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Authors: Jincy Willett

Tags: #Intriga

El taller de escritura (22 page)

BOOK: El taller de escritura
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¿Setenta y seis pizzas individuales? No le encajaba, de verdad. ¿Dónde residía la maldad en setenta y seis pizzas? ¿En la desagradable e inteligente insistencia en los defectos personales? ¿En la búsqueda de puntos débiles? Tenía que ser algún tipo de estratagema. Una distracción, un cambio de dirección disfrazando el objetivo principal.

Entonces el teléfono sonó suavemente en el salón. Era medianoche. Ni siquiera Carla llamaría tan tarde. Amy siguió tumbada y dejó que el contestador cogiera el mensaje. Escuchó su propias palabras y después la señal cuando el teléfono al otro lado colgó. Un minuto después, el teléfono volvió a sonar. Permaneció tumbada de espaldas en la oscuridad y esperó mientras se sucedieron diez llamadas en unos cuantos minutos. Para nada estaba asustada, pero estaba cabreada, así que a la undécima llamada cogió el teléfono. Sostuvo el auricular y esperó. Más valía que aquellas llamadas tuvieran una buena justificación, pensó.

Hubo una larga pausa. Después escuchó la voz de una mujer que le resultaba familiar pero que le costaba ubicar. Sonaba como si la voz estuviera dentro de una caja, quizá en una cabina de teléfono antigua. La conexión era terrible. Ella estaba tranquila, pero la voz de esa mujer parecía alarmada, probablemente estaba asustada. Decía: «¿Tienes idea de lo que va a pasar próximamente?». Amy presionó contra su oído el auricular y contuvo la respiración. Al fondo se escuchaba cierta conmoción, ruidos secos, quizá risas. La mujer volvió a hablar: ¿Tienes idea de lo que va a pasar próximamente? Y entonces repitió: «¿Tienes idea de lo que va a pasar próximamente?».

Aquella voz familiar era la de la propia Amy, en un tono más alto, grabada en mala calidad tan solo unas horas antes, cuando le había hecho al doctor Surtees esa pregunta. Amy puso el dedo en el botón, lista para silenciar aquella voz y desconectar el teléfono, pero de repente no lo hizo.

—No —dijo—, y mi nevera no funciona. Tampoco tengo al príncipe Alberto en el bote ni a la tía Jemima en una caja, pero gracias por preguntar. ¿Estás haciendo una encuesta? ¿A la una de la madrugada? ¿Miserable, inútil, lamentable y solitario pedazo de mierda?

Colgó el teléfono de un golpe, con tanta fuerza que lo colgó mal. Cuando volvió a la cama todavía respiraba de forma agitada. En treinta años, Amy nunca había perdido los nervios excepto en una ocasión en la que a Max, con unos dolores terribles, se le había acabado hacía tiempo la morfina y tuvo que correr hasta la sala de enfermeras. Allí dos enfermeras charlaban alegremente matando el tiempo. Una de ellas estaba de espaldas a la consola donde la luz de color blanco de la habitación de Max parpadeaba. Ahora ella cerraba los ojos para intentar recordar la cara redonda de luna llena de la enfermera más joven, que de hecho puso los ojos en blanco cuando Amy arremetió contra ella. Pero la cara se había perdido en su memoria al igual que el nombre, un nombre portugués visible en la tarjeta identificativa prendida a su uniforme. Se había ido junto con los rostros y los nombres de sus profesores, sus amantes, su madre, su padre y el mismo Max. También Bob, el perro bernés fallecido hacía tanto tiempo. Ahora realmente solo podía acordarse de algunos de ellos. Meros hechos, totalmente asimilados. Casi agradeció el hecho de que el teléfono volviese a sonar. Escuchó su propia voz repetir el mensaje de su contestador instando a la persona que llamaba a dejar un mensaje y después volvió a escucharse a sí misma preguntándose si tenía idea de lo que iba a suceder próximamente. En un minuto se levantaría y desconectaría el teléfono, porque estaba bastante segura de lo que iba a suceder a continuación. Pero estaba equivocada. El teléfono no volvió a sonar, así que volvió a dormirse.

Querido diario
:

Debo decir aquí, aunque pueda decepcionar a esas almas románticas que veneran el intelecto de quien se dedica a escribir, que jamás he aspirado seriamente a crear o publicar una novela que revelara la forma de expresar mi modesto punto de vista para encontrar, como alguien podría sugerir, mi propia voz. Mis ambiciones son mucho más humildes. A pesar de ello, por supuesto que me regocijaría el obtener logros más elevados. Sin duda disfrutaría de los halagos de los críticos literarios aunque, a decir verdad, en más de una ocasión me he permitido soñar con obtener el reconocimiento de la crítica. No obstante me conformaría con menos, con simplemente ver, en tan solo una ocasión, una de mis obras publicadas. Eso sería suficiente
.

