Archivo, Comentarios 21
MIRONES
John Q. Public escribió:
Un cuento de Navidad de Carol Channing, incluyendo «Hola, Jesús».
Canción de la dieta South Beach: «El señor Bluebird está sobre mi hombro, tiene que ser por eso que la báscula indica cien kilos».
Viernes, 9 de noviembre de 2007. 14.22. Enlace permanente.
HarryHarharr escribió:
Pasaje del noroeste hacia la India. La señorita Moore echa de menos ser masacrada por los indios abenaki y realmente se acojona.
Sábado, 10 de noviembre de 2007. 8.05. Enlace permanente.
Tu fan numero uno escribió:
¿Se supone que eres divertida?
Sábado, 10 de noviembre de 2007. 11.30. Enlace permanente.
Carla Karolak vivía en una enorme casa de piedra gris sobre un acantilado, mirando al océano Pacífico. Amy sabía que el mar estaba cerca porque podía escuchar el sonido del oleaje no muy lejos y el olor a salitre casi la derribaba. La casa era totalmente visible, pues estaba iluminada de proa a popa por una elaborada red de luces de seguridad. El nombre que Carla la había designado, La pajarera, había hecho que Amy tuviera la expectativa de encontrarse con una estructura a distintos niveles, con puertas múltiples y ventanas pequeñas, como uno de esos elaborados moteles que la gente construye más hacia el este. Nada podía estar más lejos de la realidad. El centro de la casa tenía una estructura redonda, una torre de cuatro plantas cubierta por un sombrero de forma cónica. Cuando era niña, Amy deseaba vivir en una casa con habitaciones circulares. La torre tenía un diámetro modesto, pero de cada lado salían dos alas curvas y simétricas que iban de una planta doble a una sola, cada una de ellas rematando en punta. La casa entera, de principio a fin, era tan larga como un tren de pasajeros. De repente a Amy se le ocurrió que, desde arriba y a plena luz del día, la casa debería verse como un enorme pájaro en vuelo. Pajarera.
Por lo menos había diez coches en la rotonda de entrada y había suficiente espacio como para unos diez más. El interior del ala norte estaba iluminado, y a través de una gran ventana ovalada distinguió a Chuck, Ginger, Harry B. y Carla frente a la chimenea, bebiendo lo que parecía ser vino. Se los veía contentos. Más a la derecha, a través de una ventana más pequeña Marvy y Syl Reyes se inclinaban ante la puerta de una nevera abierta, aparentemente sintiéndose como en su propia en casa.
Amy llamó al timbre. No sucedió nada, y cuando estaba a punto de volver a llamar una mujer mayor de aspecto enjuto que Amy jamás había visto antes, le abrió la puerta. La mujer permanecía en la puerta con un camisón de seda de color claro mirando a Amy con desdén.
—Eres la profesora —dijo.
Amy, todavía titubeante, intentando encontrar una respuesta, se acordó de la señora Danvers, la gárgola de Manderley.
De repente lo vio claro.
—Usted es la madre de Carla —dijo—. ¿Qué tal está?
—Vuelve a la cama, mamá —le ordenó Carla, dirigiéndose después a Amy—. Lo siento, pensé que había dejado la puerta abierta.
—Probablemente lo hiciste. —Amy no solía colarse en las casas ajenas a pesar de que las puertas estuvieran abiertas. Eso era una costumbre muy californiana.
—Llamó al timbre —dijo la señora Danvers a su hija, con un tono que parecía como si la profesora hubiera dejado una bolsa ardiendo llena de caca de perro en la entrada.
Carla ignoró a su madre y empujó a Amy para que pasara dentro, y después a través de un pasillo curvo para llegar a lo que parecía ser su parte de la casa. El ala oscura era la parte de la madre.
—Lo siento mucho —dijo Amy, pero no obtuvo respuesta.
—Estará bien —dijo Carla—. ¡Aquí está Amy!
Habían llegado a una gran habitación roja llena de sofás, almohadones y gente que parecía excesivamente contenta de verla. El fuego de la chimenea era todavía más agradable de lo que le había parecido a través de la ventana, y había botellas de vino abiertas y fuentes de queso y fruta. Le habían reservado el mejor sitio de toda la habitación, una enorme y cómoda butaca con el respaldo alto y un gran reposapiés tapizado en tela de cachemir color granate (como si fuera una corbata gigante), para poder descansar las piernas. Parecía como si Carla hubiera decorado la habitación al estilo de
Las mil y una noches
cuando tenía doce años. Había formas de arco de herradura por todas partes, hornacinas con velas, animales disecados, estatuas, y además las paredes estaban forradas de tela de terciopelo de un rojo intenso.
—Espantoso, ¿verdad? —Carla le pasó a Amy una gran copa de vino tinto—. A mamá le vuelve loca. Deberías ver su lado de la casa…
—¿Minimalista? ¿Todo blanco?
—Y tampoco de un blanco cualquiera. Blanco roto.
Amy empezó a contar cabezas. Eran doce.
—¿Quién falta?
—Dot.
—Así que, ¿lo ha dejado?
