, pero me resultaba imposible contradecir al destino, que se había hecho cargo de Sadamu a través de las manos de Kaede. Me sentía desilusionado, pero también aliviado. Además, Kaede estaba en mis brazos, y yo llevaba semanas anhelando ese momento.
Cuando recuerdo lo que sucedió a continuación, sólo puedo alegar que los dos estábamos locos de amor el uno por el otro, como habíamos estado desde que nos conocimos en Tsuwano. Kaede dijo:
—Esperaba morir esta noche.
—Creo que los dos moriremos -repliqué yo.
—Pero estaremos juntos -me susurró al oído-. Nadie nos molestará hasta el alba. Su voz y su tacto hacían que me estremeciera de amor y de pasión hacia ella.
—¿Me deseas? -preguntó.
—Sabes que sí.
Y, todavía abrazados, caímos de rodillas.
—¿No tienes miedo de mí? ¿De lo que les pasa a los hombres por mi causa?
—No. Nunca podrías ser un peligro para mí. ¿Estás tú asustada?
—No -contestó ella, con una nota de asombro en la voz-. Quiero estar contigo antes de morir.
Su boca encontró la mía, y entonces desató su fajín y su túnica se abrió. Yo me quité la ropa mojada y sentí en mi piel la piel que tanto había deseado. Nuestros cuerpos se entregaron con la urgencia y la locura propia de la juventud.
Me habría gustado morir después; pero, como el río, la vida nos arrastraba hacia delante. Parecía que había pasado una eternidad, pero no podían haber sido más de 15 minutos, porque oí cantar al suelo de ruiseñor mientras Shizuka regresaba junto a Abe. En la habitación contigua a la nuestra una mujer hizo un comentario en sueños, seguido por una risa amarga que hizo que el vello de la nuca se me erizase.
—¿Qué hace Ando? -preguntó Abe.
—Se ha quedado dormido -respondió entre risas Shizuka-. No aguanta el vino tan bien como el señor Abe.
Oí el borboteo de la bebida mientras la escanciaban en el cuenco y, a continuación, Abe bebió. Besé a Kaede en los párpados y en el cabello.
—Tengo que volver junto a Kenji -susurré-. No puedo dejar ni a Shizuka ni a él sin protección.
—¿Por qué no nos quitamos la vida ahora mismo, juntos -preguntó ella-, mientras somos felices?
—Kenji ha venido por mi causa -repliqué-. Si puedo salvarle la vida, debo hacerlo.
—Iré contigo.
Kaede se puso en pie con rapidez, se ató el fajín de la túnica y tomó el sable. La llama de la lámpara parpadeaba a punto de extinguirse. De la ciudad llegó el primer canto del gallo.
—No. Quédate aquí mientras voy a buscar a Kenji. Después vendremos a por t¡ y escaparemos por el jardín. ¿Sabes nadar?
Kaede negó con la cabeza.
—Nunca aprendí. Pero hay barcas en el foso; tal vez podamos utilizar una de ellas.
Me puse mis ropas mojadas. Al contacto con mi piel, la humedad pegajosa me producía escalofríos. Cuando alcé a
Jato,
sentí el dolor en la muñeca. Uno de los golpes que había asestado aquella noche debía de haberme lastimado la mano de nuevo. Tenía que cortar la cabeza de Iida, y pedí a Kaede que tirara de sus cabellos para estirarle el pescuezo. Ella obedeció, aunque un poco acobardada.
—Esto es por Shigeru -murmuré, al tiempo que
Jato
cortaba el cuello de Sadamu de un solo tajo.
Como Iida ya había sangrado copiosamente, no manó mucha sangre. Corté su manto, envolví la cabeza con la tela y comprobé que pesaba tanto como la de Shigeru, que yo había entregado a Yuki. No podía creer que todo había sucedido aquella misma noche. Coloqué la cabeza sobre la estera, abracé a Kaede por última vez y regresé por el mismo camino por el que había llegado.
Kenji permanecía en la sala de los guardias y, desde allí, pude oír las risas de Shizuka y de Abe. Entonces, Kenji me dijo con un susurro:
—La siguiente patrulla de soldados puede llegar en cualquier momento. Van a descubrir los cadáveres.
—El objetivo se ha cumplido -le dije yo-: Iida ha muerto.
—Entonces, vámonos.
—Todavía queda Abe.
—Déjaselo a Shizuka.
—Y tenemos que llevarnos a Kaede.
Kenji me miró en la penumbra.
—¿A la señora Shirakawa? ¿ Te has vuelto loco?
Lo cierto era que sí había enloquecido, pero no le respondí. Entonces, deliberadamente, pisé con fuerza el suelo de ruiseñor.
Éste trinó de inmediato, y Abe gritó:
—¿Quién anda ahí?
A continuación, salió corriendo de la estancia, con la túnica sin atar y empuñando el sable. Detrás de él llegaron dos guardias, uno de los cuales portaba una antorcha. Bajo la luz de la llama, Abe me vio y me reconoció. En un primer momento, su expresión denotó asombro; después, desprecio. Se dirigió hacia mí a grandes zancadas, haciendo que el suelo sonara escandalosamente. Shizuka, que estaba detrás de él, dio un salto y cortó el cuello a uno de los guardias; el otro se volvió, atónito, y dejó caer la antorcha al tiempo que blandía su sable.
Abe gritaba pidiendo ayuda mientras, enfurecido, se acercaba hacia mí. Blandía su enorme sable en la mano. Intentó acertarme, pero logré esquivar el ataque. Sin embargo, Abe tenía una fuerza asombrosa, y mi brazo estaba debilitado por el dolor. Mi enemigo lanzó otro golpe de espada, y yo me agaché y me hice invisible por un instante. Su brutalidad y su destreza me tenían impresionado.
Kenji estaba a mi lado; pero, en ese momento, los guardias ocultos empezaron a salir de sus escondites. Shizuka se encargó de dos de ellos, y Kenji se desdobló bajo el sable de uno de los guardias y después le acuchilló por la espalda. Pero mi atención estaba concentrada por completo en Abe, quien me iba haciendo retroceder por el suelo de ruiseñor hacia el extremo del edificio. Las mujeres, que se habían despertado, salieron corriendo, y cuando en su huida pasaron a nuestro lado, sus gritos distrajeron a Abe, por lo que tuve un instante para recobrar el aliento. Yo sabía que podría encargarme de los guardias una vez que me hubiera librado de Abe; sin embargo, también sabía que él era mucho más hábil y experimentado que yo.
Mi oponente me estaba arrinconando en la esquina del edificio, donde no había espacio para evadirle. Me hice invisible otra vez; pero no tenía escapatoria, pues estuviera o no visible, su sable podía cortarme en dos.
Entonces, cuando parecía que Abe me tenía atrapado, vaciló, se quedó boquiabierto y miró por encima de mi hombro con una expresión de horror en el rostro.
Yo no seguí su mirada, sino que aproveché ese momento para lanzar a
Jato
hacia delante, y el sable se me cayó de las manos al asestar el golpe con mi mano derecha. Abe cayó al suelo. Su cráneo mostraba un enorme corte. Esquivé su cadáver y me di la vuelta. Kaede estaba de pie, junto a la puerta de su habitación; la lámpara quedaba a sus espaldas. En una mano sostenía el sable de Iida; en la otra, la cabeza de éste. Juntos, nos fuimos abriendo camino con los sables por el suelo de ruiseñor. Cada vez que asestaba un golpe, la mano se me estremecía de dolor. Si Kaede no hubiera estado allí para proteger mi costado izquierdo, seguro que yo habría muerto entonces.