El templo de Istar (31 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil

BOOK: El templo de Istar
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—Según Dalamar no apreciamos en lo que vale el poder de Raistlin —le recordó Ladonna—. De no estar convencido de su éxito no se aventuraría, no es ningún demente.

—Está seguro de averiguar la fórmula mágica que necesita, y eso no podemos impedírselo. Pero el encantamiento nada significa si no cuenta con la ayuda de Crysania, por eso la sacerdotisa tiene que hacer ese viaje.

—Sigo sin entender…

—¡Debe morir, Ladonna! —la interrumpió el viejo mago—. ¿Me obligarás a conjurar una visión? Debe ser enviada a una era en la que todos los clérigos desaparecieron de estas tierras. Raistlin aseveró que tendríamos que mandarla, que no nos quedaría otra opción, y también afirmó que era el único medio a nuestro alcance para contrariar sus planes. Crysania es su mayor esperanza… y su temor más latente. Sin su auxilio no traspasará la puerta, pero ha de acompañarle por su propia voluntad y ése es el motivo de que se haya propuesto debilitar su fe, desencantarla hasta tal punto que ella decida actuar a su lado. —Hizo una pausa y, ondeando su mano en el aire, añadió—: No perdamos más tiempo, el hechicero parte mañana y hay que ponerse manos a la obra.

—En ese caso, mantenla aquí —sugirió Ladonna desdeñosa—. Me parece más sencillo.

El mago meneó la cabeza.

—Volvería a buscarla —argumentó él—. Y para entonces habría adquirido unos conocimientos arcanos que le permitirían hacer cuanto le plazca.

—Mátala.

—Ya se ha intentado, sin el menor éxito. Y por otra parte ni siquiera tú, con todo tu poder, la destruirías mientras permanezca bajo la protección de Paladine.

—Quizás el dios impedirá que emprenda el viaje.

—No. He estudiado los augurios y se mantiene neutral, ha dejado el problema en nuestras manos. Crysania es aquí un vegetal, ninguna criatura viviente es capaz de restituirle el aliento. Quizá Paladine ha resuelto que perezca en un lugar y un tiempo en los que su muerte tenga un sentido. De ese modo se completará su ciclo de existencia.

—Veo que has determinado enviarla a un fin irreversible —susurró la dama con expresión de perplejidad—. Tu túnica inmaculada se teñirá de sangre, viejo amigo.

Par-Salian, desfigurado el rostro, estampó los puños en la mesa.

—¡No azuces más el fuego, bastante dolorosa es la encrucijada en la que me encuentro! —le reprochó—. pero, ¿qué otra cosa puedo hacer? ¿No comprendes que estoy en una situación límite? Veamos, ¿quién es el adalid de los nigromantes?

—Yo —respondió Ladonna.

—¿Y quién ocupará ese puesto si él regresa victorioso?

La interpelada frunció el ceño y calló.

—Comienza a hacerse la luz en tu mente —constató el anciano—. Sé que mis días están contados, Ladonna. ¡Oh, sí, mis facultades perduran! Quizás incluso se hallen en pleno apogeo, pero todas las mañanas, al levantarme, me traspasa el aguijón del miedo. ¿Y si hoy incurro en un titubeo senil? Cada vez que me falla la memoria al invocar un hechizo me pongo a temblar, sabedor de que llegará el momento en que no recuerde las palabras correctas. Estoy cansado —confesó, cerrando los ojos—. Lo único que anhelo es recogerme en esta alcoba, sentarme frente a las cálidas llamas y anotar en mis libros los conocimientos adquiridos a través de los años. Sin embargo, no puedo claudicar, he de ser yo quien elija a mi sucesor y evitar que ostente mi rango quien no ha de darle buen uso. No me arrancarán de mi butaca en el semicírculo. Te aseguro que me juego en esta empresa mucho más que cualquiera de vosotros.