Carla se encogió de hombros y miró hacia abajo, hacia su copa de vino.
—Supongo. Yo he seguido dejándole mensajes…
Edna se acercó a ellas. Iba vestida de una manera un poco extraña para ser ella. Iba envuelta en un enorme jersey evidentemente tejido a mano y unos pantalones de chándal de color gris. Llevaba en la mano una caja de pañuelos de papel.
—¿Os importa si empezamos pronto? —preguntó con voz nasal—. Como podéis ver, estoy resfriada y me gustaría irme a la cama a una hora razonable.
—Por supuesto —respondió Amy—. ¿Por qué no te has quedado en casa? Podría haberte enviado los relatos de la semana que viene.
—No me lo perdería por nada del mundo —dijo Edna, dándole palmaditas a Amy en la rodilla. Entonces esta se estiró y dio una palmada.
—Vamos a empezar —anunció con la que era su voz de profesora. Todo el mundo empezó a tomar asiento.
Se dispusieron alrededor de ella, colorados y visiblemente expectantes. Alguno de ellos colorados por el vino, pero también de alegría. El doctor Surtees, que había estado charlando con Frank Waasted, fue el último en tomar asiento, pero no se mantuvo apartado de los demás como de costumbre. Por ahora, había dejado a un lado sus pretensiones y parecía estar divirtiéndose de verdad.
—Tenemos un montón de cosas de las que hablar esta noche —dijo Amy—, pero antes de que empecemos, me pregunto si debemos tratar el porqué de que estemos aquí. Debéis de tener preguntas, y probablemente es mejor que tratemos el tema al principio.
—¡Oh por favor, no! —dijo Harry Blasbalg.
—¡Ey, Harry! —dijo Tiffany alzando su copa.
—En serio —dijo Harry—. Ya lo hablamos. Fue lo que hicimos la semana pasada.
—Bueno, pero no hablasteis conmigo.
—¿Qué es lo que tenemos que hablar? —preguntó Frank—. Todos sabemos el trato.
—A uno de nosotros —dijo Chuck— le falta un tornillo.
—Parece que no le dais ninguna importancia —dijo Amy—, pero vosotros no estabais la otra noche en aquel aparcamiento.
—No, pero yo sí —dijo Tiffany—, y estoy con Harry. No hay nada de qué hablar.
—¡Vamos! —Amy estaba anonadada. ¿Nada de qué hablar?—. Mira qué bien estamos todos sentados aquí de manera amena y distendida. Cordialmente, amigablemente…
—Y todos los demás «mente» —dijo Chuck.
—Y todos los demás «mente». Excepto que, como Chuck dice, a uno de nosotros le falta un tornillo.
—Pero a los demás no —Edna se sonó la nariz y miró a Amy con cierto aire de censura—. ¿Qué relato vamos a debatir primero?
—El de Ricky Buzza —dijo Amy—. Y nos pondremos con ello en un minuto, os lo prometo. —Todos sonreían como si estuvieran compinchados. Mostraban una actitud bravucona, algo que hacía sentir a Amy muy incómoda. Estaban actuando como si aquello fuera una especie de juego o algo peor, como si estuvieran en una mansión encantada de esas que salen en las películas estúpidas en las que una mente criminal, con nada mejor que hacer, organiza una serie de sustos en cadena—. Mirad, algo aquí va mal.
—Somos todos adultos, Amy —dijo el doctor Surtees sonriendo neciamente. Nunca antes la había llamado por su nombre de pila—. Podemos cuidar de nosotros mismos.
¿
Cómo lo sabes
?
—¿Tienes idea —preguntó, empezando a desesperarse—, de lo que va a pasar próximamente?
Él se encogió de hombros de forma elaborada, pretenciosa, muy al estilo europeo.
—Hacedme solo un favor —dijo Amy mirando alrededor de la habitación—. Seguidme la corriente. Volveos hacia la persona que tenéis a vuestra derecha y preguntadle la más obvia de las preguntas.
Chuck se giró hacia Ginger.
—¿Me pasarías por favor el queso?
Amy esperó hasta que las risas hubieron cesado.
—¿Cómo sabes que el francotirador no es Ginger? —le preguntó.
—No lo sé. Y ella tampoco sabe si soy yo. Mira, en realidad ya hemos hablado de todo esto. Nos hemos hecho a la idea. Uno de nosotros es un maniaco homicida. ¡Ah, ah, ah!
Frank dijo algo en voz baja y Carla lo hizo callar. Aparentemente los demás a su alrededor habían oído lo que había dicho porque la habitación, de repente, se había quedado en silencio.
—¿Qué es lo que has dicho, Frank? —preguntó Amy.
—He dicho que uno de nosotros no está aquí —respondió este mirando directamente hacia ella.
—Ah… —dijo Amy.
Ahora tenía sentido. Todos estaban tan alegres y relajados porque, al parecer, habían decidido quién era probablemente: el único alumno de la clase que no había aparecido desde Halloween. Caso cerrado entonces. Nada de lo que preocuparse. Amy intentó comprender cómo se sentía en relación con aquello mientras miraba por encima de sus cabezas y hacia la ventana ovalada junto enfrente.