Debo admitir que hubo un tiempo en que mis aspiraciones fueron mucho más altas, cuando soñaba con publicar un libro tras otro y poseer una pequeña biblioteca de obras propias, que empezaría a crear con colecciones de relatos cortos y después con textos más largos como novelas, trilogías y más relatos. Incluso unas memorias tempranas para, más tarde, escribir otras más completas sobre las inevitables decepciones sufridas. También completaría la colección con cuentos completos y llenaría todos esos volúmenes con los frutos de mi propia cosecha y merecida sabiduría. Nunca esperé hacer una gran fortuna de mis publicaciones, porque para hacerlo uno debe ponerse y mantenerse de moda, y estar de moda significa estar siempre en el candelero, con todas las preocupaciones sociales que eso conlleva. Pero estoy seguro de que ganaría lo suficiente como para vivir holgadamente
.

Pero ¡ay!, querido diario, también podría haber deseado la luna… Porque a pesar del aluvión de promesas por parte de
The Altlantic, de Harper’s, de Sewanee, y del The Paris Review…
después de tantear, batir las pestañas de forma insinuante, serena, y de haber recibido varias negativas firmadas a mano y de contar las agonizantes sesiones editoriales en las que mis historias, enzarzadas mano a mano con otras en una batalla por la supremacía territorial, en la que solo uno podía resultar ganador, se descubrió que una historia de Updike recientemente programada (¿cuántas probabilidades había?) con una escena sobre un avistamiento de ballenas, como la mía, y aunque las escenas no se parecían en nada, la suya era una oportunidad para retratar las desavenencias matrimoniales, y la mía sobre la terrible muerte de un niño y la posterior falsa revelación de su madre (aunque la escena de Updike hubiera podido reubicarse y reescribirse en diez minutos, no en cinco, y la mía era crucial para la historia), aunque el estúpido cuento de: «miré a mi mujer y de repente me di cuenta de que ya tenía treinta y cinco años, había sido relatado ya cinco mil veces, el mío nunca había aparecido impreso


en última instancia se decidió, con el mayor de los pesares, que teníamos que prescindir de
Avistando las ballenas
. Aun así, estamos seguros de que verá el relato publicado en otro sitio, y quedamos a la espera de recibir más relatos cortos de su parte
.

Posdata: ¿Ha intentado en
The Atlantic?

De este modo, el punto álgido de mi carrera literaria oscilaba mientras una habitación llena de extraños recogía la mayonesa que chorreaba de mi manuscrito y lo utilizaban como posavasos. Creo que incluso se hubieran limpiado con él a no ser por el hecho de que me lo tenían que devolver en mi sobre de papel manila de nueve por cinco escrito mano y con el sello franqueado y, como siempre, doblado perfectamente en dos. Sí, también lo había intentado en
The Atlantic,
y también habían quedado impresionados, aunque no mucho. E intenté en
Harper’
sy en
Esquire,
que me enviaron una nota bastante amable, y también en todos los periódicos de segunda fila. En los cuarenta y siete. Pero nada
.

No obstante continué escribiendo y seguí enviando historias, nunca grapadas, sino unidas con un sujetapapeles gigante, a doble espacio y con una carta de presentación y el sobre prefranqueado. Las historias mejoraron y las respuestas empeoraron porque, para entonces, la competencia aunque era (o porque lo era) ilegible, sin sentido, incomprensible, y moderna, era feroz, y las respuestas personales obtenidas eran cada vez más y más cortas, hasta que al final cesaron. Entonces llegaron las notas y tarjetas con garabatos a lápiz escritos en el borde
.

Lo sentimos, gracias. Inténtelo de nuevo
.

Lo sentimos, gracias. Inténtelo de nuevo
.

Lo sentimos, gracias. Inténtelo de nuevo
.

Lo sentimos. Inténtelo de nuevo
.

Lo sentimos. Inténtelo de nuevo
.

Inténtelo de nuevo
.

Inténtelo de nuevo
.

Inténtelo de nuevo
.

Inténtelo de nuevo
.

Inténtelo de nuevo
.

Lo sentimos
.

Lo sentimos
.

Lo sentimos
.

Hasta que al final ya no hubo más «lo sentimos
».

Y un día
, Avistando las ballenas
me fue devuelto en un sobre prefranqueado con la esquina superior derecha arrugada, colgando. El sobre estaba todo manchado como si fuera el hombro desnudo de una virgen agredida en una pintura gótica. Hacía tanto tiempo que lo había enviado que le había perdido la pista. Hacía dos años, quizá tres, y todo lo que sabía era que había estado alrededor del mundo como un gnomo de jardín secuestrado posando a los pies de la torre Eiffel, plantado en la barra de roble de un pub irlandés, o asomándose alegremente desde la ventana florida de un autobús turístico en Ankara. Y aquí estaba ahora. Me lo habían devuelto. De hecho sonreí al volver a verlo. Estaba de nuevo en casa, a salvo
.

