El taller de escritura (21 page)

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Authors: Jincy Willett

Tags: #Intriga

BOOK: El taller de escritura
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—Estupendo. Si nadie tiene inconveniente, me gustaría leer en alto el primer párrafo.

Amy abrió la boca para pararlo, pero Ricky estuvo muy rápido.

Seis y cuarto de la mañana. El sol se posa sobre los párpados de Maggie, despertándola. Pero no hay nada que hacer: ninguna alarma de despertador, ningún traje colgado en el armario preparado para vestirse con él, ni siquiera el armario está abierto, el agua no corre en la ducha y ni se oye el eco de la NPR proveniente del baño… Tampoco está Jake. Maggie se acurruca sobre su vientre y empieza de nuevo a hurgar entre sus sueños: un pequeño barco blanco sobre las aguas y alguien ayudándola a subir a bordo, alguien con los brazos extendidos. Pero no, ya no más. Ella no sabe quién es la persona del barco, y además ahora el barco se ha ido y ella está despierta y sola, y ha perdido su trabajo, y Jake se ha marchado… Hoy es el peor día del resto de su vida.

Ricky levantó la vista de la hoja curvada.

—Dos cosas —dijo—. La primera es que el texto es muy rítmico, como la poesía. Por eso he querido leerlo en alto. Y lo segundo es que el texto es muy económico. Ella está simplemente ahí, en la cama, despertándose, pero mirad lo mucho que sabemos sobre ella. —Detrás de él, Edna Wentworth sonrió ampliamente, como si Ricky fuera su propio alumno.

—¿Cómo qué? —dijo Harry B.—. ¿Qué siente pena de sí misma? Porque eso es lo único que hace durante quince páginas.

—Sabemos —respondió Ricky—, que tenía un novio o marido que se llamaba Jake y que la ha dejado, probablemente, el día o la noche anterior. También sabemos que ha perdido su trabajo, puede que recientemente.

—Y —añadió Carla con energía— sabemos que sea lo que sea lo que Jake haga para ganarse la vida, lleva traje y escucha la emisora NPR en el cuarto de baño, así que probablemente se trata de una persona culta, al igual que ella. Sabemos cuál es la clase social a la que pertenecen.

—Obtenemos toda esa información en tan solo quinientas palabras —dijo Ricky—. Solo quería mencionarlo —dijo entregando su copia con comentarios a Tiffany, volviéndose a sentar después. Obviamente, había terminado.

—Así que —dijo Marvy—, ¿la gente culta escucha la NPR en el baño?

—¿Qué es la NPR? —preguntó Syl.

El doctor Surtees sonrió.

—¿Eres adepto de Limbaugh, Syl?

Al mencionar a Rush Limbaugh,
[7]
Ginger y Carla pusieron la misma cara, y Amy supo que tenía que decir algo para evitar los comentarios quisquillosos y hacerlos volver al tema. Pero todavía estaba sorprendida por la reacción de Ricky Buzza, por su repentina e implacable intervención aquella noche, por su estupenda defensa del texto de Tiffany. Hacía tiempo que Amy lo había identificado como un chico serio, el típico ejemplo juvenil. Pero en realidad había permanecido escondido. No obstante, ¿cómo podía haber escrito algo tan malo como
Noche de cristal
y hacer una crítica tan perceptiva? ¿Y desde cuándo había empezado Surtees a dar palmaditas en la espalda y a llamar a la gente por su nombre? Desde luego, Dot no era la única que había experimentado un cambio aquella noche.

Ahora era Ginger la que hablaba poniendo así un poco de distancia. Ginger era normalmente bastante escueta. Estaba de acuerdo con Ricky en cuanto a la habilidad estilística de Tiffany.