A veces, Dios actúa tan rápidamente
… pensó. Y levantó la mano derecha para saludar a Dot Hieronymus, que allí estaba, enmarcada por la luz blanca mirando a todo el mundo.
—Será mejor que vayas —le dijo a Carla—, antes de que llame al timbre.
—¿Quién es? —preguntó Carla que, después, se giró a ver—. ¡Oh, cielos!
Pero resultó que Dot llamó al timbre antes de que Carla llegara a la puerta. En tan solo un minuto, todos pudieron oír a la madre de Carla quejarse abiertamente.
—No lo aguanto —decía por encima de los saludos de Dot y Carla. Siguió a las dos hasta el salón—. ¿Ya estáis todos aquí? —preguntó al grupo—. ¿O va a venir alguien más?
—Lo sentimos mucho —dijo Amy.
—Buenas noches, mamá —añadió Carla, y su madre se fue indignada sin decir una palabra—. No le prestéis atención —dijo la anfitriona, que después guardó silencio mientras observaba a la recién llegada.
Dot, que anteriormente siempre había sido una chica aficionada a los colores marrón y marfil, iba aquella noche muy arreglada con un conjunto vaporoso en tonos turquesa y aguamarina y un montón de maquillaje en tonos anaranjados.
—¿Me he perdido algo? —preguntó. Se había rociado toda ella con cantidades industriales de perfume. Parecía que Dot había superado algún tipo de crisis, socialmente hablando.
El resto se había venido sorprendentemente abajo. Hicieron espacio a Dot en el centro del sofá, de hecho más del que era necesario, y miraron a Amy en busca de apoyo.
Os lo tenéis merecido por no hacerme caso
.
—¿Dónde estábamos? —preguntó, pero solo obtuvo silencio por respuesta—. ¿Frank? ¿Chuck? Estabais diciendo…
—¿Podemos empezar ya? —preguntó Ricky Buzza.
—Sí —dijo Chuck—.
Noche de cristal
.
—Así es,
Noche de cristal
—dijo Amy.
Herk Romano tenía la cara tan ancha como el sándwich de atún a la plancha de Chumpy’s y un físico aparentemente esbelto. Tenía veintisiete años, pero siempre había parecido más joven. Caía bien a la gente, aunque también pensaban que era un poco pesado. Parecía el típico chico de instituto, el sobrino preferido de todo el mundo. Así que normalmente a la gente le pillaba de improviso cuando, en medio de una conversación al azar, él, de repente, mostraba el contenido de su cartera.
Herk Romano tenía el mejor récord en detenciones de la brigada antivicio.
Silbando de forma poco melodiosa, condujo su Mini Cooper de color verde jalapeño hasta el aparcamiento para visitantes frente a los estudios KUSP y salió, levantándose del asiento del conductor, con un movimiento bastante fluido. En nada de tiempo salió del ascensor de la cuarta planta con una docena de rosas amarillas en una mano, y dos entradas para el concierto de Ani DiFranco en la otra. Desde el final del pasillo, donde estaban los estudios, pudo oír a Crystal despedirse hasta el día siguiente con su memorable frase «¡Mañana será otro día!».
Sí, y el día de hoy tampoco está yendo nada mal
, pensó Herk mientras veía como ella avanzaba hacia él. En su camino, ella parecía ir flotando como un rayo de sol en una larga tarde de verano, con sus caderas estrechas meneándose como olas en un mar embravecido haciendo que Herk pensara, una vez más, que el sol literalmente había salido y se había ido a posar en aquel maravilloso trasero. Hoy era el día en que, por fin, iba a pedirle a Crystal Molloy una cita.
Dot levantó la mano.
—¿Puedo empezar yo? Solo quiero decir que he disfrutado esta historia de principio a fin. La leí de un tirón. Y también quiero felicitar al autor por su uso de la metáfora. Este es, definitivamente, uno de los mejores relatos que he leído hasta la fecha.
—Gracias, Dot —dijo Amy—. ¿Quién más? —Dot siempre felicitaba a todo el mundo por su «uso de la metáfora».
Fue bastante divertido ver que todos estaban allí sentados, callados, a los que les había gustado el relato (que debían de ser uno o dos), y a los que no. Los últimos parecían temer hablar.
—Vamos, chicos. Muy bien, vosotros lo habéis querido. Ya sabéis lo mucho que odio tener que ir llamando a la gente. —Pete Purvis se había sacado la cartera del pantalón y estaba estudiando su contenido—. ¡Pete! —dijo Amy.
—¿Qué?
—¿Estás de acuerdo con Dot?
Amy esperaba por repuesta alguna acción imprecisa para perder tiempo, pero Pete la sorprendió. Era un tipo sorprendente.
—En realidad estaba mirando el contenido de mi cartera. —Se inclinó hacia Syl y se dirigió directamente hacia Ricky—. Cuando dices «mostraba el contenido de su cartera», ¿estabas…?
—¡Gong! —gritó Carla.
—Sí —dijo Syl—. Estás saltándote las normas. Él no puede hablar hasta que no hayamos acabado.