Y entonces, manteniendo todavía la sonrisa, abrí el sobre. Lo tumbé agitándolo suavemente esperando a que cayera la pequeña nota de rechazo. Esperaba un último «lo sentimos» como en los viejos tiempos. Pero nada. Entonces miré dentro. No había ninguna nota y tampoco nada escrito sobre el manuscrito, ninguna marca de vaso ni mancha de café y ninguna otra señal que mostrara que algún ser humano lo hubiera leído. Nada
.

Y lo peor de todo: el sujetapapeles gigante había desaparecido
.

Así que
:

Nada de autobuses turcos para
Ballenas,
ninguna excursión global, ni paseo público o privado de otra índole. Había permanecido durante años en el fondo del cajón de algún escritorio metálico, o en alguna estantería alta de pared enterrado bajo montones de publicaciones literarias polvorientas, las únicas que no habían sido capaces de vender a las momias de las tías abuelas de los «escritores» que ellos «publicaban». Y cuando los «editores» eran desahuciados de sus viejas cuevas y relegados a un gabinete en el sótano del edificio de relaciones con antiguos alumnos, algún criado ligado por contrato (un nuevo becario, un estudiante universitario de primer curso) se había percatado del sobre y de los sellos sin franquear y lo había puesto encima del montón de «¿qué hacemos con toda esta mierda?». Un año y un día después, lo que hicieron fue saquearlo, robar la única cosa que contenía que podía serles de valor (un buen sujetapapeles, sin manchas y solo usado en una ocasión), pegar el sello y dejarlo en la bandeja de correo para enviar
.

Bastardos
.

La única razón por la que no se quedaron con los sellos fue que no tuvieron la suficiente paciencia como para despegarlos con vapor. Esta gente no sabía lo que era la paciencia. Bien, pues yo les escribí una carta. Pero después la rompí y volví a escribirles otra, y después otra. Las cartas cada vez eran más y más largas, pero las rompí todas. Les escribí intentando plasmar toda mi indignación, y lo hice blasfemando, insultando e incluso eché mano de la escatología, todo junto a la vez y también por separado. Amenacé a sus superiores (que, dedo decir, eran innumerables), apelé a su lado bueno, los sermoneé e incluso recurrí al humor: «imaginen mi sorpresa, señores, cuando una tarde nubosa, recibo en mi rústico y abollado buzón…» Esta última fue particularmente triste, puesto que la comedia nunca ha sido mi fuerte, aunque en realidad no mucho peor que el resto. Y la verdad es que me llevó un tiempo darme cuenta de cuál era el problema
.

Todas estaban firmadas
.

¿
En qué estaba pensando? Yo no era nadie para ellos. Solo era alguien con aspiraciones. Mi nombre no tenía ningún significado y mi firma les resultaba insignificante. Cualquier pensamiento mío carecía de interés para ellos, excepto, naturalmente, para la policía, si es que alguna vez estaba dispuesto a, como decimos hoy día, actuar
.

Así que al final me decidí por una broma simple y elegante: les envié de forma anónima un sujetapapeles gigante en un sobre en blanco
.

Era una idea genial, pero poco satisfactoria. Les envié otro, y después organicé un calendario para enviar un sujetapapeles cada primer y tercer miércoles de cada mes, durante seis meses. Y no solo se lo envié a estos bellacos en particular. Eran tantos… y yo tenía todas sus direcciones
.

Empecé a mezclar, enviando tres sujetapapeles en un mes, y una caja pequeña el día quince del mes siguiente, y después volví a enviar uno, y luego dejé de hacerlo durante tres meses. Entonces tomé una Polaroid de un sujetapapeles con un fondo negro de cartulina y la envié en uno de mis sobres de nueve por doce, lo que me dio la idea para la vez siguiente, cuando envié tres cajas todas llenas de sujetapapeles gigantes adjuntando también un sello prefranqueado. Solo que la dirección, naturalmente, no era la mía, sino la del domicilio personal del director o del director de publicaciones
.