—Quizá te equivoques —repuso la hechicera sin apartar la vista de la crepitante fogata—. Si Raistlin vuelve con el triunfo dejará de existir el cónclave, todos nos convertiremos en sus siervos. ¡Pero continúo oponiéndome a esta locura, Par-Salian! —lo imprecó con los puños cerrados—. El riesgo es excesivo. Crysania debe permanecer aquí, dejemos que Raistlin descubra los secretos de Fistandantilus y preparémonos para su retorno. Aunque no desestimo su poder, es evidente que transcurrirán lustros antes de que domine las artes impartidas por su antecesor en su largo período de vida. Durante todo ese tiempo tomemos medidas, armémonos contra él. Podemos…

La interrumpió un crujir de pasos en las sombras de la estancia. La nigromante se apresuró a volverse, introducida su mano en uno de los bolsillos secretos de su atuendo.

—Detente, Ladonna —le ordenó una voz—. No malgastes tus energías invocando un hechizo de protección. No soy una criatura de ultratumba, Par-Salian nunca mentiría en esas cuestiones.

La figura avanzó hasta el círculo de luz dibujado por el fuego, envuelta en los rojizos fulgores que despedía su túnica. Ladonna se acomodó, aliviada, en su asiento, si bien la ira que irradiaban sus pupilas habría hecho retroceder a un aprendiz.

—No, Justarius —dijo fríamente—, no vienes del más allá. ¿De modo que has conseguido zafarte de mi agudo escrutinio? No cabe duda de que tu astucia aumenta cada día que pasa. Y tú envejeces al mismo ritmo, amigo mío —se dirigía a Par-Salian—, si necesitas ayuda para tratar conmigo este asunto.

—Estoy seguro de que la sorpresa del gran maestro al descubrir mi presencia es mayor que la tuya, Ladonna —intervino el llamado Justarius antes de que lo hiciera el indignado anciano.

Arremangándose el repulgo de sus encarnadas vestiduras, el recién llegado fue a sentarse en la otra butaca que flanqueaba el escritorio. Cojeaba al andar, su manera de arrastrar el pie demostraba que Raistlin no era el único en exhibir en su anatomía los estragos de la Prueba.

—Aunque, por otra parte, quizá nuestro adalid haya preferido ocultarnos su penetrante sensibilidad —rectificó sin tardanza.

—Es obvio que te he detectado —apostilló el interesado—. Lo que ocurre es que no he querido romper el hilo de nuestra charla.

—En cualquier caso, poco importa —dijo el hechicero ataviado de rojo para zanjar la cuestión—. Sólo quería escuchar tus explicaciones a Ladonna.

—No necesitabas recurrir a ardides —lo reprendió el gran maestro—, de haberme pedido audiencia te habría expuesto los mismos puntos.

—Acaso alguno menos, ya que yo no habría osado presentar la réplica. Estoy de acuerdo contigo, desde el principio he aprobado tu proceder, pero si mi postura es favorable es porque conozco la verdad.

—¿Qué verdad? —repitió Ladonna. Miró de hito en hito a sus dos contertulios, dilatados sus ojos en una mezcla de cólera y sorpresa.

—Tendrás que mostrársela —instó Justarius al anciano sin mudar el tono de voz—, de otro modo nunca la convencerás. Haz que vea dónde radica el más grave peligro.

—¡No voy a ver nada! —protestó la nigromante en la cumbre de su enfado—. No os esforcéis, no me haréis creer un ápice de vuestras confabulaciones.

—Tendrá que invocar el encantamiento por sí misma, así olvidará sus resquemores —sugirió el mago de rojo encogiéndose de hombros.

Par-Salian emitió un quedo gruñido y, a continuación, tendió a Ladonna el prisma de cristal que reposaba en el escritorio. Cuando ella lo hubo asido, le indicó:

—El bastón de la esquina perteneció a Fistandantilus, el más poderoso brujo que nunca existiera. Formula el encantamiento de la visión, Ladonna, y contempla la vara.