—Por otro lado —dijo—, no podemos obviar el hecho de que, quince páginas después, el personaje principal, Maggie, que relata la historia desde su punto de vista, aún está en la cama. Ella no ha dicho ni hecho nada. Tampoco ha interactuado con nadie. Ni siquiera se ha duchado. Aquí no sucede nada. Nada fuera de su mente, en cualquier caso.

Durante quince minutos discutieron sobre si Maggie había experimentado una revelación (que no), y durante otros diez si,
Sin título
, era realmente un relato o una viñeta. Amy no tuvo necesidad de explicarles la diferencia entre los dos porque Carla lo hizo, de memoria, muy hábilmente. Pero con una notable excepción: todo el mundo intervino en el acto. Edna elogió de manera comedida la habilidad lingüística del texto y Chuck y Frank la respaldaron, mientras que los flojos: Harry, Marv, Syl, con quienes Amy solo contaba en caso de que les hubiera gustado la historia, se quejaron de que en el relato no sucediera nada, y de que no estaba terminado. Solo Dot permaneció en silencio. Aparentemente, esta vez no estaba maravillada por el uso que el autor había hecho de la metáfora ni por ninguna otra cosa que Tiffany hubiera llevado a cabo en su texto.

Amy no tuvo que hacer nada. Estaba sorprendida por la nueva actitud y energía del grupo. Ahora funcionaban a un nivel superior al de un curso de extensión universitaria. Pensaban y hablaban como alumnos de la universidad, como verdaderos estudiosos. Se detuvo a prestar atención al debate. Claramente no la necesitaban a ella, así que permaneció observándolos sin hacer nada más. Ginger y Chuck estaban especialmente animados elogiando el texto dando ejemplos, pero Syl no se resistía ante ellos.

—Todo lo que sé —dijo—, es que esto es como si fuera en el autobús y el tipo que está a mi lado empieza a darme conversación. Va a ser un trayecto muy largo, ¿sabes?, así que podría resultar ser algo ameno. Pero entonces empieza a decir: «Me levanté esta mañana y mi despertador estaba estropeado. Mi novia me ha dejado. Después me tomé un par de tostadas, el teléfono sonó y…»

—Y era alguien que se había equivocado —dijo Marvy.

—Era alguien que se había equivocado. Salí a comprar el periódico y el número de víctimas de la guerra de Irak…

—Sí, ¿qué pasa con el número de víctimas de la guerra de Irak?

—Tiene que ver con la NPR —dijo Surtees haciendo que todo el mundo riera, incluida Amy.

Tiffany también se rió. Cuando Syl finalmente se quedó sin argumentos, ella levantó la mano para poder hablar. Dio las gracias a todo el mundo y también se disculpó por «haber intentado restarle importancia al texto. Porque realmente tiene mucha importancia».

—Gracias a todos por habéroslo tomado tan en serio —dijo Tiffany.

—Pues entonces, termínalo —dijo Syl, y Tiffany prometió que así lo haría.

De repente la tarde había llegado a su fin. Lo único que Amy tuvo que hacer fue asegurarse de que todos les entregaran sus comentarios a Tiffany y a Ricky, y después pedir a Syl y a Ginger que repartieran las copias de sus historias para la siguiente semana. Syl y Ginger pusieron objeciones basándose en que estaban dando los últimos retoques a los textos, pero prometieron enviar por correo los relatos en uno o dos días. El grupo se reuniría en casa de Syl, en una urbanización en La Mesa cuyas indicaciones de cómo llegar había fotocopiado y repartido a toda la clase.

Amy permaneció con Carla en la rotonda principal de la entrada de la casa viendo como los dos últimos coches se marchaban. Carla estaba contenta.

—Creía que no iban a marcharse nunca —dijo. Amy también había percibido cierta renuencia a dejar una casa tan acogedora y cómoda. La mitad de Carla, en cualquier caso—. ¿Te has dado cuenta del pique entre Ricky y Tiffany? ¿De qué iba? ¿De dónde viene? ¿Y qué me dices de la vieja Dot?