Estaba empezando a divertirme. Conseguir las direcciones personales de los empleados resultaba tan fácil… Las secretarias de la universidad estaban tan sumamente mal pagadas que alegremente divulgaban cualquier información con tal de prolongar la conversación con cualquier persona que no les hablase como si fueran animales de zoológico. Estas secretarias con sus extraños diplomas y títulos, me hicieron pasar de los sujetapapeles (ya que, a decir verdad, estaban empezando a aburrirme) y diversificar a otras áreas. El problema con los sujetapapeles era que, seguramente para entonces, ya se habría convertido en una broma de oficina. «¿Adivina qué me encontré en el correo el sábado?» (muchas palmaditas en la frente, gruñidos, etc.). Los sujetapapeles suscitaban cierto interés, pero no hacían sangrar exactamente. Seguro que sabes a lo que me refiero, ¿verdad, querido diario
?

Así que experimenté. Pero con nada explosivo ni tampoco sustancias venenosas o animales muertos. Soy una persona muy creativa. Escribí una serie de viñetas pornográficas y las divulgué como si fueran obra de la jefa del departamento de estudios de la mujer de otra universidad, una con un prestigio considerablemente mayor. Para mí, esto resultó ser especialmente divertido, porque la profesora en cuestión, en su cargo como editora asesora de una conocida publicación de ficción contemporánea, había, en más de una ocasión, dejado pasar mis esfuerzos sin hacer comentarios
.

Fue una experiencia interesante escribir, por una vez, sin tener la más mínima esperanza de publicación. Escribir con una finalidad práctica: causar confusión y angustia. ¡Por una vez mi trabajo era de utilidad! Aunque finalmente resultó ser agotador y opté por adoptar un enfoque sencillo y ciertamente nada ingenioso, porque así lo eran los destinatarios
.

Querido diario, un día después de una larga batalla con un diente y un flemón, decidí plantarles cara e ir a sacarme el diente. Cuando lo escuché caer en la bandejita con forma de riñón, tuve una idea. «¿Qué hace con los dientes?», le pregunté al dentista. «Qué curioso que me lo pregunte», respondió él mientras se acercaba a un cajón y volvía con una bolsa de papel marrón llena de grasa dentro de la cual tintineaban lo que parecían ser cuentas de cristal. «Soy una urraca», dijo sonrojándose. Su rubor fue especialmente asombroso por la mortecina palidez que lo había transformado desde mi última visita. De repente se estaba muriendo. Tenía leucemia. Me lo había estado contando durante mi intervención. También me había contado lo precipitadamente que había tenido que buscar un sustituto para atender a sus pacientes. Su perorata había sido bastante seca, pero curiosa («de todas formas, se acercaba la jubilación»). Pero ahora que era él mismo quien alzaba su propia calavera de Yorick, se veía que tenía los ojos llorosos. «Una vez tuve una idea, pero después de una vida entera, no puedo recordar cuál era», dijo
.

Yo también tuve una idea. Después de constatar que tenía la intención de deshacerse de ellos, empecé a establecer en mi cabeza lo que suelen llamar un elaborado «escenario» involucrando a un ficticio excéntrico artista de la familia que siempre estaba experimentando con nuevos materiales. Aunque, de manera absurda, él puso fin a mis maquinaciones con una oferta directa: «¿los quieres?» Por supuesto que sí. Empecé a explicarle lo que hacía el primo Itt con sus extrañas bioesculturas, pero el pobre hombre me hizo un gesto con la mano. La curiosidad ya no era, si es que alguna vez lo había sido, uno de sus rasgos de personalidad
.

Los dientes eran fantásticos. Algunos habían sido limpiados, algunos parecían haber pasado por un pulidor de piedra, pero al menos bastantes de ellos, para mi suerte, estaban intactos, salpicados y adornados con innombrables manchas e hilos de sangre. Había dientes de bebé, dientes viejos y amarillentos, dientes planos y dientes largos, y en muchos de ellos brillaba la plata. Uno de ellos, un enorme molar, conservaba una magnífica corona de oro puro. Consideré devolvérselo al doctor Muerte (que obviamente lo había pasado por alto), porque yo no soy una persona avariciosa, pero no pude evitar quedármelo para algún proyecto futuro y glorioso que quizá tuviera que ver con la fabricación de joyas en mi tiempo libre, ¡y en mi propia casa! Ya casi podía visualizarlo: el relicario de Berenice, o quizá una gargantilla de terciopelo negro… Y quizá, si es que conseguía saber cómo perforarlos, un collar de muelas del juicio, como si fueran perlas
.

Pero en la verdadera vida creativa una inspiración puede detonar otra. Los cubos de basura de las peluquerías y los salones de belleza resultan ser un verdadero tesoro escondido. Los recortes de pelo y uñas no se califican técnicamente como biopeligrosos, aunque su presencia en una caja de FedEx, ingeniosamente dispuesta, puede ser peligrosa para el equilibrio psíquico de una persona. Imagínate el viejo nido de un petirrojo forrado de hebras de pelo de color plata de una anciana, trenzadas de manera informal, abrigando una pequeña familia de incisivos manchados
.

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