La dignataria acarició el prisma dubitativa, sin cesar de espiar a aquellos dos hombres que tan poca confianza le inspiraban.

—¡Vamos! —apremió el anciano—. No lo he manipulado ni urdido ninguna argucia, sabes perfectamente que soy incapaz de traicionarte.

—Sin embargo, podrías engañar a otros sin reparos —lo acusó Justarius.

Par-Salian le clavó una fulgurante mirada, pero se abstuvo de responder.

Movida por una súbita resolución, Ladonna alzó el cristalino objeto y lo llevó a la altura de sus ojos mientras entonaba unos versículos de asonante y forzada rima. Al instante, un arco iris de luz brotó del prisma e iluminó con sus vivas tonalidades la lisa vara que se apoyaba en un sombrío rincón del estudio. Se formó un espectro multicolor, un refulgente abanico que envolvió el cayado como si quisiera infundirle vida, y eso fue lo que hizo: su reseca madera comenzó a vibrar y, al alcanzar la incandescencia, asumió la imagen de su dueño.

La hechicera examinó aquel contorno durante largos minutos y luego, despacio, bajó el prisma que se había aplicado a las pupilas. En el momento en que dejó de concentrarse se desvaneció el aparecido y el arco iris se apagó, en un débil parpadeo.

—Y bien, Ladonna, ¿seguimos adelante con nuestro proyecto? —la interrogó Par-Salian ignorando su intensa palidez.

—Permíteme estudiar el encantamiento que ha de catapultarlos al pasado —solicitó ella con voz temblorosa.

—¡Eso es imposible, no deberías pedírmelo! —exclamó el gran maestro en el límite de su paciencia—. Sólo los amos de las Torres están autorizados a penetrar los entresijos del hechizo…

—Tengo al menos derecho a ver el texto —fue la gélida contestación—. Oculta los componentes y las palabras a mis sentidos de ser tal tu deseo, pero no me niegues la oportunidad de leer los otros pormenores. Discúlpame si mi fe en ti, viejo amigo —se endurecieron sus rasgos—, no es la de otros tiempos. He de confesar que, en mi opinión, tus vestiduras se están volviendo tan grises como tu cabello.

Justarius sonrió ante el comentario, al parecer divertido. Par-Salian, por el contrario, se agitó indeciso en su butaca.

—Mañana al alba, no lo olvides —le urgió el joven mago para forzar su resolución.

Molesto, a regañadientes, el mandatario de alba túnica se puso en pie y tiró de una cadena de plata apenas visible bajo su peto, de la que pendía una llave de idéntico metal… la llave que tan sólo el amo de la Torre de la Alta Hechicería ostentaba el privilegio de utilizar. Años atrás existían cinco, ahora únicamente perduraban dos. Se desprendió el anciano de la valiosa pieza, que siempre portaba ceñida al cuello, y la insertó en un ornamentado cofre que se erguía cerca del escritorio, mientras los tres magos se preguntaban en silencio si Raistlin estaría haciendo lo mismo en aquel instante, con su propia llave, o quizás incluso extraía del interior de su cofre un libro de hechizos cuya argéntea encuadernación era una réplica exacta de la que ellos poseían. Acaso ambos adalides pasaban al unísono las sagradas páginas, despacio y con solemnidad, hojeando los encantamientos reservados a los señores de las Torres.

Antes de abrir la cubierta, Par-Salian musitó las palabras prescritas que sólo los de su rango conocían; de no hacerlo, el volumen se habría desvanecido entre sus manos. Al llegar al correcto recogió el prisma en el lugar donde lo depositara Ladonna y lo sostuvo sobre el pergamino, a la vez que repetía los mismos versículos de áspera rima que pronunciara la nigromante.

Brotó el arco iris, derramando su luz sobre la página. Una orden del anciano hizo que los rayos luminosos se desviaran hacia un muro desnudo situado al otro lado de la sala.