Carla quería que Amy volviera dentro para tomar un café y charlar sobre la velada, pero la profesora se excusó. Estaba demasiado cansada y quería concentrarse en los progresos que había hecho el grupo, no en sus complejidades sociales y personales, y mucho menos en las del francotirador, cuya importancia, al menos por ahora, había disminuido considerablemente.

—Pídele disculpas a tu madre de mi parte —dijo Amy marchándose, dejando a Carla en la entrada iluminada por las luces, diciéndole adiós sacudiendo la mano. Parecía estar un poco más delgada. Se le notaba sobre todo en la cara y la cintura. Amy intentó recordar si la había visto comer. ¿Estaba la mujer a dieta? ¿Estaba todo el mundo experimentando un cambio?

Bueno, yo no
, pensó Amy. Puso un cedé de las suites francesas de Bach y se dirigió a casa bordeando la costa. Eligió la quinta, la pieza que tiene una giga impresionante y que suena como caballos galopando a contrapunto, desafinando tono arriba tono abajo, haciendo bonitas cabriolas. Amy intentó centrarse en los hechos que habían acontecido aquella tarde, pero la música era maravillosa. ¡Qué hombre tan feliz tuvo que haber sido Bach! Durante todo el trayecto de camino de vuelta a casa, soñó con tocar el piano.

Cuando vio su contestador automático parpadeando «1», pulsó el botón sin antes tomar aire o cerrar la puerta tras ella. Carla debía de haber empezado a hablar después de la señal.

—¡
La amenaza de Andrómeda
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¡Claro! ¡Llámame cuando llegues!

Si «La amenaza de Andrómeda» era algún tipo de tirón muscular, tampoco podría ser muy malo a juzgar por la excitación de Carla. De cualquier forma Amy no estaba por la labor de llamar a nadie a partir de las diez de la noche. Alphonse le ladró desde las escaleras, mirándola con expresión de censura a través de los paneles de la puerta acristalada. El perro tenía cataratas y nunca había tenido muy buena vista, pero de cualquier forma siempre sabía dónde estaba Amy, y lo desaprobaba. Ella lo dejó entrar y le dio un trozo de queso cheddar neoyorquino curado. Estaba justo cerrando con llave la puerta de la entrada y felicitándose a sí misma por la manera tan natural en que lo estaba haciendo, cuando Carla volvió a llamar.

¿Hasta qué punto se había convertido en el tipo de persona a quien los contestadores automáticos parecen estar gritándole: ¡contesta! ¡contesta!? ¿Agradecía ahora, después de tantos años de soledad, ser solicitada por alguien, aunque fuera Carla?

—Ahora ya tienes que haber llegado a casa —dijo Carla.

Amy suspiró y cogió el teléfono.

—¿Has visto todas las furgonetas de reparto? Tienes que haberte cruzado con ellas en la carretera.

—¿Qué furgonetas de reparto?

—Dos de Domino’s, tres de Round Table y una de Little Caesars. Y también una del horno de leña de Mikey’s de la ciudad, que debe de haber costado una pasta.

—¿Pizzas?

—¡Exacto! ¡Setenta y seis pizzas individuales!

—Debías de estar tremendamente hambrienta.

Carla resopló.

—¿Ves lo que esto significa?

A pesar de lo tarde que era, Amy estaba empezando a verlo.

—¿A quiénes estaban dirigidas? ¿A ti personalmente?

—Mamá ha sufrido una crisis nerviosa. El timbre ha sonado como unas veinte veces.

—¿Quién las ha pagado? ¿Has tenido que hacerlo tú?

—No. Las habían pagado con tarjeta de crédito. No he conseguido que ninguno de los repartidores me dijera quién lo había hecho, pero apuesto a que podremos descubrirlo mañana. Fueron enviadas a esta dirección, pero con distintos nombres. Una era para mí, otra para ti, una para Tiff y ya me he olvidado del resto. Lo he dejado escrito. ¡La cuestión es que se ha terminado! O lo hará muy pronto.

—Carla, no sé de qué te alegras. En primer lugar, te has juntado con un millón de pizzas individuales…

—Que llevaré mañana al parque Balboa. Los mendigos tendrán comida para una semana.

—Y en segundo lugar, esto no parece ser una jugarreta del francotirador. Más bien parece una broma de instituto. Además, ha sucedido tan tarde que nadie, excepto tú, ha sabido de ella.

—¡Eso es lo que estoy intentando decirte! Es como esa película en la que un virus mutante realmente aterrador, proveniente del espacio exterior, empieza a exterminar personas con el objetivo de acabar con la humanidad. Pero como sigue cambiando y cambiando al final se vuelve totalmente inofensivo. ¡Eso es lo que le está pasando al francotirador!

Amy se sentó junto a la mesa del teléfono en una silla que apenas usaba porque era tan pequeña, que resultaba absurda incluso para una persona delgada, y también porque rara vez hablaba por teléfono. Alphonse se sentó a sus pies, mirándola, levantando las cejas. Eso era algo que había visto hacer a otros perros con sus dueños mientras estos estaban al teléfono. Los perros se imaginaban, con toda la razón, que se estaban dirigiendo a ellos mismos, pero con una mayor variedad de signos y sonidos que de costumbre. Esa era la única ocasión en la que, al parecer, eran tratados como iguales, no ignorados, tratados con condescendencia o dándoles órdenes. Ahora incluso Alphonse la miraba con ligero interés, como si ella fuera algo más que una proveedora de buena comida.

—No tengo ni idea de qué estás hablando —dijo Amy. Alphonse ladeó la cabeza—. ¿El francotirador ya no está intentando aniquilar a la humanidad?

—¡Exactamente!

—Estupendo. Ahora me voy a la cama.

—¡Pero esto es interesantísimo!

No para Alphonse, que se había tirado al suelo con sus brillantes orejas de color marrón desplegadas a ambos lados como si fueran las alas de un avión.

—Ya es hora de que me vaya a la cama, Carla. Te llamaré mañana.

Después de tomar un baño caliente, llamó a Alphonse para que la acompañara a ir a la cama. Era la primera vez que recordaba no haberle hecho seguirla por toda la casa mientras comprobaba los armarios, pero él no parecía estar decepcionado ni agradecido. Las únicas rutinas que significaban algo para su mascota tenían que ver con comer, dormir y salir, y eso solo lo hacía para aliviarse a sí mismo. A algunos perros les encantaba salir a correr, explorar, patrullar, cazar y matar. Antes de Alphonse, Amy había tenido un gran bernés que sabía jugar al
frisbee
, y cuando Max y ella se casaron, heredaron un perro salchicha que estaba completamente loco y que solía arrastrar piedras de la playa que escondía luego bajo el sofá del salón. Sin embargo para Alphonse, el mundo exterior era como un gran inodoro.

Dormía en una alfombra en la esquina del pequeño dormitorio de Amy. A ella le resultaba muy tranquilizador escucharlo roncar en la oscuridad, y en verano oír el tintineo de su collar cuando intentaba quitarse las pulgas. Alphonse era demasiado bajo para saltar a su cama y demasiado pesado como para levantarlo. Amy lo había intentado una vez improvisando una escalera de sillas y cojines, y él subió y olfateó toda la ropa de cama. Pero allí no había nada que olisquear excepto el olor de Amy. No había variedad ni nada que suscitara su interés, así que no se tumbó, y después de un rato descendió a una altura más de su agrado. Amy anhelaba que él durmiera con ella, que le calentara los pies con su cuerpo como hacían los perros de piernas largas y huesos finos de su infancia. Pero por el contrario, se había acostumbrado a oír sus suspiros y gemidos por las noches, así como las bombas de gas que lanzaba ocasionalmente.

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