—Mirad, en esa pared va a dibujarse la descripción escrita del encantamiento —dijo a sus acompañantes con acento iracundo.

Ladonna y Justarius se apresuraron a obedecer y, de ese modo, leyeron las frases a medida que las proyectaba el objeto de cristal. Ninguno de ellos logró distinguir los componentes ni la fórmula, que aparecían ante sus ojos en borrosos caracteres fruto del arte del gran maestro o, acaso, de las condiciones impuestas por el hechizo mismo. Por lo demás, el texto era perfectamente inteligible.

«La capacidad de retroceder en el tiempo está al alcance de los elfos, humanos y ogros, por tratarse de razas que los dioses crearon en los inicios de la Historia y que, por consiguiente, viajan al ritmo de su devenir. No están autorizados a usar este encantamiento los enanos, los gnomos ni los kenders, seres que nacieron de manera accidental, escapando a las previsiones de las divinidades (consúltese el párrafo dedicado a la Piedra Gris de Gargath, apéndice G). La introducción de una de tales criaturas en una era pasada podría tener graves repercusiones en el presente, aunque se ignoran sus dimensiones. (Una nota, escrita a mano por Par-Salian con trazo inseguro, sumaba el término draconianos a las razas sobre las que pesaba la prohibición.)

«Existen peligros, sin embargo, que el mago debe tener en cuenta antes de proceder a la realización del prodigio. Si muere durante su periplo en el tiempo, el futuro no resultará afectado, pues su fallecimiento redundará en la estricta actualidad. Su muerte no alterará, de hecho, ni el pasado, ni el presente ni el porvenir salvo en aquellas circunstancias ya prescritas de antemano y, por ende, carentes de interés. Tal es el motivo de que no malgastemos nuestras energías en la formulación de hechizos protectores.

»El mago no podrá cambiar de ninguna manera los sucesos ocurridos previamente, una precaución de todo punto imprescindible. Así, este encantamiento sólo resultará útil a los estudiosos tal como, de buen comienzo, fue concebido. (Otra nota, ésta en una caligrafía mucho más antigua que la de Par-Salian, indicaba al margen: No es posible impedir el Cataclismo, lo hemos aprendido a costa de nuestro sufrimiento y a un alto precio. Descanse su alma en el seno de Paladine.)

—Ahora comprendo cuál fue su destino —comentó Justarius sorprendido—. Ha sido un secreto celosamente guardado a través de las generaciones.

—Fue absurdo intentarlo siquiera —coreó Par-Salian—, pero se hallaban en una situación desesperada.

—Al igual que nosotros —intervino Ladonna con cierta amargura—. ¿Hay más información?

—Sí, en la página siguiente —respondió el gran maestro.

«Si el mago no desea viajar personalmente, sino que se dispone a enviar a otro (siempre atento a las salvedades raciales ya descritas), debe equipar a quien realice el periplo con un ingenio susceptible de activarse a voluntad de tal suerte que, en cualquier momento, éste pueda regresar a su tiempo.»

A continuación se exponían las características y métodos de construcción de los artefactos mencionados…

—Eso es todo cuanto nos incumbe —concluyó Par-Salian y, con un simple gesto de la mano, absorbió el abanico luminoso entre sus finos dedos hasta que hubo desaparecido por completo—. El resto no contiene más que detalles técnicos relativos a estos aparatos. Poseo uno antiguo, se lo entregaré a Caramon.

Puso un énfasis inconsciente en el nombre del humano, si bien los otros dos sabios no dejaron de advertirlo. Ladonna esbozó una sonrisa impregnada de ironía y se acarició el negro ropaje, mientras Justarius se limitaba a menear la cabeza. Par-Salian, por su parte, pensó, de pronto, en las implicaciones y se hundió en su butaca con la pesadumbre dibujada en la faz.

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